VICTOR GALLAGHER DEMOSTRÓ que, efectivamente, aún se encontraba en condiciones de darle un set de ventaja a su viejo amigo Stanley Panocha Hoper, y tras refregarle por los morros su victoria hasta conseguir sacarle de quicio, se dieron juntos un largo baño en la piscina y acudieron a reunirse con Celeste y Norman con el fin de disfrutar de un pantagruélico almuerzo con el que recuperar las fuerzas perdidas, en el luminoso comedor de verano que se abría a las amplias praderas del sur.

A la hora del café el ex director de cine se volvió al actor de alguna de sus películas para inquirir como si fuera algo a lo que le había estado dando vueltas toda la noche:

—¿Por qué asegurabas ayer que la energía eólica resulta prácticamente inútil y constituye uno de los mayores fraudes de estos tiempos?

—Porque es la verdad.

—Intento entenderlo, pero no acabo de asimilarlo.

—Yo tampoco… —intervino el dueño del Aurora Boreal—. Si fuera como dices, esos enormes molinos de viento no proliferarían como proliferan a la vista de todos.

—Proliferan porque no sabemos ver lo que ocultan. Pero lo cierto es que los sábados, los domingos y más de la mitad de las horas del resto de la semana, estamos pagando a siete u ocho veces su valor real, unos kilovatios que se están arrojando a la basura.

—¿Estás seguro?

El otro asintió una y otra vez con la cabeza.

—Me ha bastado con pasarme algún tiempo recorriendo esos campos de Dios y unas cuantas noches en vela, para llegar al fondo de la cuestión —dijo—. Los molinos que no se encontraban averiados no paraban nunca de girar, lo que significa que estaban desgastándose tontamente al tiempo que producían una energía que nadie aprovechaba.

—¡Sorprendente! —admitió su confuso interlocutor que no acababa de asimilarlo—. Cuanto menos, sorprendente.

—Mucho. Y dado el número de parques eólicos que existen, y los que se encuentran en fase de construcción, nos enfrentamos a un gasto prácticamente inútil para la nación, y para todas las naciones del mundo, de miles de millones de dólares anuales.

—¡Me niego a creerlo! —no pudo por menos que exclamar el pelirrojo—. ¡Se me antoja inaudito! ¿Y has llegado tú solito a esa conclusión?

—Con la ayuda de Lucia.

—¿Pero cómo?

—Recordando que en la universidad me enseñaron que las centrales eléctricas tienen que estar siempre cargadas a la máxima potencia que les pueda exigir la red en los momentos de mayor demanda porque de lo contrario se produciría lo que solemos llamar un «apagón».

—Últimamente hemos sufrido muchos en California —admitió Celeste Gallagher, que se había limitado a escuchar en silencio—. Y en ocasiones me han echado a perder cuanto guardaba en la nevera.

—¿Y a quién no? —quiso saber el actor—. Con demasiada frecuencia la demanda de electricidad resulta excesiva, pero sin embargo, cuando esa demanda desciende, las centrales que no funcionan con energía hidráulica no pueden enfriarse con el fin de disminuir su potencia, puesto que volverlas a calentar horas más tarde significaría un mayor coste energético, especialmente si trabajan a base de carbón o derivados del petróleo.

—Eso resulta comprensible… Y yo también lo sabía pese a que todo lo que se refiere a la tecnología me suele sonar a chino. ¿Pero por qué las hidráulicas sí que pueden disminuir su potencia?

—Porque a ellas les basta con cerrar las compuertas para dejar de producir en el acto. Pero, por desgracia, menos del quince por ciento de la producción nacional proviene de ese tipo de energía.

—¿Y no podría aumentarse esa cifra?

—Únicamente a base de convertir la nación en un gigantesco pantano anegando millones de hectáreas de terreno y provocando un irrecuperable daño ecológico. Lo queramos o no, la mayor parte de la energía que consumimos siempre tendrá que provenir de las centrales nucleares o térmicas.

—Entiendo.

—En ese caso también entenderás que cuando la citada demanda disminuye, la oferta aumenta, y como la energía eléctrica ofrece el gran problema de que no se puede almacenar, ese enorme sobrante está condenado a desperdiciarse.

—¿Cómo que no se puede almacenar? —inquirió Stanley Hoper—. ¡Alguna forma habrá de guardarla!

—Tan solo en baterías como las de los coches, pero para guardar la energía capaz de producir un parque eólico en una sola noche harían falta baterías del tamaño de las Torres Gemelas.

—¡En eso sí que nunca había pensado! —admitió Victor Gallagher al que se le advertía sinceramente desconcertado.

—Pues ya va siendo hora de que pienses en ello.

—¡Ya lo hago! Y entiendo que lo que estás queriendo hacernos comprender es que a ese sobrante digamos «obligatorio», se le está añadiendo otro sobrante que pudiéramos llamar «voluntario».

—¡Justamente!

—¿Y que además ese sobrante «voluntario» que nos proporcionan los molinos de viento nos está obligando a pagarlo siete u ocho veces más caro que el sobrante «obligatorio»?

—Veo que no me estoy quedando ronco inútilmente.

—¡Es que tonto no soy! —protestó el ex director levemente molesto—. Pero lo que no acabo de entender es por qué diantres, si eso es como lo cuentas, se siguen instalando tantos parques eólicos.

—Porque vivir del viento se ha convertido en estos últimos tiempos en un negocio fabuloso.

—¿Y en qué consiste exactamente el negocio de vivir del viento?

—En obtener créditos a fondo perdido de los organismos estatales y regionales, fabricar los molinos, ponerlos a funcionar, y a fin de mes pasarle a la Administración una factura por los millones de kilovatios que se han producido, sin especificar qué día ni a qué hora se enviaron a la red general.

—¿Y esa «Administración» se limita a pagar sin rechistar? —quiso saber un incrédulo Panocha Hoper.

—Naturalmente.

—¿Por qué?

—Porque un porcentaje de ese dinero se reparte entre unos cuantos políticos y funcionarios que son los encargados de conceder las subvenciones y los permisos para montar los parques.

—¡Sigo sin poder creérmelo!

—¡Más vale que te lo creas! Si se analizan los informes oficiales que se encuentran al alcance de quien quiera verlos, se advierte que nuestro país produce casi un seis por ciento de energía eólica, pero tan solo consume un cero cinco por ciento.

—¿Y adónde va a parar el resto?

—Simplemente se tira. Los defensores de las eólicas alegan que esa energía se utiliza para volver a subir el agua a los pantanos y contar así con un potencial hidráulico, pero como comprenderás nadie en su sano juicio va a subir agua con unos kilovatios que le cuestan más de lo que le van a pagar más tarde generando electricidad al bajar.

—¿Estás seguro de eso?

—¡Y tanto! Los datos te los facilitan en el ministerio, e incluso pueden encontrarse buscando en internet. Con mucha suerte más del ochenta por ciento de los kilovatios que producen no sirven para nada ni contribuyen a que haya menos contaminación ni se consuman menos combustible fósiles. Con poca suerte, el noventa. Pero al fin y al cabo, ¿a quién le importa? Se trata más que de dinero del gobierno.

—Pero es que el dinero del gobierno «es mi dinero» —protestó Celeste Gallagher—. De cada cien dólares que gano, Hacienda tiene la fea costumbre de llevarse casi la mitad.

—Pues una buena parte de tus ingresos están yendo a engrosar los bolsillos de unos tipos muy listos, especializados en «cazar» primas y subvenciones, querida mía.

—¡Menuda putada!

—Mucha gente en el mundo vive de eso, pequeña —le hizo notar el actor que cada vez parecía más seguro de sus argumentaciones—. ¿Entiendes ahora lo que pretendía decir al afirmar que lo que me gustaría es luchar contra los molinos de viento?

—De todos modos no deja de ser una inútil «quijotada» —le hizo notar Victor Gallagher.

—¿Por qué inútil?

—Porque si los intereses que se mueven en torno a ese negocio son tan prodigiosos como parece, lo más probable es que te hagan saltar de tu cabalgadura al igual que saltó el pobre caballero andante.

—¡Curioso que lo que alguien escribió hace siglos como una simple metáfora, se pueda convertir de pronto en realidad! —comentó con una leve sonrisa su esposa.

—¿A qué te refieres?

—A que lo que el tal Cervantes, fue Cervantes, ¿verdad?, imaginó como algo puramente fantasioso, cobra ahora cuerpo porque detrás de esos molinos no están malvados hechiceros, sino astutos especuladores… —Se volvió a Victor para añadir con marcada intención—: ¿No estabas buscando una buena historia para una película digna de tu talento…? ¡Aquí la tienes!

—¿Es que te has vuelto loca? —se escandalizó el aludido—. ¿Te has parado a pensar en la que se puede organizar si me atreviera a denunciar a una gente tan poderosa?

—¡No! —admitió ella—. No me he parado a pensarlo, pero tal como le ocurre a Norman, empieza a apetecerme luchar contra los molinos de viento. Si él hace Don Quijote yo seré su Paco Panza.

—¡«Sancho»! —le corrigió Stanley Hoper—. El escudero de Don Quijote se llamaba Sancho Panza, no Paco Panza.

—Sancho o Paco, ¿qué más da? —fue la respuesta—. Lo que importa es que fue capaz de seguir a su amo al fin del mundo y si no recuerdo mal, se convirtió en el heredero de sus sueños.

—¿Y cómo acabaron Don Quijote y Sancho?

—Pasando a la historia, porque los seres humanos aman y recuerdan a quienes se enfrentan valientemente a las injusticias aun cuando no consigan vencer en su empeño.

—¡Bonita frase, vive Dios! Te ha salido redonda y es digna de ti —exclamó entusiasmado Stanley Hoper—. ¿Serías capaz de repetirla en primer plano ante una cámara?

—Si es Victor quien coloca la cámara, desde luego…

—¡Ya volvemos a lo de siempre! —masculló de mal humor el aludido—. Con demasiada frecuencia tengo la impresión de que únicamente te apetece hacer el amor conmigo cuando estoy subido en lo alto de una grúa o con el ojo pegado al visor.

—Si quieres que te sea sincera, no andas muy desencaminado… —rió ella alegremente—. Verte dirigir me produce más morbo que ver cómo te afeitas, lo que ya es decir mucho.

—Deja de una vez a este cretino y te prometo afeitarme cuatro veces al día… —intervino de inmediato el dueño de la casa—. Aunque me despelleje la cara en el intento. E incluso si te empeñas aprenderé a dirigir. Si él lo ha hecho no puede ser tan difícil.

—Hacerlo como Victor lo hace, es realmente difícil, querido, te lo aseguro… —replicó Celeste al tiempo que extendía la mano con el fin de apretar con firmeza el brazo de su esposo y añadir—: ¿Es que no te das cuenta? El cine nos ha proporcionado toda clase de satisfacciones. Tenemos fama, dinero, joyas, enormes mansiones, lujosos coches y el futuro resuelto por mucho que vivamos… ¿No crees que ha llegado la hora de que le devolvamos a la industria algo de talento y de cuanto nos ha concedido?

—¡No! Sinceramente no lo creo —fue la respuesta—. Nada de cuanto esa industria nos ha concedido lo hizo de forma gratuita. Tú empezaste de figurante y yo de ayudante del tercer ayudante de David Lean. Me pasaba el día trabajando y estudiando cómo planificaba cada escena. Vi miles de películas y analicé plano por plano millones de escenas; me dejé las pestañas en el camino y gracias a ello años más tarde hice ganar millones a quienes confiaron en mí.

—Yo sé mejor que nadie lo mucho que te costó triunfar, no tienes por qué recordármelo.

—Lo hago porque creo que me he ganado a pulso cuanto tengo, al igual que te lo has ganado tú, ya que te he visto estudiar un guión durante meses. ¡No le debemos nada a nadie, querida! ¡Nada! Y no estoy dispuesto a perder cuanto he conseguido por embarcarme en una aventura condenada de antemano al fracaso.

—¡Siento tener que oírte decir eso!

—Y yo tener que decirlo, pero uno de los dos tiene que mantener los pies sobre la tierra o corremos el riesgo de salir descalabrados.

—En ocasiones un verdadero artista tiene que correr el riesgo de descalabrarse para continuar sintiéndose con fuerzas para hacer algo en verdad importante.

—¿Y quién lo dice? —quiso saber Victor Gallagher en tono despectivo—. ¿Alguien que ha venido hasta aquí con la intención de firmar un contrato millonario como protagonista de la sexta entrega de una serie de películas en la que importan más los efectos especiales que los seres humanos?

—Me ofendes, y eso es algo que jamás hubiera esperado de ti —protestó la actriz.

—Nada más lejos de mi intención que ofenderte como mujer o como esposa —señaló él—. En ese aspecto siempre has merecido todo mi respeto y continúas mereciéndomelo.

—¿Y en otros no?

—No. Profesionalmente, en absoluto.

—¿Y se puede saber por qué?

—Porque ahora estamos hablando de cine, y no puedo aceptar que quien está tirando por la borda su carrera y malgastando su talento de una forma tan miserable como tú lo haces, intente darme lecciones sobre cuál debe ser mi comportamiento con respecto a una profesión que siempre he amado por encima de todo. —Hizo una corta pausa—. Excepto a ti.

Celeste Gallagher estuvo a punto de responder agriamente pero pareció cambiar de opinión, dudó unos segundos y al fin abandonó la estancia sin decir una sola palabra.

Apenas lo había hecho, Norman Caine comentó sin alzar la cabeza y como si estuviera profundamente interesado en el contenido del vaso de agua que tenía en las manos:

—No quiero meterme donde no me llaman, pero creo que estás poniendo en peligro tu matrimonio. Celeste es una mujer extraordinaria, pero si algún día pierde la admiración que siente por ti, se te escurrirá entre los dedos.

Victor Gallagher tardó en responder, se sirvió una generosa copa de coñac, bebió despacio y por último replicó:

—Un hombre no puede pasarse la vida empuñando el escudo y la lanza como un caballero medieval decidido a enfrentarse a los dragones. Hace cuanto tiene que hacer para conquistar a una mujer y luego aspira a que le ame tal como es en realidad, no como a un héroe inasequible al desaliento.

—Mantener la ilusión exige un continuo esfuerzo.

—Lo sé, pero yo no le pido que sea eternamente joven y tenga el cuerpo que tenía a los veinte años, y ella no debe pedirme que siga siendo el soñador que conoció y cometa una locura de consecuencias incalculables… —Se volvió al dueño de la casa que acababa de encender un habano y se limitaba a escuchar expectante para inquirir—: ¿Tú qué opinas?

—¿Me lo preguntas en serio? —quiso saber el pelirrojo como si sinceramente le costara trabajo aceptarlo.

—¡Naturalmente!

El otro dio una larga calada a su cigarro y se entretuvo en introducir el humo en la botella que tenía frente a él estudiando con fingido interés lo que ocurría. Resultaba evidente que se estaba concediendo un tiempo para pensar y por último acabó por encogerse de hombros.

—¡No lo tengo muy claro! —admitió—. Si empuñas la lanza y el escudo decidido a enfrentarte a los dragones, puede que pierdas cuanto tienes, excepto a Celeste que siempre estará a tu lado. Si te calzas las zapatillas y te apoltronas en tu sillón puede que conserves cuanto tienes, excepto quizá a Celeste, que intentará encontrar en otra parte al caballero andante con el que se casó. Eres tú el único que puede decidir qué es lo que más le conviene.

—¡Gran consejo, vive Dios!

—¿Y qué esperabas de alguien a quién mandaste a freír puñetas cuando más te necesitaba?

—Yo no te mandé a freír puñetas, Stanley —replicó Victor Gallagher esforzándose por mantener la calma—. Cuando me propusiste hacer Aurora Boreal me pareció una idea magnífica y conseguimos una fantástica película. Cuando me propusiste una segunda parte me pareció que no venía a cuento, pero hice cuanto pude y ganaste mucho dinero a costa de nosotros tres que perdimos parte de nuestro bien ganado prestigio en el intento. Pero insistir por tercera vez era ya pura avaricia por tu parte y no quise convertirme en carroña para los buitres.

—¿Y por eso dejaste de dirigir?

—Por eso y porque lo que me ofrecieron a continuación ya no me motivaba. El cine con el que yo crecí, ya no existe, y tal vez tú fuiste, en su día, el último de los auténticos productores de raza que quedaban. Ahora los grandes estudios han pasado a manos de gigantescas corporaciones que los compran y venden como si de una simple mercancía se tratara. Los intercambian por acciones de empresas de alimentación o fábricas de automóviles, y cada vez que caen en poder de una de esas corporaciones su presidente pone al frente a un pretencioso ejecutivo de su cuadra que por lo general no tiene la más ligera idea de lo que se traen entre manos, porque gracias a Dios hacer cine no es lo mismo que hacer salchichas.

—Eso es muy cierto.

—¡Y tanto que lo es! Lo único que les interesa es que rinda el beneficio que les exigen sus accionistas, y para ello se limitan a acumular sexo, violencia, efectos especiales, estrellas que más que actores parecen robots, un argumento imbécil y mucha publicidad, de tal modo que las ventas anticipadas cubran los costes y proporcionen el margen apetecido. «Invertimos diez y recogemos doce…» A eso se ha quedado reducido el que en mi juventud se llamaba con orgullo Séptimo Arte.

—Los tiempos cambian, los precios se han disparado y ya nadie puede permitirse el lujo de contratar a un David Lean que no admitía presupuesto y podía tardar seis días en rodar un plano que en la pantalla no duraba más que veinte segundos.

—¡Es posible! Pero es como si a Leonardo le hubieran pedido que pintara la Mona Lisa en una sola sesión, de tres a cinco. Toda esa pandilla de cretinos, a los que tú de algún modo te has unido, están asesinando el cine, y yo no quiero ser cómplice de semejante crimen, porque ellos acabarán dirigiendo una fábrica de cemento o un parque temático, pero yo siempre llevaré el virus del cine en la sangre.