COMO BUENA PRIMERIZA, Balalaika se hizo de rogar, por lo que no fue hasta pasada ya la medianoche cuando se decidió a echar al mundo a un robusto potrillo al que se apresuró a lamer concienzudamente desde la punta del hocico hasta casi las pezuñas.
—¡Lo está poniendo guapo…! —comentó una sonriente y feliz Celeste Gallagher—. Pretende que lo admiremos desde el primer momento.
—Se equivoca… —puntualizó el caballerizo negando apenas con la cabeza—. No lo está poniendo guapo; para ella ya es lo suficientemente guapo. Lo que hace es protegerle.
—¿Lamiéndole?
—¡Exactamente! —admitió Bruno Barreto—. Lo está lamiendo de arriba abajo porque su instinto le indica que su saliva es la mejor protección que pueda darle contra los enemigos externos.
—¿Y eso?
—Su olor indica a los depredadores que la cría dispone de un adulto dispuesto a defenderla a toda costa, y al mismo tiempo esa saliva constituye el mejor antiséptico contra las infecciones.
—¿De verdad cree que una yegua sabe que la saliva es antiséptica? —se sorprendió la actriz incapaz de disimular su incredulidad.
—Una yegua, y la mayoría de los animales, que acostumbran a hacer lo mismo con sus crías —replicó el argentino con absoluta seriedad—. Los seres humanos nos hemos olvidado de una costumbre ancestral, pero en cuanto nos quemamos o nos hacemos una herida instintivamente nos la cubrimos de saliva porque algo en el interior nos dicta que esa es la forma más segura de que se cure.
—En mi pueblo había una vieja de la que se decía que su saliva curaba los furúnculos y la sarna… —admitió Celeste Gallagher—. Recuerdo que los niños la mirábamos como si fuera una especie de bruja.
—Cuenta la leyenda que un dios de la antigua Babilonia poseía una saliva milagrosa de la que habían nacido todos los seres que poblaban la tierra, y de igual modo en la mitología nórdica se asegura que la saliva de ciertos dioses curaban todos los males. En los Andes y la Patagonia las llamas y las alpacas se defienden escupiendo conscientes de que su saliva es tan ácida que puede dejarte ciego, e incluso se asegura que en algunos animales de la selva amazónica la saliva es francamente venenosa.
—¡Vaya! —no pudo por menos que exclamar Celeste Gallagher agitando la cabeza al tiempo que se disponía a marcharse—. Cierto es aquello de que «nunca te acostarás sin saber una cosa más».
—Allá en mi tierra ese dicho tiene una coletilla… —señaló con intención el caballerizo—. «Nunca te acostarás sin saber una cosa más, pero mejor es levantarse habiendo aprendido una cosa más».
—¡Muy agudo! —admitió ella sonriente—. ¡Agudo y oportuno! Aunque cuando se llevan tantos años casada con el mismo hombre resulta muy difícil levantarse habiendo aprendido una cosa más… ¡Buenas noches, Bruno! ¡Buenas noches, preciosa!
Se alejó hacia el silencioso caserón, y se encontraba a punto de penetrar en él cuando distinguió a Norman Caine sentado en el muro del estanque con los pies dentro del agua y al parecer absorto en la contemplación de una luna en creciente que se reflejaba sobre la quieta superficie.
Se aproximó, aguardó a que alzara la cabeza para mirarle, y al fin se acomodó a su lado aunque manteniendo las piernas recogidas y los pies en seco.
—¿Es que nunca duermes? —quiso saber.
—Ya tendré tiempo de dormir cuando llegue el momento —fue la casi inaudible respuesta—. Demasiado tiempo.
—Prométeme que cuando llegue ese momento no harás ninguna tontería —le rogó su amiga—. Se puede resistir la pérdida de una persona a la que amas, pero no la de dos. Y tú sabes bien lo mucho que significáis para mí.
—¡Lo sé! —admitió Norman Caine en un tono que no dejaba lugar a dudas—. Y no tienes motivos para preocuparte. Lucia me ha dado dos preciosos hijos a los que he prometido cuidar y lo último que haría en este mundo es faltar a las promesas que le he hecho. Siempre las he cumplido, y siempre las cumpliré.
—Eso me tranquiliza —admitió la actriz tomándole de la mano y acariciándosela con profunda ternura—. Sé cuánto la quieres y que nunca le fallarás pase lo que pase. —Guardó silencio unos instantes, observó cómo la luna abandonaba lentamente el estanque y al fin comentó—: Hace casi veinte años que somos amigos y aún no me has contado cómo la conociste.
—¿Y qué importancia tiene? —señaló su acompañante con una triste sonrisa—. Lo que importa es que la amé desde el momento mismo en que la vi, e incluso en ocasiones creo que la amaba desde mucho antes, puesto que reunía todas las cualidades que imaginariamente había atribuido a la mujer con la que algún día me casaría. —Chasqueó la lengua como si se estuviera burlando de sí mismo—. Lo que nunca imaginé es que algo tan perfecto pudiera llegar a destruirse a sí mismo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que el cáncer nace, aún nadie sabe exactamente por qué razón, dentro del propio cuerpo, por muy perfecto que este sea, se desarrolla sin control ni explicación posible, y unas cuantas estúpidas y enloquecidas células destruyen por completo en pocos meses la maravilla que otros millones de inteligentes y perfectas células tardaron más de treinta años en construir. —Se volvió a mirarle directamente a los ojos al inquirir como si en verdad creyera que Celeste Gallagher podía darle una explicación convincente a tan extraña pregunta—: ¿Por qué la naturaleza, que se supone que es tan sabia, permite que semejante aberración tenga lugar?
—La verdad es que no tengo ni la menor idea… —admitió ella—. Por suerte creo que soy de las pocas personas que, hasta ahora, jamás había tenido un contacto directo con el cáncer. He hablado sobre él, e incluso he participado en infinidad de campañas para recoger fondos con los que combatirlo, pero siempre lo consideré tan lejos de mí como esa muerte segura en la que prefieres no pensar hasta que te toma de la mano.
Norman Caine no respondió, inmerso como estaba en sus pensamientos o sus recuerdos, por lo que permanecieron largo rato muy quietos y en silencio, sentados el uno junto al otro, pero más unidos que nunca; mucho más que cuando rodaban películas en las que con frecuencia tenían que compartir una misma cama o besarse largamente frente a una cámara.
Al cabo de un par de minutos y como si regresara de un viaje en el que se había trasladado a un punto muy lejano, el actor murmuró:
—Fue en Taormina.
—¿Cómo dices?
—Digo que fue en Taormina… —Giró apenas la cabeza para añadir en idéntico tono—: Donde conocí a Lucia… ¿No era eso lo que me habías preguntado?
—Quería saber el cómo. No el dónde.
—Es que en este caso, una cosa va unida a la otra. Nunca hubiera podido existir ese cómo, sin que existiera ese dónde.
—¿Y eso por qué?
—Porque Taormina tiene un encanto especial; una especie de impalpable magia que permite que allí ocurran cosas que no ocurrirían en ningún otro lugar del mundo.
—¡Entiendo!
—¡No! No creo que lo entiendas si no conoces Taormina.
—No la conozco.
—Pues te has perdido algo único. Cuando te sientas al atardecer en la terraza del hotel Timeo, teniendo a tus espaldas las ruinas del teatro griego y frente a ti la majestuosa silueta del Etna coronado por una columna de humo que semeja el penacho del casco de un guerrero, con el cielo entre rojo y violeta y un mar esmeralda y transparente a unos quinientos metros bajo tus pies, esperas que de improviso el Creador descienda a sentarse a tu lado para regodearse con la magnificencia de su obra, o que si no puede venir, te mande uno de sus ángeles a comprobar que todo sigue en orden.
—Jamás te había oído expresarte así —le hizo notar ella—. Este no es el Norman con el que rodé media docena de películas.
—Será porque nunca te había hablado antes de Taormina —admitió su interlocutor, que sonrió apenas como si se estuviera burlando de sí mismo antes de añadir—: Aquel primer día de mi estancia en Sicilia, y que en realidad debería ser el único, puesto que nuestro barco zarpaba al amanecer, el Creador no descendió a sentarse a mi lado, pero tuvo a bien enviar en su representación al más hermoso de sus ángeles.
—¿Lucia?
—Lucia, en efecto. Eramos un grupo de alegres juerguistas, hombres y mujeres que disfrutábamos de un crucero de placer, casi una continua orgía, a bordo del yate de un millonario griego.
—¡Raro en ti…!
—Estábamos cenando, con la noche adueñándose de la isla y las miles de luces de los pueblos cercanos encendiéndose con el fin de convertir las dos bahías en dos collares de refulgentes diamantes. Del cercano anfiteatro al aire libre llegaban, apagadas, las voces de un coro que entonaba Los cuentos de Hoffmann, y de pronto se hizo un silencio, como si el universo en pleno se hubiera detenido, porque acababa de hacer su entrada la criatura más perfecta que nadie hubiera visto jamás.
—Lucia.
—¿Quién si no? Lucia seguida de sus padres, sus hermanos y tres gigantescos guardaespaldas que parecían protegerla como hubieran protegido a la mismísima reina de Inglaterra si una noche decidiera salir a cenar fuera de casa luciendo su cetro y su corona.
—¿Amor a primera vista?
—¿Te extraña?
—Conociéndola tal como la conozco, no me extraña en absoluto.
—Me quedé tan helado como el champán que estaba bebiendo; tan de piedra como la columna que tenía a mis espaldas, y tan blanco como la servilleta que me cubría las rodillas. Me miró y en ese mismo instante los dos supimos que pasaríamos el resto de nuestras vidas juntos.
—¿Cómo podíais saberlo?
—Lo ignoro, pero durante casi dos horas, y a menos de cinco metros de distancia el uno del otro, nos dijimos, con los ojos, cuanto más tarde habríamos de decirnos con palabras.
—Es lo más hermoso que he oído fuera de una pantalla.
—Pero es la verdad.
—Estoy segura de ello.
—Al final de la noche, cuando llegó el momento de marcharse y tuve la absoluta certeza de que si me embarcaba de nuevo en aquel yate rebosante de hermosas mujeres, alcohol y drogas, me sentiría el ser humano más desdichado del planeta, me vino a la memoria una película que me había impresionado de niño, Siete novias para siete hermanos, y sin pensármelo dos veces me aproximé a la mesa arriesgándome a que sus gorilas me arrojaran al abismo, y le pregunté directamente: «Señorita: ¿Quiere usted casarse conmigo?».
—¡Caray! ¿Así sin más?
—No había más que decir.
—¿Y qué ocurrió?
—Sus padres y sus hermanos me miraron estupefactos, mis amigos no sabían qué hacer, y hasta el último de los comensales y camareros se quedaron muy quietos y en silencio como si comprendieran que estaban asistiendo a uno de esos milagros que tan solo pueden darse en Taormina.
—¿Y ella qué dijo?
—Sí.
—¿Así sin más?
—No había más que decir. Era sí o no; vivir felices para siempre, o morir de soledad y tristeza. Ella lo comprendió y a la semana nos casamos en la capilla de la hacienda de su familia, en las afueras de Cammarata. Desde ese mismo momento no nos hemos separado ni un solo día.