CELESTE GALLAGHER SE adentró por el pasillo de las limpias y bien cuidadas cuadras acariciando las cabezas de algunos de los caballos, hasta ir a detenerse ante una de ellas con el fin de asomarse al interior y observar al hombre que en esos momentos se encontraba inclinado de espalda a ella, hablando en voz baja y cepillando pacientemente las crines a una hermosa yegua negra que aparecía tendida en un rincón.
—¡Buenos días, Bruno…! —saludó alegremente—. ¿Cómo se encuentra hoy nuestra princesa?
—¡Buenos días, señora! —le respondió el hombre volviéndose de inmediato y sonriendo feliz al verla—. Aquí está, pasando el peor rato de su vida.
—¡Pobrecita mía!
—Pobrecita, sí, pero hoy mismo nos regalará un precioso potrillo tan veloz como su padre.
La actriz entró en el establo, se inclinó y acarició con dulzura la abultada tripa del animal que la observaba con sus enormes ojos asustados.
—¿Y qué número hace? —quiso saber.
—¿De hijos de Patagón…? El doscientos ocho —replicó el caballerizo de inmediato—. Y siempre de forma natural, nada de esas malditas inseminaciones que ahora se han puesto de moda. Fue el más grande en las pistas y por eso se le premia para que disfrute engendrando campeones.
—Y usted no cabe en el pellejo de orgullo.
—¡Lógico! Lo vi nacer, lo vi crecer, descubrí el campeón que llevaba dentro, lo entrené, le ayudé a ganar más de veinte grandes premios y no me he separado de él ni un solo día en diecisiete años.
—Y por lo que su jefe me ha contado, cuando Patagón se muera usted piensa regresar a su añorada Patagonia sin haber puesto jamás los pies fuera de este rancho —señaló su interlocutora como si le costara aceptar que algo así pudiera ocurrir.
—¡Naturalmente! —replicó Bruno Barreto convencido de que aquella era una cuestión que no admitía la menor duda ni discusión posible—. Todo lo que me interesa de Norteamérica está aquí…
—Y a pesar de haber vivido ocho años en nuestro país, ¿continúa sin sentir curiosidad por lo que ocurre en él?
—¡Ni la más mínima!
—¿Y cómo se explica?
—Porque en mi dormitorio dispongo de un enorme aparato de televisión que me ha enseñado muchas cosas que me quitan las ganas de salir de los límites del Aurora Boreal.
—¿Cómo cuáles?
—Como que ahí fuera la gente se esfuerza demasiado, y a menudo incluso miente, estafa, roba, se prostituye, mata, o se deja matar con tal de conseguir cosas que en realidad no desea.
—¿Y por qué cree que hacen eso?
—Únicamente porque son otros los que las desean.
—A todo el mundo le gusta tener cosas… —le hizo notar su visitante como si ello fuera lo más natural del mundo.
—Probablemente… —admitió el argentino—. Pero en mi país a los ricos les gusta tener cosas que los demás no tienen, mientras que a los americanos lo que en realidad les gusta es tener lo mismo que otros tienen.
—Eso se debe sin duda a la publicidad, pues recuerdo que alguien me dijo en una ocasión que la publicidad es el arte de convertir lo superfluo en necesario.
—En la Patagonia no sabemos muy bien lo que significa «superfluo», pero sí sabemos que el agua, la comida, cuatro paredes que te protejan del frío y la seguridad de que todos aquellos que no sean tus enemigos tienen cuanto precisan, es «lo necesario».
—¿Y con eso les basta?
El interrogado asintió una y otra vez con la cabeza al replicar:
—Con eso basta, pero, no obstante, he comprobado que en este país existen infinidad de «no enemigos», muchos de ellos viejos o enfermos, que carecen de todo viviendo en plena calle, pero no hay nadie que se moleste en acogerlos en sus enormes casas en las que les sobra espacio.
—¿Acaso entre su gente no hay mendigos?
—No. ¡Naturalmente que no!
—¿Y eso cómo se entiende, si por lo que usted mismo me ha contado, se trata de un pueblo especialmente pobre?
—Somos pobres, en efecto —admitió el patagón—. Pero ser pobre no significa ser mendigo. Mendigo es aquel que se ve en la necesidad de pedir, y entre nosotros nadie pide, puesto que antes de permitirle a alguien que se humille haciéndolo, se comparte con él lo que se tiene.
—¿Y si no se tiene suficiente como para compartir?
Bruno Barreto la observó de medio lado, como si le sorprendiera la pregunta.
—Si uno de los nuestros no comparte de inmediato lo que tiene, es que nada tiene. ¿Y a quién se le ocurriría pedirle algo a quién sabe que no tiene nada que compartir?
—Extraño pueblo el suyo, que se comporta de ese modo viviendo como vive en una tierra que tiene fama de dura, inhóspita, fría y violenta —admitió Celeste Gallagher.
—Más extraño se me antoja a mí el suyo —le hizo notar el otro—. Y la Patagonia es dura y fría, pero no inhóspita ni violenta. Allí nadie le hace daño a nadie si no es por absoluta necesidad, mientras que aquí se diría que adoran la violencia. Esos chicos que patinan sobre hielo, o esos otros que juegan con un balón ovalado, no hacen más que golpearse con palos o machacarse salvajemente los unos a los otros.
—¡Se trata de simples deportes! —protestó ella—. Y los golpes forman parte del espectáculo.
—Pero el público paga por verlo… Y el hecho de pagar, gritar y excitarse tanto más cuanta más sangre ven, demuestra qué clase de personas son. Lo que me asombra es que luego armen un escándalo porque un loco ande por ahí asesinando a inocentes con un rifle de mira telescópica.
—No es lo mismo.
—¿Por qué no? —se sorprendió el caballerizo—. ¿Qué otra cosa esperan si desde la cuna los niños no ven más que odio y violencia…?
—En eso puede que tenga razón.
—Sé que la tengo y no me agrada la idea de que mis nietos crezcan en este ambiente. Cierto que vivirían cómodamente, pero si desde la infancia no aprendieran a amar y respetar a los demás, sino que lo que se les enseñara es a ofenderlos, despreciarlos y maltratarlos, a mi modo de ver esa comodidad estaría costando muy cara.
—No me había parado a pensar en ello —reconoció con cierta humildad Celeste Gallagher—. Pero tal vez sea preferible para la educación de un muchacho la austeridad de su tierra por dura que sea, que este absurdo despilfarro en que estamos inmersos en un desquiciado país en el que sobra de todo…
Se interrumpió porque a través de la abierta portezuela había advertido cómo un enorme y sofisticado camión caravana avanzaba muy lentamente por el largo paseo flanqueado de árboles para ir a detenerse al fin ante el porche de la mansión.
Su acompañante, que había seguido la dirección de su mirada, agitó con gesto pesaroso la cabeza para inquirir bajando casi instintivamente la voz:
—¿Cómo se encuentra doña Lucia?
—Sin esperanzas.
—¡No puede imaginar cómo lo lamento! Esa mujer era como una bocanada de aire fresco en pleno verano o un rayo de luz que iluminaba la noche más oscura. Si yo fuera su marido y se me fuera, me pegaría un tiro.
—Eso es lo que tenemos que evitar, querido amigo —replicó evidentemente amargada Celeste Gallagher—. Eso es lo que tenemos que evitar…
Acarició por última vez la cabeza de la postrada yegua y se puso en pie dispuesta a marcharse al tiempo que señalaba:
—¡Cuídela…! Y avíseme cuando esté llegando el potrillo. Seguiremos con esta conversación y le echaré una mano.
—¡Lo haré! —prometió el argentino—. Pero no se preocupe, aunque Balalaika sea primeriza, seguro que tiene más costumbre que usted a la hora de echar potrillos al mundo.
—De eso estoy segura…
Abandonó la cuadra y se encaminó, con su decidido paso de siempre, hacia el vehículo del cual ya se había apeado un hombre que rondaba la cincuentena pero que aún resultaba extraordinariamente atractivo, y al que en esos momentos abrazaban con grandes palmadas, tanto Victor Gallagher como el pelirrojo dueño de la casa.
Se aproximó a ellos y besó al recién llegado como si en verdad se tratara de un hermano por el que resultaba evidente que, al igual que los dos hombres, experimentaba un profundo aprecio.
—¡Hola, cariño…! ¡Qué alegría verte! —dijo apretándole con fuerza la mano—. ¿Cómo está Lucia?
Norman Caine hizo un leve gesto hacia el interior del gigantesco vehículo que se encontraba a sus espaldas.
—Ahora duerme… —Se volvió a Stanley Hoper para señalar—: Si no te importa, nos quedaremos a vivir en la caravana, porque lo tenemos todo más a mano, Lucia se encuentra muy a gusto en ella y además no tengo que estar haciendo y deshaciendo maletas.
—¡No faltaba más! —se apresuró a señalar el dueño del rancho—. Lo que te resulte más cómodo. ¿Necesitas algo?
—Que extiendan un cable eléctrico hasta aquellos árboles —replicó señalando un diminuto bosque que se alzaba a unos cien metros de distancia—. Aparcaré bajo ellos, y a Lucia le alegrará despertarse con el trino de los pájaros.
—En media hora estará listo, y en cuanto te instales mandaré a alguien a que haga una limpieza a fondo…
—Eso no será necesario —replicó el actor con una leve pero encantadora sonrisa—. Estoy hecho un auténtico «amito de mi casa» y lo tengo todo como los chorros del oro.
—¡Quién te ha visto y quién te ve…! —comentó Panocha Hoper evidentemente desconcertado—. ¿Un whisky?
—Hace ya casi un año que ni fumo, ni bebo… —fue la sencilla respuesta carente de presunción—. Pero te aceptaré un té frío.
Fueron a tomar asiento en torno a la mesa del porche, y mientras el dueño de la casa servía el té que le habían pedido, Celeste Gallagher, que no había soltado ni por un momento la mano de Norman como si de ese modo se sintiera más fuerte inquirió con un cierto tono de reconvención:
—Aún no me has respondido… ¿Cómo se encuentra Lucia?
El recién llegado dirigió una furtiva mirada hacia la caravana tal vez para cerciorarse de que no podían oírle desde dentro, pero aun así bajó el tono de una voz que se le quebró levemente al replicar:
—Se muere, ¿para qué voy a engañarte? Se me escapa de entre las manos y no puedo hacer nada por evitarlo.
—¡Dios misericordioso! —no pudo por menos que lamentarse la actriz—. ¡Una criatura tan joven y tan maravillosa!
—La más maravillosa del mundo, en efecto —admitió Norman Caine—. De las que tan solo nacen una entre un millón, pero quizá por eso mismo el Señor se ha empecinado tanto en arrebatármela y con ello conseguirá que le odie y le maldiga hasta el punto de condenarme eternamente.
—¡No blasfemes! —protestó su amiga—. Piensa en los años de felicidad que te ha proporcionado, y da gracias por ellos.
—Precisamente el hecho de recordar esos años de felicidad y saber que nunca volverán es lo que me obliga a blasfemar… —El maduro actor la miró de frente al inquirir—: ¿Quién puede regresar al infierno de la soledad después de haber vivido tanto tiempo en su compañía?
—Te quedan los niños.
—No es lo mismo, y para lo único que servirán es para recordármela a todas horas. Sobre todo Kyra, que habla, se mueve y se ríe como si en lugar de ser su hija natural la hubieran clonado.
—¿Dónde están ahora?
—En Italia con sus tíos y sus abuelos. Lucia ha preferido que no vean cómo se deteriora, y la verdad es que yo también prefiero que la recuerden como en realidad era.
—¿Y si cambiáramos de tema? —intervino por primera vez Victor Gallagher—. Todos adoramos a Lucia y continuar hablando de ella no nos proporcionará más que dolor y amargura.
—Secundo la moción… —se apresuró a señalar el pelirrojo propietario del Aurora Boreal al tiempo que entregaba el vaso de té frío al recién llegado para espetarle de improviso—: Y tú lo que tienes que hacer es cambiar un poco el chip y distraerte.
—¿Distraerme? —pareció escandalizarse el otro—. ¿Cómo?
—¡Cómo sea! Aunque a decir verdad lo único que se me ocurre es que intentes volver a trabajar cuanto antes.
—¿Haciendo qué? —inquirió Norman Caine con una palpable agresividad en el tono de voz—. ¿Rodando películas tan estúpidas como ese guión que me has enviado y que casi no he podido terminar?
—¡Hombre, yo…!
—¿Crees que interpretar a un descerebrado que comanda la intrépida nave espacial Aurora Boreal en el momento en que se adentra una vez más, y ya van seis, en la misteriosa Galaxia F 113 en busca de gorilas que hablan, me hará olvidar ni por un minuto que la mujer a la que llevo catorce años adorando, la madre de mis hijos, se muere?
—No, supongo que no.
—En ese caso no me hables de volver a trabajar.
—¿En realidad el guión te parece tan estúpido?
—¡Hasta la náusea! —replicó el otro de inmediato y sin la más mínima conmiseración hacia quien se había gastado doscientos mil dólares en que se lo escribieran.
—¡Vaya por Dios! —masculló el desgarbado Panocha Hoper lanzando un bufido—. Al menos veo que no has perdido tu famosa sinceridad.
—¿Por qué habría de perderla?
—Por consideración hacia un viejo amigo.
—Como amigo sigues teniendo todo mi afecto y mi consideración, pero como productor ya no mereces el más mínimo respeto —le espetó el otro en el mismo tono brutal y descarnado—. ¿Por qué continúas empeñado en producir ese tipo de mierda?
—Porque me proporciona mucho dinero. Y porque una película de naves espaciales y gorilas que hablan no obliga a pensar.
—¿Y te gusta hacer un tipo de cine en el que los espectadores no se ven obligados a pensar?
—Me gusta hacer un cine que no me obligue a pensar a mí… —señaló el productor de la famosa serie de aventuras galácticas Aurora Boreal como si esa fuera razón más que suficiente.
—¡Me sorprende que no quieras pensar! —comentó Celeste Gallagher decidiéndose a intervenir en la discusión—. Siempre te he considerado una de las personas más inteligentes, cultas y preparadas que he conocido.
—¡Querida mía…! —argumentó el otro en un tono levemente burlón—. Cuando nos gobierna un cretino que se esfuerza por caminar arqueando las piernas y balanceándose como John Wayne aunque no le llegaría al duque ni a la cintura, y cuando cada vez que abres un periódico te enfrentas a criminales en serie que matan sin razón aparente, a políticos que buscan llevar a su pueblo a la guerra a toda costa y contra toda lógica, o a gigantescas estafas de empresarios que hasta dos días antes aparecían en las portadas de las revistas como modelos de eficacia y virtud, lo más inteligente que se puede hacer es no pensar.
—Pues está claro que esa es la manera de llegar a presidente y la mejor prueba la tenemos en el nuestro —admitió Victor Gallagher—. Pero no creo que adoptar la política de esconder la cabeza como los avestruces sea forma de resolver los problemas de una nación.
—Nunca me ha interesado resolver los problemas de ninguna nación… —admitió Stanley Hoper—. Y los avestruces no esconden la cabeza porque sean tan estúpidos como para imaginar que de ese modo no los van a ver, sino porque al hacerlo se camuflan adoptando la forma de un arbusto, con lo que a menudo consiguen despistar a sus depredadores.
—Eso ya lo sabía.
—Pues en ese caso tal vez también sepas que cuando las cosas están como están ahora, con los republicanos convertidos en dueños absolutos del poder y sin la menor esperanza de cambio en el horizonte político, pensar demasiado se convierte en una forma segura de buscarse problemas.
—En estos momentos es cuando la gente decente debe buscarse problemas —señaló un convencido Norman Caine—. Es cuando tiene mérito enfrentarte a un enemigo verdaderamente poderoso.
—Pero es que yo nunca me he considerado un tipo decente —replicó el otro guiñando con evidente picardía un ojo—. Cierto que ni robo, ni mato, ni engaño a nadie si puedo evitarlo, pero en lo que se refiere a la política, critico a los políticos pero tengo la fea y buena costumbre de arrimarme siempre al sol que más calienta.
—¿Y ahora el sol que más calienta es el republicano?
—A las pruebas me remito.
—Y ellos prefieren un cine no comprometido.
—¡Desde luego! En los tiempos que corren, y tras el atentado de las Torres Gemelas, el terrorismo se ha convertido en algo muy parecido a lo que significó el comunismo en los años cincuenta.
—¿Qué pretendes insinuar?
—No es que pretenda «insinuar»… —puntualizó Stanley Hoper seguro de lo que decía—. Es que afirmo que muy pronto surgirá un nuevo MacCarthy que nos censurará cada plano que rodemos y nos pondrá en la picota acusándonos de «simpatizar con un enemigo impalpable e invisible».
—Creo que exageras… —musitó sin demasiado convencimiento el ex director de cine—. Aquellos tiempos quedaron definitivamente atrás.
—¡No tan atrás! Mi propio padre sufrió aquella maldita «caza de brujas» y yo aún lo recuerdo como si fuera ayer porque tuvimos que abandonarlo todo para emigrar a Inglaterra donde al principio mi padre se tenía que dedicar a limpiar y reparar cámaras para poder comer. No estoy dispuesto a que la historia se repita y me arrebaten lo que tanto me ha costado ganar.
—¿Por ejemplo este rancho?
—Por ejemplo.
—Pues lo que yo necesitaría sería meterme en auténticos problemas que me obligaran a olvidarme del gigantesco problema que se me vendrá encima el día que Lucia me falte —señaló como sin darle importancia a lo que decía Norman Caine.
El tono resultaba, no obstante, ciertamente intrigante, lo que obligó a inquirir a Celeste Gallagher:
—¿Te estás refiriendo a algún tipo de problema en particular o simplemente lo dices por decir?
—Me estoy refiriendo a involucrarme en algo que considerase que puede enmendar un entuerto…
—¿Cómo por ejemplo?
El actor hizo una pequeña pausa, se diría que dudaba y estaba a punto de dejar correr el tema, pero al fin concluyó:
—Como por ejemplo, enfrentarse a los molinos de viento.
—¿A los mismos que se enfrentó Don Quijote?
—¡No! —protestó el otro—. A los mismos que se enfrentó Don Quijote no, puesto que aquel pobre caballero andante estaba tan loco que imaginaba que se estaba enfrentando a hechiceros y gigantes.
—¿Y tú a quién te enfrentarías?
—A los auténticos y genuinos molinos de viento.
—¿Acaso te refieres a esos que ahora proliferan por esos campos de Dios como las setas en otoño? —quiso saber Victor Gallagher, y al advertir que el interrogado aventuraba un casi imperceptible gesto de asentimiento, insistió—: ¿Y eso por qué?
—Porque a mi modo de ver constituyen un fraude de proporciones inimaginables, y lo que de verdad nos encantaría, tanto a Lucia como a mí, sería sacar a la luz tan sucio engaño y tan gigantesca estafa.
—¿Se puede saber de qué demonios estás hablando? —inquirió un desconcertado Stanley Panocha Hoper que al parecer no se estaba enterando de nada.
El actor tardó en responder y por unos segundos pareció de nuevo a punto de dejar correr el tema cambiando de conversación, pero al fin extrajo del bolsillo superior de su camisa un pequeño intercomunicador, escuchó hasta cerciorarse de que tan solo se percibía el sonido de una respiración ronca pero acompasada, y por fin, replicó:
—Estoy hablando de que hace meses que Lucia y yo vagabundeamos por California, Nevada, Nuevo México, Kansas, Oregón y ahora Montana, y en ese tiempo nos hemos tropezado con docenas de parques eólicos en los que demasiado a menudo hemos descubierto cadáveres de lechuzas, buitres, aves migratorias e incluso hermosas águilas en peligro de extinción destrozadas por sus enormes aspas.
—La verdad es que se habla mucho del daño que están causando a algunas especies, sobre todo a las grandes bandadas de aves migratorias que bajan del norte —admitió Victor Gallagher—. Incluso creo que se está organizando una campaña al respecto, pero no veo dónde está ese fraude de que hablas.
—Es que el de las aves es, en efecto, un tema importante, pero en absoluto el verdaderamente importante —le hizo notar el otro—. La masacre de aves es parte del problema, pero no la esencia del problema.
—¿A qué diablos te refieres entonces?
—A que una tranquila noche de calma chicha acampamos cerca de uno de esos parques, pero sobre las tres de la mañana se levantó inesperadamente el viento, los molinos empezaron a girar como locos, y con el estruendo que hacían no nos dejaban dormir. Nos dispusimos a irnos, pero pronto llegué a la conclusión de que intentar salir de allí en la oscuridad con un vehículo tan largo e inestable como el nuestro resultaba sumamente peligroso, por lo que pasamos el resto de la noche en vela. —El actor hizo una corta pausa para añadir dándole más énfasis a sus palabras—: Y durante aquella larga y ruidosa vigilia no pudimos por menos que preguntarnos cuál era la auténtica razón de tan horrendo bosque de cemento y metal.
—Curiosamente también yo me hice esta mañana esa misma pregunta —comentó con una leve sonrisa Celeste Gallagher—. Pero creo que la respuesta es clara: su razón de ser no es otra que aprovechar la energía limpia, renovable y ecológica que proporciona el viento.
—Eso es algo que todo el mundo sabe… —corroboró con total convencimiento el pelirrojo dueño de la casa.
—¡Sí! —admitió Norman Caine—. Todo el mundo lo sabe, a mí me lo enseñaron en la universidad, y los medios de comunicación se empeñan en recalcarlo a todas horas… —Se interrumpió con el fin de observarlos uno por uno antes de inquirir—: ¿Pero se trata de algo ciertamente beneficioso para la sociedad, o se trata más bien de una falaz mentira que hemos acabado por aceptar sin detenernos a meditar sobre ella?
—¿Adónde quieres ir a parar?
—A que tras la dantesca experiencia de aquella larga noche de insomnio, Lucia y yo hemos pasado muchas horas observando a esos gigantes de enormes brazos giratorios, y hemos llegado a varias conclusiones a mi modo de ver bastante lógicas.
Victor Gallagher dejó su vaso sobre la mesa para inquirir a todas luces interesado en el tema:
—¿Y son?
Su interlocutor alzó el dedo pulgar colocándoselo ante los ojos al tiempo que replicaba seguro de lo que decía:
—¡Primera! Que resultan muy costosos, no solo por su increíble altura, ochenta e incluso cien metros, el tamaño de sus aspas que pueden alcanzar los treinta de diámetro, y lo complicado que resulta instalarlos, sino sobre todo por el hecho de que cada uno de ellos lleva en lo alto una turbina o generador encargado de transformar la energía motriz en energía eléctrica.
—¡Lógico! —le hizo quien le había hecho la pregunta—. Tienen que ser tan altos para captar mejor el viento, y tienen que disponer de un generador de electricidad o no servirían de nada.
—Sí… Eso es evidente, pero esas turbinas suelen ser muy delicadas, se averían demasiado a menudo, y cada vez que se averían es necesario esperar a que amanezca un día de absoluta calma para repararlas.
—¿Por qué?
—Porque de lo contrario ese viento arrastraría a los operarios que estuvieran arriba como si fueran plumas, lanzándolos al vacío desde esos ochenta o cien metros de altura.
El marido de Celeste Gallagher hizo un leve ademán de asentimiento con la cabeza como si en verdad acabara de percatarse de algo que no admitía la más mínima discusión.
—En eso no había pensado, ya ves tú… —admitió.
—Pues te aconsejo que cuando pases cerca de uno de esos parques eólicos te detengas a comprobar que la mayor parte de las veces casi la tercera parte de sus molinos permanecen inactivos.
—¿Y es esa inactividad y esa fragilidad lo que contribuye a aumentar sus costes de mantenimiento?
—¡Exactamente!
—Eso hasta yo lo entiendo —se inmiscuyó Stanley Hoper—. Cuanto más delicada es una cosa, más cuesta mantenerla en funcionamiento. ¡Continúa!
Hizo una segunda conclusión.
—Que el viento es tremendamente caprichoso, y por lo tanto sopla cuando le da la gana —replicó el apuesto actor como si se estuviera refiriendo a algo absolutamente indiscutible y de hecho lo era—. Eso significa que las turbinas producen energía eléctrica cuando le da la gana a ese viento.
—¿Y qué otra cosa podrían hacer? —quiso saber la única mujer del grupo—. Si no hay viento, no hay energía motriz, y si no hay energía motriz, apaga y vámonos.
El otro se volvió a mirarla como si en verdad la hubiera cazado en una trampa que había preparado con sumo cuidado para inquirir remarcando mucho las palabras:
—¿Luego aceptas que cuando no hay viento toda esa instalación constituye un gasto inútil?
—Por supuesto que lo acepto —admitió—. Pero está claro que se instalan siempre en zonas en las que suele haber mucho viento.
—¿A qué horas?
—¿Cómo que «a qué horas»? —fue la pregunta con que su oponente respondió a la pregunta—. ¿Qué intentas decir con eso?
Norman Caine se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre la mesa y la barbilla sobre los dedos que había entrelazado, y tras observar uno por uno a quienes le observaban a su vez, insistió con cierta machaconería:
—¿A qué horas sopla ese viento?
—Supongo que cuando le apetece soplar… —masculló con cierta impaciencia el pelirrojo—. ¡Qué bobada!
—¡Exactamente! —le espetó el otro—. ¡Tú lo has dicho! El viento sopla cuando le apetece soplar.
—¿Y qué?
—Que por lo que he podido comprobar, le gusta hacerlo principalmente de noche. Y su fuerza arrecia más que nunca al amanecer.
—¡De acuerdo! —admitió Victor Gallagher fingiendo armarse de paciencia—. Te concedemos que el viento sea puñeteramente caprichoso y prefiera soplar sobre todo de noche o al amanecer… ¿Y eso qué tiene que ver con lo que estamos tratando?
—Que a esa hora a nadie le interesa la energía que están produciendo esos malditos molinos, puesto que en esos momentos a las centrales eléctricas tradicionales les está sobrando tanta energía que se ven obligados a tirarla porque no existe quien la consuma.
Ahora sí que la explicación pareció calar en las mentes de quienes le escuchaban, que por primera vez en el transcurso de la extraña conversación comenzaron a intuir cuál era el verdadero objetivo de tan farragosa argumentación.
Tanto la actriz como su marido y el dueño del Aurora Boreal movieron uno tras otro afirmativamente la cabeza como si una pequeña luz se hubiera encendido en sus cerebros.
—¿Estás pretendiendo insinuar que…?
—… que el gobierno, es decir, nosotros, los contribuyentes, estamos subvencionando, como si fueran de oro, y con la disculpa de que se trata de una energía «limpia, alternativa y ecológica», unos kilovatios que no sirven para nada, visto que se da la curiosa circunstancia de que en su mayor parte los estamos pagando en unos momentos en los que lo que le sobra a la red eléctrica, son kilovatios.
—¡Anda la leche! —rugió el pelirrojo—. ¡Nunca se me hubiera ocurrido verlo de ese modo!
—¡Pues así es! —insistió su amigo—. Nos están vendiendo un burro que no camina como si fuera tu famoso Patagón, ganador de no sé cuántos derbys nacionales e internacionales…
—¡No me jodas!
—Nada más lejos de mi ánimo, querido calvo. Nunca fuiste mi tipo. No trato de joderte; únicamente intento explicarte cómo están las cosas… —Le interrumpió un leve zumbido, se llevó la mano al bolsillo en el que guardaba un intercomunicador, y se puso en pie como impulsado por un resorte con el fin de encaminarse hacia la caravana—. ¡Lo siento! —dijo—. Pero Lucia se acaba de despertar.
Penetró en el vehículo y a los pocos instantes este se puso en marcha para ir a aparcar entre los frondosos árboles que se alzaban al otro lado del estanque y en dirección opuesta adonde se encontraban los establos.
Durante un par de minutos sus tres acompañantes no supieron cómo reaccionar ante tan intempestiva marcha, al extremo que se diría que no se sentían capaces ni de mirarse entre sí.
Al fin fue Victor Gallagher quien musitó apenas:
—La última vez que rodamos juntos bebía como un cosaco, se ponía hasta las cejas de coca, perdía fortunas en Las Vegas, se acostaba con cuatro starlets y siempre tenía otras veinte en lista de espera… ¿Cómo es posible que una sola mujer haya podido hacerle cambiar de ese modo?
—Llamándose Lucia Acquaviva, siendo como es, y comportándose como siempre se ha comportado —respondió su esposa segura de lo que decía—. Yo soy muy mujer, jamás se me pasó por la mente un mal pensamiento que no estuviera relacionado con un hombre, pero os juro que cuando me encontraba cerca de ella me asaltaba un extraño desasosiego, como si de pronto me sintiera incapaz de controlar mis impulsos.
—¡Vaya por Dios! ¡Qué callado te lo tenías!
—Tanto como tú, pese a que tartamudeabas y te temblaban las manos en su presencia, con la diferencia de que hubieras dado cualquier cosa por acostarte con ella, mientras que lo único que no me hubiera apetecido era acostarme con ella… Era más bien como la emoción que se siente al escuchar el Ave María de Schubert, o al contemplar una obra de arte inimitable.
—Yo te entiendo porque me ocurría algo semejante… —intervino Stanley Hoper—. Pero no puedes pretender que un cernícalo tan insensible como tu marido comparta esa emoción pese a que es quien más razones tiene, puesto que hace años que vive contigo.
—Eso te ha quedado muy bonito y se agradece.