LA ESPESA NIEBLA se fue abriendo hasta permitir distinguir en primer lugar las cercanas aspas que se movían muy lentamente, y más tarde la totalidad del más de centenar de molinos de viento que giraban y giraban provocando un gran estruendo.

Cuando al fin la niebla se disipó como si se deshilachara en jirones dejando a la vista la totalidad del extraño e inquietante paisaje, muy a lo lejos, llegando por la carretera que corría por el centro del gigantesco parque eólico, hizo su aparición un blanco y lujoso Rolls-Royce descapotable que avanzaba sin prisas.

Lo conducía un hombre que se aproximaba a la cincuentena, de alborotada cabellera gris y aspecto de artista o intelectual, mientras a su lado se sentaba una hermosa mujer unos diez años más joven, que lucía un vaporoso vestido blanco y permitía que el viento le agitase la negra melena, que parecía extasiarse con una música muy suave al tiempo que observaba cuanto le rodeaba con un aire ligeramente desconcertado.

Resonó una corta explosión, el vehículo dio un ligero bandazo inclinándose a punto de salirse de la carretera y el conductor lanzó un sonoro reniego aunque de inmediato maniobró con habilidad hasta conseguir detener el descapotable junto a la cuneta con el fin de apearse y observar cómo había reventado el neumático delantero izquierdo.

Mascullando entre dientes que un trasto que había costado casi trescientos mil dólares debería estar a salvo de tan miserables problemas, se encaminó a la parte trasera, abrió el portaequipajes y extrajo la rueda de repuesto así como las herramientas necesarias para efectuar el cambio.

La mujer tardó cierto tiempo en apearse a su vez, se sirvió un refresco de una pequeña nevera que se encontraba en la parte trasera, y como su acompañante le indicara con un gesto de la mano que no necesitaba su ayuda, dio un corto paseo para ir a tomar asiento sobre una roca cercana, bebiendo sin prisas mientras observaba con renovada atención cómo giraban cansinamente las gigantescas máquinas.

Su vista recayó en el destrozado cadáver de un águila que descansaba al pie del molino más próximo, advirtió que las aspas de este aún aparecían manchadas de sangre, y al poco se volvió para inquirir dirigiéndose a su acompañante:

—¿Para qué sirve todo esto?

Desde donde se encontraba, afanado en desmontar la rueda, el interrogado se señaló con el dedo índice la oreja indicando que no la había oído bien, por lo que ella insistió gritando:

—¿Para qué sirve todo esto?

El hombre abrió las manos, ahora sucias de grasa, al tiempo que se encogía de hombros como para dejar bien patente que no tenía ni la más mínima idea.

El Aurora Boreal, un inmenso rancho rodeado de bosques, con nevadas montañas que se dibujaban a lo lejos, verdes pastos, un apacible riachuelo que lo cruzaba serpenteando perezosamente a través de un cuidado campo de golf de nueve hoyos, aeropuerto privado, cientos de vacas y docenas de hermosos caballos que pululaban en torno a una gigantesca y lujosa mansión, constituía ciertamente un lugar de ensueño.

Balanceándose en su bien amada mecedora del porche, su propietario, el alto, desgarbado, casi esquelético y en cierto modo estrafalario pelirrojo Stanley Panocha Hoper disfrutaba de la serena belleza y la impagable paz del paradisíaco lugar, lanzando al aire volutas de humo de su grueso habano, al tiempo que observaba cómo un blanco Rolls-Royce se aproximaba sin prisas avanzando por el largo camino flanqueado de copudos árboles.

Aguardó a que el vehículo girase en torno al ancho estanque que se extendía frente al edificio principal y por el que se deslizaban perezosamente dos docenas de cisnes, y tan solo entonces se decidió a abandonar su cómodo aunque inestable asiento con el fin de acudir a recibir a los viajeros, tendiéndole los brazos al matrimonio compuesto por Celeste y Victor Gallagher que se disponían a descender del vehículo.

—¡Bienvenidos…! —exclamó con innegable afecto y satisfacción—. ¡Cada día que pasa estás más guapa, querida! Y a ti cada día que pasa te tengo más envidia, cerdo inmundo.

Quien había sido insultado de forma a la vez tan rotunda, pero evidentemente cariñosa, se limitó a hacer un amplio gesto señalando cuanto les rodeaba al tiempo que exclamaba:

—¡Te quejarás por la vida que llevas…! Cada día este maldito rancho es más grande y está más bonito.

Stanley Hoper rió feliz y orgulloso al tiempo que estampaba dos sonoros besos a la mujer e inquiría con marcada intención haciendo un claro gesto hacia su acompañante:

—¿Quieres cambiar? Tú te quedas con el Aurora Boreal y yo me vuelvo a Los Ángeles con Celeste.

—El día que decida aceptar tan deshonesta proposición te vas a llevar el susto de tu vida… —fue la divertida respuesta—. Pero de momento lo dejaremos como está.

Accedieron al amplio porche, y mientras la pareja tomaba asiento en anchos butacones de mimbre, el dueño de la casa se afanó en preparar las bebidas que se encontraban en un pequeño bar al que se accedía a través de uno de los grandes ventanales de la vivienda, y resultaba evidente que conocía a la perfección los gustos de sus invitados.

Dos criados se ocuparon de entrar las maletas con el fin de subirlas al mayor de los dormitorios del piso superior, y al concluir la tarea uno de ellos condujo el lujoso vehículo hasta uno de los varios garajes que se encontraban en la parte posterior del enorme edificio.

—El mío con mucha agua, por favor… —suplicó Celeste Gallagher al advertir cómo su anfitrión comenzaba a llenar con excesiva generosidad los vasos—. Sabes muy bien que si empiezo a beber a estas horas acabo hecha unos zorros y luego no veo las bolas…

—Por eso lo hago. Hace tiempo que llegué a la conclusión de que como no consiga emborracharte jamás te ganaré una partida.

—Tú no me ganarías ni muerta —fue la burlona respuesta, pero de inmediato Celeste Gallagher cambió el tono de voz al preguntar—: ¿Tienes idea de a qué hora llegará Norman?

—Telefoneó esta mañana. Estaba a poco más de cien millas hacia el norte, por lo que a pesar de que suele ir a paso de tortuga supongo que lo tendremos aquí de un momento a otro.

—¿Cómo se encuentra Lucia?

—¿Y cómo quieres que lo sepa…? —fue la amarga respuesta de Panocha Hoper—. Lo único que sé es que se ha empeñado en ver la mayor cantidad de mundo posible en el menor tiempo posible, por lo que el pobre Norman no hace más que llevarla de aquí para allá casi como un sonámbulo. —Dejó escapar un sonoro resoplido con el que al parecer pretendía mostrar su estado de ánimo—. Me cuentan que ha adelgazado más de quince libras.

—Es él quien en realidad me preocupa —admitió la recién llegada—. La última vez que lo vi parecía un zombi.

—La verdad es que la vida es un asco… —intervino Victor Gallagher al tiempo que tomaba el vaso que le tendían y del que bebió con ansia—. No sé para qué diablos nos esforzamos tanto por conseguir tantas cosas inútiles si cuando menos te lo esperas te lo arrebatan todo de un plumazo.

—Cuando nos enfrentamos a situaciones como esta siempre acabamos diciendo lo mismo, pero la verdad es que nunca cambiamos —señaló su esposa, que de inmediato añadió—: ¿Y qué va a hacer ahora Norman si únicamente vive por y para Lucia?

—Supongo que suicidarse, a no ser que entre todos consigamos que se distraiga matándose a trabajar —señaló Stanley Hoper acomodándose en su vieja y sobada mecedora y volviendo a encender el habano que había quedado sobre el cenicero.

—Hace más de dos años que tan solo se dedica a cuidarla y en todo ese tiempo se ha negado a rodar una sola escena.

—Pero pronto o tarde, y me temo que sea más bien pronto, Lucia se irá y él tendrá que cambiar de actitud.

—¿Y dónde va a encontrar papeles a su medida? —inquirió Celeste Gallagher—. Que yo sepa la industria no está dando oportunidades a galanes de su edad, su clase y su estilo. Ahora están de moda los matones y culturistas más bien feos pero que sepan dar cabezazos y patadas en los huevos.

—He hablado con todos los productores que conozco rogándoles que le reserven cualquier papel que aparezca y que se ajuste a sus características —señaló el pelirrojo al tiempo que se humedecía la pecosa frente con el vaso que tenía en la mano—. En la profesión todo el mundo le aprecia y la mayoría tiene muy claro que, cuando Lucia le falte, la única posibilidad que existe de que Norman no se pegue un tiro o se convierta en un alcohólico pasa por el hecho de que no le quede ni un minuto para pensar…

—A mi modo de ver esa es, probablemente, la mejor solución y a nadie le pesará darle trabajo —replicó en tono convencido Victor Gallagher—. Siempre le he considerado un profesional muy serio y muy seguro con el que no se corre nunca el menor riesgo. Me encantaba rodar con él.

—Y a él le encantaba rodar contigo… —le hizo notar su mujer con marcada intención—. Siempre me lo decía, y si fueras tan amigo suyo como dices, le propondrías …

Su esposo la interrumpió de inmediato alzando su vaso como si con ello pretendiera frenar sus ímpetus:

—¡Para el carro, que te conozco…! —suplicó—. Te agarras a un clavo ardiendo y serías muy capaz de poner a tu madre en peligro, si es que aún viviera, con tal de conseguir tus propósitos, pero ya te he dicho mil veces que esa es una decisión irrevocable.

La mujer del vaporoso vestido blanco se volvió al hombre que se mecía en la hamaca fumando plácidamente su habano, e indicando con un gesto a quien se sentaba entre ambos apoyando el respaldo de su butaca en la pared, inquirió en tono suplicante:

—¿Por qué no me ayudas a convencerle?

—Porque hace años que aprendí a no entrometerme en los asuntos de las parejas, a no ser que sea para que rompan definitivamente —replicó sonriente Panocha Hoper, pero a continuación abrió mucho los ojos como un pequeño diablo juguetón al añadir—: Aunque si abrigara el convencimiento de que ponerme de tu parte en este tema conduciría a que dejaras de una vez a este piojoso y decidieras liarte conmigo, lo haría encantado.

—¡Anda y que os zurzan! —replicó ella fingiendo sentirse molesta—. ¡A los dos! Uno no piensa más que en amasar dinero jugando a la bolsa y sin producir nada más que dividendos, y el otro no piensa más que en buscar la forma de llevarme a la cama.

—Si así fuera admitirás que mis intenciones son mucho más nobles, románticas y altruistas que las de tu avaricioso marido —puntualizó el dueño del rancho al que evidentemente la situación le divertía—. Yo al menos tengo miras más altas.

—¡Sí! Muy altas —masculló Celeste Gallagher—. A la altura de mi entrepierna, o todo lo más, de mis tetas. ¡Me tenéis harta! ¿Dónde está Bruno?

—Supongo que en las cuadras —fue la respuesta—. Tu yegua predilecta está a punto de parir.

—¿Balalaika? —exclamó ella poniéndose en pie de un salto—. ¡Maldito seas! ¿Por qué has permitido que la preñaran?

—Porque estaba cachonda… —replicó el dueño del rancho evidentemente divertido—. Y porque Patagón es un auténtico semental que donde pone el ojo pone la bala. Yegua que monta, yegua que preña.

—¡Cretino machista! —le espetó su huésped ahora realmente molesta—. ¡Mi pobre Balalaika…!

Descendió a toda prisa, casi a punto de irse de bruces, los cuatro peldaños del porche para encaminarse a paso de marcha hacia los establos que se alzaban al otro lado del ancho prado que flanqueaba por el norte la gran mansión, seguida por la mirada de los dos hombres.

Estaba a punto de desaparecer entre la larga fila de establos, en el momento en que Stanley Hoper hizo un gesto con la barbilla señalando las montañas que se distinguían en el horizonte para comentar sin mirar a Victor:

—¿Realmente no te interesa el cambio? —inquirió con una burlona sonrisa—. Te ofrezco un paisaje portentoso, una hermosa casa con cancha de tenis, piscina y campo de golf, terreno hasta donde alcanza la vista, tres mil vacas, casi mil cerdos y más de cien caballos… ¿Qué más quieres por una mujer…? Creo que en África su precio no supera los dos camellos o tres cabras. Y además son mujeres a las que no se les permite que se pasen el tiempo dándote la tabarra sobre cómo tienes que encarrilar tu vida.

—Eso último sería lo único que podría conseguir que cambiara de opinión —admitió su oponente—. Me tiene hasta el gorro con tanta insistencia.

—En cierto modo es lógico.

—Puede que sea lógico pero es que últimamente no pasa un maldito día sin que me rompa los cojones con la misma cantinela.

—Deberías entenderlo —le hizo notar el otro—. Para Celeste, como para mí, como para ti hace años, el cine es lo único que cuenta. Ver cómo tu talento se desperdicia cuando hay tanto imbécil rodando películas que no son más que auténtica basura, le desespera.

—¿Y qué quiere que haga? —masculló su ahora malhumorado huésped—. ¿Qué me dedique a dirigir esa misma basura?

—Incluso los mejores lo hacen.

—¡Peor para ellos! Yo no estoy dispuesto a perder mi tiempo en algo de lo que sé que más tarde me arrepentiría.

—Puede que tengas razón y sea una pérdida de tiempo, pero recuerda que Celeste era una estrella camino de la cumbre que se casó, perdidamente enamorada eso sí, con un joven e inquieto director al que admiraba sobre todas las cosas, no con un maduro especulador que se ha hecho rico moviendo dinero de un lado a otro y pasando de todo.

—¡Oye, tú! —protestó Victor Gallagher haciendo ver que se sentía ofendido—. ¡Un respeto! ¡Lo de especulador, lo acepto, pero de maduro nada porque me encuentro en plena forma y aún me siento dispuesto a concederte un set de ventaja…!

—Mañana lo veremos.

—Y además sabes muy bien que yo no paso de todo.

—¿Ah, no? ¡Eso sí que es noticia porque, o mucho me equivoco, o hace más de tres años que no le das un palo al agua a no ser que esté mezclada con whisky!

—Estoy a punto de terminar mi libro sobre David Lean y estoy convencido de que será un éxito.

—¿Y a quién demonios le interesa a estas alturas un nuevo libro sobre alguien de quien ya se han escrito más de treinta? —quiso saber su interlocutor en tono abiertamente despectivo.

—A todos cuantos admiran su obra.

—No estoy de acuerdo —le contradijo con absoluta seriedad el propietario del fabuloso rancho.

—¡Raro sería que alguna vez estuvieras de acuerdo con algo de lo que yo dijera u opinara! —se lamentó su interlocutor.

—Tú y yo le conocimos muy bien y nos consta que era un genio que hizo películas inolvidables —fue la respuesta—. Tenía un inmenso talento para dirigir y esa obra de la que hablas ha quedado ahí para los restos. No necesita que uno de sus discípulos predilectos, tal vez el único llamado a seguir sus pasos como realizador, pero que a mi modo de ver como escritor no tiene ni la más ligera idea de lo que se trae entre manos, se dedique a ensalzar por enésima vez películas como El puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia o Doctor Zhivago.

—¿O sea que no confías en mí como escritor? —pareció sorprenderse Victor Gallagher.

—No es que no confíe, querido mío… —le replicó con brutal crudeza su amigo y ex productor—. Es que he leído la mayor parte de lo que has escrito, y te garantizo que incluso mi amado Patagón lo haría mejor.

—¿Pero cómo puedes ser tan cerdo?

—No soy cerdo, soy sincero. Detrás de la cámara eres un verdadero genio, pero detrás de una máquina de escribir un auténtico besugo. Recuerda el viejo dicho: «Zapatero a tus zapatos».