18

DESPUÉS de un largo periodo de reflexión, Ezeulu finalmente reveló que pretendía dar un golpe a Umuaro en su punto más vulnerable: la Fiesta del Ñame Nuevo.

Era la fiesta del final del año viejo y el principio del nuevo. Aunque durante los días anteriores un hombre podía enterrar algunos ñames en torno a su casa para ahuyentar el hambre de su familia, nadie comenzaba a cosechar las fincas grandes. Y, en todo caso, ningún hombre con títulos probaba un ñame nuevo antes de la fiesta, viniera de donde viniera. La fiesta era un recordatorio de cómo los seis pueblos se habían unido en los tiempos antiguos y de su deuda continua hacia Ulu, que los había salvado de la devastación de los abam. En cada Fiesta del Ñame Nuevo se representaba de nuevo la unión de los pueblos, y todos los hombres adultos de Umuaro llevaban un ñame de buen tamaño al altar de Ulu y lo colocaban en el montón correspondiente a su pueblo después de haber hecho un círculo con él en torno a su cabeza; después, cogían la tiza que había al lado del montón y se marcaban con ella el rostro. Los ancianos sabían cuántos hombres había en cada pueblo por los montones. Si habían aumentado con respecto al año anterior, se hacía un sacrificio en agradecimiento a Ulu; pero si el número había menguado por alguna razón, se les preguntaba a los adivinos por la causa y se mandaba hacer un sacrificio de propiciación. También era de estos ñames de los que Ezeulu eligió trece con los que saludar al nuevo año.

Aunque este fuera el único significado de la fiesta, era la ceremonia más importante de Umuaro. También era el día de las divinidades menores que no tenían festividades especiales en ninguno de los seis pueblos. En ese día, los encargados de su custodia llevaban a cada una de las divinidades ante el altar de Ulu, donde las colocaban en fila, de modo que cualquier hombre o mujer que hubiera recibido un favor pudiera hacerles, a su vez, un pequeño regalo. Esta era la única ocasión del año en que se permitía la aparición en público de estos dioses menores. Llegaban hasta el mercado a hombros de sus custodios o sobre sus cabezas, bailaban, y luego se quedaban en pie a la entrada del templo de Ulu. Algunos eran muy antiguos, y se aproximaban al momento en que su poder sería transferido a nuevas esculturas y las viejas serían desechadas; otras estaban recién talladas. Las más antiguas llevaban marcas en el rostro como los hombres que las habían esculpido, en otros tiempos, antes de que el abuelo de Ezeulu hubiera prohibido esa costumbre. En el festival del año anterior, solo quedaban tres. Quizá ese año dos o más desaparecerían, siguiendo a los hombres que las habían tallado a su imagen y que se habían ido hacía mucho tiempo.

El festival reunía así en comunión a los hombres y a los dioses. Era la única asamblea en Umuaro en la que un hombre podía mirar a su derecha y ver a su vecino, y mirar a la izquierda y ver a un dios allí de pie: quizá a Agwu, cuya madre también parió la locura, o a Ngene, dueño del río.

Ezeulu había ido a visitar a Akuebue cuando sus seis ayudantes vinieron a verle. Matefi les dijo adonde había ido y ellos decidieron esperarle en su obi. Cuando regresó, ya caía la tarde. Aunque sabía lo que debía de haberles traído hasta allí, aparentó sentirse sorprendido:

—¿Está todo bien? —preguntó tras las salutaciones iniciales.

—Todo está bien.

Siguió un silencio incómodo. Entonces Nwosisi, que representaba al pueblo de Umuogwugwu, habló. No solía malgastar palabras.

—Has preguntado si todo está bien y hemos dicho que sí; pero un sapo no corre a la luz del día a menos que se sienta perseguido. Hay un pequeño asunto que hemos decidido traer ante ti. Ya hace cuatro días que la luna nueva apareció en el cielo; ya ha crecido. Y sin embargo todavía no nos has convocado para comunicarnos la fecha de la Fiesta del Ñame Nuevo.

—Según nuestras cuentas —continuó Obiesili—, esta luna es la duodécima desde la última fiesta.

Se hizo un silencio. Obiesili solía tener poco tacto al hablar, y nadie le había pedido que metiera su boca en un asunto tan delicado. Ezeulu se aclaró la garganta y dio de nuevo la bienvenida a la gente, para demostrar que no estaba en un apuro ni nervioso.

—Habéis hecho lo que debíais —dijo—. Quien diga que no habéis cumplido con vuestro deber, miente. El que hace preguntas no se pierde en el camino; esto es lo que nuestros padres nos enseñaron. Habéis hecho bien en venir a preguntarme sobre este asunto que os preocupa. Sin embargo, hay algo que no he comprendido del todo. Has dicho, Obiesili, que de acuerdo con vuestras cuentas yo debía haber anunciado la Fiesta del Ñame Nuevo en la última luna.

—Eso he dicho.

—Ya. Pensé que no había oído bien. ¿Y desde cuándo llevas tú las cuentas del año en Umuaro?

—Obiesili no usó bien las palabras —dijo Chukwulobe—. Nosotros no llevamos las cuentas de los años en Umuaro; nosotros no somos el sumo sacerdote. Pero pensamos que quizá debido a tu reciente ausencia habías perdido la cuenta…

—¿Qué? ¿Has perdido la cabeza, muchacho? —gritó Ezeulu—. ¡Lo que tiene uno que oír en estos tiempos! ¡Perder la cuenta! ¿Acaso te dijo tu padre que el sumo sacerdote de Ulu puede perder la cuenta de las lunas? No, hijo mío —continuó en un tono insólitamente afable—, Ezeulu no puede perder la cuenta. Más bien sois vosotros, que contáis con los dedos, quienes podéis cometer un error y olvidar con qué dedo contasteis la última luna. Pero, como dije al principio, habéis hecho bien en venir a preguntar. Volved ahora a vuestros pueblos y esperad mi mensaje. Nunca me han tenido que decir cuáles son los deberes de un sacerdote.

Si alguien hubiera entrado en la cabaña de Ezeulu después de irse los hombres, se habría llevado una sorpresa. La cara del viejo sacerdote resplandecía de felicidad, y algo de su juventud y hermosura habían vuelto desde otros tiempos. Sus labios se movían, emitiendo un suspiro de vez en cuando. Pero pronto lo interrumpió el mundo exterior. Dejó de susurrar y escuchó atentamente. Nwafo y Obiageli recitaban algo a la puerta de su cabaña.

Eke nekwo onye uka! —repetían una y otra vez.

Ezeulu escuchó todavía con más atención. No estaba equivocado.

Eke nekwo onye uka! Eke nekwo onye uka! Eke nekwo onye uka!

—¡Mira cómo sale corriendo! —gritó Obiageli, y los dos soltaron una risa nerviosa.

Eke nekwo onye uka! Nekwo onye uka! Nekwo onye uka!

—¡Nwafo! —gritó Ezeulu.

—Nna —contestaron los otros con miedo.

—Venid aquí.

Nwafo entró con un paso que no hubiera matado a una hormiga. Le corría el sudor por la cabeza y por la cara. Obiageli se esfumó en el momento en que Ezeulu les llamó.

—¿Qué decíais?

Nwafo no dijo nada. Parpadeaba de una manera casi audible.

—¿Estás sordo? Te he preguntado qué decíais.

—Dicen que así se ahuyenta a una pitón.

—No te he preguntado lo que dice nadie. Te he preguntado lo que estabais diciendo. ¿O quieres que me levante antes de que me contestes?

—Estábamos diciendo: «¡Pitón, huye! Aquí hay un cristiano».

—¿Y eso qué quiere decir?

—Akwuba nos dijo que una pitón escapa en cuanto oye eso.

Ezeulu estalló en una gran carcajada. La cara mugrienta de Nwafo brilló de alivio.

—¿Y escapó cuando dijisteis eso?

—Salió corriendo a toda velocidad, como cualquier otra serpiente.

La noticia de la negativa de Ezeulu a convocar la Fiesta del Ñame Nuevo se extendió por Umuaro tan rápido como si la hubieran transmitido con el ikolo. Al principio, la gente se quedó como atontada; empezaron a captar su significado lentamente, porque nunca antes había ocurrido una cosa semejante.

Dos días después, fueron a verle los hombres con títulos importantes. Ninguno de los diez había tomado menos de tres títulos, y uno de ellos, Ezekwesili Ezukanma, había tomado el cuarto y más importante. Solo otros dos hombres en los seis pueblos tenían esta distinción. Uno de ellos era demasiado viejo para estar presente, y el otro era Nwaka de Umunneora, cuya ausencia en aquella delegación demostraba lo desesperados que estaban por apaciguar a Ezeulu.

Entraron todos juntos, dando la impresión de que ya se habían encontrado en otro sitio. Antes de entrar en la cabaña de Ezeulu, cada uno de ellos depositó a la puerta su bastón de hierro y lo cubrió con su gorro rojo.

Durante su deliberación, nadie se acercó a la cabaña lo suficiente como para poder oír. Anosi, que hubiera querido contarle algunos rumores a Ezeulu y pillar lo que pudiera sobre la crisis, salió de su cabaña llevando su rapé en la mano izquierda, pero cuando vio todos los bastones alo con gorros rojos a la puerta de la cabaña de su vecino se dio la vuelta y fue a visitar a otro.

Ezeulu ofreció un pedazo de tiza a sus visitantes y cada uno dibujó su emblema personal de líneas horizontales y verticales en el suelo. Algunos se pintaron el dedo gordo del pie, y otros, la cara. Después les trajo tres nueces de cola en un cuenco de madera. Tras una breve discusión formal, Ezeulu tomó una nuez de cola, Ezekwesili cogió la segunda y Onenyi Nnanyelugo la tercera. Cada uno de ellos rezó una oración y abrió su nuez. Nwafo pasó el cuenco por turno a cada uno de ellos y pusieron allí todos los lóbulos antes de elegir uno. Nwafo volvió a pasar el cuenco alrededor y los demás cogieron un lóbulo cada uno.

Cuando todos hubieron masticado y tragado su cola, Ezekwesili habló:

—Ezeulu, los líderes de Umuaro aquí reunidos me han pedido que te dé las gracias por la cola que les has ofrecido. Gracias y, otra vez, muchas gracias y que tu granero siempre esté lleno. Quizá adivines por qué hemos venido. Es por ciertas historias que han llegado a nuestros oídos; y pensamos que lo mejor era averiguar qué es verdad y qué no lo es, preguntando al único hombre que nos lo puede decir. La historia que hemos oído es que hay ciertos desacuerdos en torno a la próxima Fiesta del Ñame Nuevo. Como te he dicho, no sabemos si es cierto o no, pero lo que sabemos es que en Umuaro hay preocupación y miedo, y que si se extienden podrían estropear algo. No podemos esperar a que eso ocurra; un adulto no se sienta y se queda mirando mientras la cabra está pariendo fuera atada a un poste. Líderes de Umuaro, ¿he hablado según vuestros deseos?

—Has transmitido nuestro mensaje.

—Ezekwesili —llamó Ezeulu.

—Eei —respondió el hombre que acababa de hablar.

—Te doy la bienvenida. Tus palabras han entrado en mis oídos. Egonwanne.

—Eei.

—Nnanyelugo.

—Eei.

Ezeulu saludó a cada uno por su nombre.

—Os doy la bienvenida a todos. Vuestra misión es de buena fe y os lo agradezco. Pero yo no he oído que haya desacuerdos sobre la Fiesta del Ñame Nuevo. Mis asistentes ya vinieron hace dos días y me dijeron que era el momento de anunciar el día del próximo festival, y yo les dije que no era asunto suyo recordármelo.

Ezekwesili tenía la cabeza ligeramente inclinada y se rascaba la calva de la coronilla. Ofoka había sacado su caja de rapé del bolso de piel de cabra blanca inmaculada y puso un poco en su palma izquierda. Nnanyelugo, que estaba sentado a su lado, se frotó las palmas para limpiárselas y luego le tendió la izquierda a Ofoka sin decir palabra. Ofoka volcó el rapé que tenía en su mano en la de Nnanyelugo y se puso un poco más para él.

—Pero con vosotros no tengo necesidad de hablar con adivinanzas —dijo Ezeulu—. Todos sabéis cuál es nuestra costumbre. Solo convoco una nueva fiesta cuando no queda más que un ñame para el festín. Hoy tengo tres ñames, así que sé que aún no ha llegado el momento.

Tres o cuatro de los visitantes intentaron hablar a la vez, pero los otros indicaron que debía hablar Onenyi Nnanyelugo. Saludó a todos por sus nombres antes de empezar.

—Creo que Ezeulu ha hablado bien. Todo lo que ha dicho ha entrado en mis oídos. Todos conocemos la costumbre y nadie puede decir que Ezeulu la haya ofendido. Pero la cosecha está a punto en la tierra y debemos recogerla ya, o se la comerán el sol y los gorgojos. Al mismo tiempo, Ezeulu nos ha dicho que todavía tiene para comer tres ñames sagrados del año anterior. ¿Qué hacemos entonces? ¿Cómo se carga a un hombre que tiene la cintura rota? Sabemos por qué todavía no se han acabado los ñames sagrados. Es obra del hombre blanco. Pero él no está aquí para respirar con nosotros el aire que ha envenenado. No podemos ir a Okperi y decirle que venga y se coma los ñames que ahora se interponen entre nosotros y la cosecha. ¿Tendremos entonces que quedarnos sentados y ver cómo nuestras cosechas se arruinan y nuestras mujeres y nuestros hijos se mueren de hambre? ¡No! Aunque yo no soy el sacerdote de Ulu, puedo decir que el dios no quiere que Umuaro perezca. Así pues, debemos encontrar una salida, Ezeulu. Si yo pudiera, iría ahora y me comería los ñames que quedan. Pero yo no soy el sacerdote de Ulu. Es cosa tuya, Ezeulu, salvar nuestras cosechas.

Los otros murmuraron su aprobación.

—Nnanyelugo.

—Eei.

—Has hablado bien. Pero lo que tú me pides que haga no puede hacerse. Esos ñames no son comida, y un hombre no los come porque esté hambriento. Me pides que coma muerte.

—Ezeulu —dijo Anichebe Udeozo—, sabemos que jamás se ha hecho una cosa semejante, pero tampoco el blanco había sacado nunca al sumo sacerdote del pueblo. Estos no son los tiempos que conocimos, y debemos afrontarlos como vienen o dejarnos derrotar en el polvo. Quiero que mires en torno a esta habitación y me digas lo que ves. ¿Crees que hay otro Umuaro fuera de esta cabaña ahora mismo?

—No, vosotros sois Umuaro —dijo Ezeulu.

—Sí, nosotros somos Umuaro. Así que escucha lo que te voy a decir. Umuaro te está pidiendo ahora que vayas a comerte los ñames que quedan y que anuncies la fecha de la próxima fiesta. ¿Me oyes bien? He dicho que comas esos ñames hoy, no mañana; y si Ulu dice que hemos cometido una abominación, que caiga sobre las cabezas de los diez que estamos aquí presentes. Tú estarás libre porque te hemos ordenado que lo hagas, y la persona que manda a un niño a cazar una musaraña tiene también que encontrar el agua para quitarle el olor de las manos. Nosotros nos encargaremos de buscarte el agua. Umuaro, ¿he hablado bien?

—Lo has dicho todo. Nosotros seremos quienes suframos el castigo.

—Líderes de Umuaro, no digáis que estoy tratando vuestras palabras con desprecio; no es mi deseo hacer tal cosa. Pero no podéis decir: «Haz lo que no debe hacerse y nosotros cargaremos con la culpa». Yo soy el sumo sacerdote de Ulu y lo que os he dicho es su voluntad, no la mía. No olvidéis que también yo tengo campos de ñames y que mis hijos, mis parientes y mis amigos, vosotros entre ellos, también han plantado ñames. Nunca desearía arruinar a toda esa gente. Jamás desearía que sufriera ni el hombre más insignificante de Umuaro. Pero esto no es obra mía. A veces los dioses nos utilizan como látigo.

—¿Te dijo Ulu cuál era el motivo de su ira? ¿No hay ningún sacrificio que lo pueda apaciguar?

—No te ocultaré nada. Ulu dijo que llegaron y pasaron dos lunas nuevas y que no hubo nadie que abriera para él una nuez de cola y que Umuaro se quedó callado.

—¿Qué esperaba que dijéramos nosotros? —preguntó Ofoka, de mal humor.

—No sé qué esperaba que dijerais, Ofoka. Nnanyelugo me ha hecho una pregunta y yo he respondido.

—Pero si Ulu…

—No discutamos por eso, Ofoka. Le preguntamos a Ezeulu cuál era el motivo de la ira de Ulu y nos lo ha dicho. Nuestra preocupación debiera ser ahora cómo apaciguarlo. Pidámosle a Ezeulu que vaya y le diga a la divinidad que hemos escuchado sus quejas y que estamos dispuestos a enmendar nuestro error. Para toda ofensa existe un sacrificio propiciatorio, desde unos pocos cauris a una vaca o un ser humano. Esperemos su respuesta.

—Si me pedís que vaya a Ulu lo haré. Pero debo advertiros que un dios que exige el sacrificio de una gallina puede subirlo a una cabra si vas a preguntarle por segunda vez.

—No digas que me gusta hacer preguntas —dijo Ofoka—. Pero me gustaría saber de qué lado estás, Ezeulu. Creo que acabas de decir que tú te has convertido en el látigo con el que Ulu azota a Umuaro…

—Si quieres escucharme, Ofoka, no discutamos sobre eso —dijo Ezekwesili—. Hemos llegado al final de nuestra misión actual. Nuestro deber es estar atentos a la boca de Ezeulu en espera de un mensaje de Ulu. Hemos plantado nuestros ñames en la tierra de Anaba-nti.

Los otros estuvieron de acuerdo y Nnanyelugo desvió hábilmente la conversación hacia el tema de los cambios. Dio numerosos ejemplos de costumbres que se habían cambiado en el pasado cuando habían empezado a resultar demasiado duras para la gente. Todos hablaron extensamente sobre costumbres que habían muerto en pleno auge o que habían nacido ya muertas. Nnanyelugo les recordó que incluso en el asunto de tomar títulos había habido cambios. Hacía mucho, mucho tiempo, había existido un quinto título en Umuaro: el título de rey. Pero las condiciones para obtenerlo eran tan severas que ningún hombre había llegado a tomarlo, puesto que una de ellas era que el aspirante a rey debía pagar las deudas de todos los hombres y todas las mujeres de Umuaro. Ezeulu no dijo nada durante toda esta discusión.

Tal y como había prometido a los líderes de Umuaro, Ezeulu volvió por la mañana al altar de Ulu. Entró en la primera habitación, vacía de todo ornamento, y miró a su alrededor con la mirada perdida. Después apoyó la espalda contra la puerta de la habitación interior, en la que ni sus asistentes osaban entrar. La puerta cedió bajo la presión de su cuerpo y entró caminando de espaldas. Se guio apoyando la mano izquierda sobre una de las paredes. Cuando llegó al final, dio unos pasos hacia la derecha y se detuvo directamente frente al túmulo de tierra que representaba a Ulu. De las vigas que rodeaban la habitación colgaban las calaveras de todos los anteriores sumos sacerdotes, mirando hacia el túmulo de tierra y hacia su descendiente y sucesor. Incluso en los días más calurosos, un frío húmedo se apoderaba del templo a causa de los enormes árboles del exterior, que unían sus copas para evitar el sol, pero más aún a causa del enorme río subterráneo casi helado que corría bajo el túmulo. Hacía frío incluso en las cercanías del templo y, a lo largo de todo el año, siempre había algún ntu-manya-mili derramando lágrimas desde lo alto de los árboles ancestrales.

Mientras Ezeulu tiraba los cauris, la campana de la gente de Oduche empezó a sonar; durante un instante su sonido monótono y triste le distrajo, y pensó en lo extraño que era que sonara tan cerca, mucho más cerca que en su casa.

El anuncio de Ezeulu de que su consulta con el dios no había dado ningún resultado y de que los seis pueblos seguirían atrapados en el año viejo durante dos lunas más produjo una alarma como no se había conocido jamás en Umuaro.

Mientras, empezaba a llover con menos intensidad. Hubo un último chaparrón fuerte que llegó con la nueva luna. También trajo el harmatán, y cada nuevo día endurecía la tierra, así que de día en día se hacía más dura la tarea de extraer lo que pudiera quedar de la cosecha.

Los desacuerdos no eran nuevos en Umuaro. Los legisladores del clan discutían a menudo sobre una cosa u otra. Había habido una larguísima disputa antes de que se abolieran definitivamente las escarificaciones en el rostro y, desde entonces, otros desacuerdos de mayor o menor importancia. Pero ninguno se había filtrado hasta ras de suelo, incluso hasta las mujeres y los niños, como aquella crisis. No era una discusión remota que pudiera solventarse de una manera u otra y dejar las cosas básicas intactas. En esta ocasión tomaban partido hasta los niños en el vientre de sus madres.

El día anterior, Nwafo había tenido que pelearse con su amigo Obielue. Todo había empezado en el momento en que iban a revisar unas trampas para pájaros que habían montado con resina en lo alto de dos árboles icheku. En la trampa de Obielue encontraron un pequeño pájaro nza, mientras que la de Nwafo estaba vacía. Esto había ocurrido otras veces, y Obielue empezó a jactarse de su habilidad. Enfadado, Nwafo le llamó «el que Nunca Tiene la Nariz Seca». No era que a Obielue le importara el insulto, porque su nariz moqueaba constantemente y le dejaba las fosas rojas e irritadas. A su vez llamó a Nwafo «Nariz de Termitero», aunque no era ni la mitad de apropiado que el otro mote, y no podía convertirse tan fácilmente en una canción. Así que metió el nombre de Ezeulu en una canción que cantaban los niños cuando veían al carnero de Udo, uno de los animales salvajes que pertenecen al templo de Udo y pueden ir y venir a su antojo. A los niños les gustaba molestarlo desde una distancia prudente. La canción, que se acompañaba con palmas, imploraba al carnero que se quitara los desagradables bultos del escroto. Los que cantaban respondían en nombre del carnero: «¿Cómo se sacan los tubérculos del ñame?». La petición y la respuesta se cantaban al ritmo del movimiento de los tubérculos. En lugar de «ebunu», Obielue cantó «Ezeulu». Nwafo no pudo consentirlo, y le dio a su amigo un golpe en la boca que le hizo brotar sangre de los dientes frontales.

De la noche a la mañana, Ezeulu se había convertido en una especie de enemigo público a ojos de todo el mundo y, como era de esperar, toda su familia compartía su culpa. Sus hijos se tenían que enfrentar a ello de camino al río y a sus esposas les hacían el vacío en el mercado. El último día nkwo, Matefi había ido a comprar una pequeña cesta de mandioca ya preparada a Ojinika, la mujer de Ndulue. Conocía bien a Ojinika y le había comprado y vendido cosas en incontables ocasiones. Pero aquel día Ojinika le habló como si fuera una extraña de otro clan.

—Te pagaré ego-nato —dijo Matefi.

—Te he dicho que el precio es ego-nese.

—Me parece que ego-nato está bien; es solo una cestita.

Cogió la cesta para mostrar que era pequeña. Ojinika parecía haberse olvidado de ella y estaba liada colocando su okra en pequeños montones sobre la estera.

—¿Qué dices?

—Deja esa cesta ahora mismo. —Después cambió de tono y se burló—. Quieres llevártela sin pagar. Espera hasta que los ñames estén podridos y ven a comprar una cesta de mandioca por dieciocho cauris.

Matefi no era la clase de mujer a la que otra podía enredar en su lapá y arrastrar. Le dio a Ojinika más de lo que había pedido: le recordó la dote que habían pagado por su madre. Pero cuando llegó a casa empezó a pensar en la hostilidad que a ojos vistas estaba rodeando a toda la familia de Ezeulu. Algo le decía que alguien tendría que pagar muy caro por ello, y se asustó.

—Ve a buscar a Obika —le dijo a su hija Ojiugo.

Estaba preparando unas hojas de malanga para espesar la sopa cuando llegó Obika y se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el poste de madera de la entrada. Llevaba un elote pequeño que se pasaba entre las nalgas y se ataba a la cintura. Se sentó pesadamente, como un hombre cansado. Su madre siguió preparando la malanga.

—Dice Ojiugo que me has llamado.

—Sí.

Siguió con lo que estaba haciendo.

—¿Para verte preparar la malanga?

Siguió con su tarea.

—¿Qué pasa?

—Quiero que vayas a hablar con tu padre.

—¿Sobre qué?

—¿Sobre qué? Sobre su… ¿Acaso eres extranjero en Umuaro? ¿No ves los problemas que se avecinan?

—¿Y qué esperas que haga él? ¿Que desobedezca a Ulu?

—Ya sabía que no ibas a escucharme.

Se las arregló para condensar todas sus penas y desilusiones en esas palabras.

—¿Cómo voy a escucharte si te alias con los de fuera pidiéndole a tu marido que meta su cabeza en una olla hirviendo?

—Algunas veces me gustaría estar de acuerdo con los que dicen que el hombre ha heredado la locura de su madre —dijo Ogbuefi Ofoka—. Cuando volvió de Okperi fui a su casa a hablar con él y hablaba como un hombre cuerdo. Le recordé que un hombre debe bailar con la música de su tiempo, y le dije que habíamos llegado tarde, demasiado tarde, para aceptar su sabiduría. Pero hoy prefiere ver los seis pueblos arruinados antes que comer dos ñames.

—Yo he tenido el mismo pensamiento —dijo Akuebue, que estaba visitando a su pariente—. Conozco a Ezeulu mejor que mucha gente. Es un hombre orgulloso, y la persona más testaruda que conozcas es solo un mensajero suyo; pero él no falsearía la decisión de Ulu. Si lo hiciera, Ulu le castigaría el primero. Así que no sé… No he dicho que Ezeulu diga o deje de decir mentiras en nombre de Ulu. Lo que le dijimos es que fuera a comerse los ñames y nosotros cargaríamos con las consecuencias. Pero él se negó a hacerlo. ¿Por qué? Porque los seis pueblos permitieron que el hombre blanco se lo llevara. Esa es la razón. Buscaba la manera de castigar a Umuaro y ahora ha encontrado la ocasión. La casa que planeaba derribar ha ardido sola, y eso le ha ahorrado el trabajo.

—No dudo de que nos haya guardado rencor durante mucho tiempo, pero no creo que llegue tan lejos como dices. Recuerda que también él tiene campos de ñame, como todos nosotros…

—Eso dijo. Pero, amigo mío, cuando un hombre tan orgulloso como este quiere pelea, no le importa que caiga su cabeza en la batalla. Y además se olvidó de mencionar que, esté nuestra cosecha arruinada o no, cada uno tenemos que llevarle un ñame a Ulu.

—No sé.

—Déjame que te diga una cosa. Un sacerdote como Ezeulu lleva a un dios a la ruina. Ya ha ocurrido antes.

—O quizá un dios como Ulu lleva a su sacerdote a la ruina.

Había un hombre que veía el creciente descontento en Umuaro como una bendición y una oportunidad enviada por Dios. Su nombre era John Jaja Goodcountry, catequista de la parroquia de San Marcos de la Sociedad de la Iglesia Misionera de Umuaro. Era del delta del Níger, que había estado en contacto con Europa y con el mundo durante cientos de años. Aunque solo llevaba un año en Umuaro, ya podía mostrar más progreso en su iglesia y en su escuela del que habían alcanzado muchos otros maestros y pastores después de cinco años o más. Su clase de catecúmenos había aumentado de catorce personas hasta casi treinta, la mayoría de ellos jóvenes y niños que también iban a la escuela. Se había celebrado un bautizo en la propia iglesia de San Marcos y tres en la iglesia parroquial de Okperi. En total, la joven iglesia del señor Goodcountry había presentado a nueve candidatos para la confirmación, lo cual resultaba realmente sorprendente para una iglesia nueva entre las gentes más difíciles de Igbolandia.

El progreso de San Marcos se había producido de una manera musitada. El señor Goodcountry, con sus antecedentes en la Pastoral del Delta del Níger, que podía incluso presumir de mártires nativos como Joshua Hart, no estaba dispuesto a negociar con los paganos sobre cuestiones como los animales sagrados. A las pocas semanas de instalarse en Umuaro, ya estaba dispuesto a librar una pequeña guerra contra la pitón real, con el mismo espíritu con el que su gente había luchado y derrotado a la iguana sagrada. Desafortunadamente, fue a tropezar con Moses Unachukwu, el cristiano más importante de Umuaro.

Desde el principio, el señor Goodcountry se había sentido ofendido por los aires que se daba Unachukwu, y que el catequista anterior, el señor Molokwu, no había hecho nada por mitigar. Goodcountry había visto en otros sitios lo fácil que era que un cristiano medio converso y a medio educar llevara por mal camino a toda una congregación entera cuando el pastor o el catequista eran débiles; así que decidió establecer su liderazgo claramente desde el primer momento. Al principio, su intención no era enfrentarse con Unachukwu más allá de lo estrictamente necesario para dejar clara su posición; después de todo, él era uno de los pilares de la iglesia y no podía ser reemplazado fácilmente. Pero Unachukwu no le dio a Goodcountry ni la más mínima oportunidad: le desafió abiertamente sobre el asunto de la pitón y así se ganó una reprimenda y una humillación públicas.

Una vez que las cosas habían quedado claras, el señor Goodcountry estaba dispuesto a olvidarse de todo el asunto. Sin embargo, no tenía ni idea de la clase de persona con la que estaba tratando. Unachukwu buscó un escribano en Okperi para escribir una petición al obispo del Níger en nombre del sacerdote de Idemili. Aunque lo llamó una petición, era más bien una amenaza. Advertía al obispo de que, si sus seguidores no dejaban en paz a la pitón real, lamentarían el día en que habían puesto el pie en las tierras del clan. Puesto que la carta era obra de uno de los escribanos bien informados de Government Hill, la petición hacía alusión a palabras tan poderosas como ley y orden, y la paz del rey.

El obispo se había enfrentado poco antes a una situación muy seria en otra parte de su diócesis a propósito del mismo asunto de la pitón. Un joven y enérgico novicio había metido a su gente en la aventura de quemar un templo, matando de paso a la pitón y, como consecuencia, la gente del pueblo había expulsado a todos los cristianos y quemado sus casas. Las cosas podían haberse salido de madre si no hubiera aparecido la Administración con algunas tropas para hacer una demostración de fuerza. Después de ese incidente, el lugarteniente general había escrito una ácida carta al obispo para que metiera en vereda a sus muchachos.

Por esta razón, pero también porque él mismo desaprobaba semejantes excesos de celo, el obispo le había enviado una carta en tono firme a Goodcountry. También había respondido a la petición de Ezidemili asegurándole que el catequista no interferiría con la pitón, pero rezando al mismo tiempo para que pronto llegara el día en que el sacerdote y toda su gente dejaran atrás el culto a las serpientes y los ídolos y se convirtieran a la fe verdadera.

Esa carta del gran sacerdote blanco, el cual se hallaba tan lejos, reforzó la idea que había ido ganando terreno de que la mejor manera de tratar con los blancos era tener a mano a unas cuantas personas como Moses Unachukwu, que sabían lo mismo que sabía el hombre blanco. Como consecuencia, mucha gente, alguna muy importante, empezó a enviar a sus hijos a la escuela. Incluso Nwaka envió a uno de sus hijos, el que menos pinta tenía entre todos ellos de llegar a ser un buen agricultor.

El señor Goodcountry, que no conocía los retorcidos entresijos de la mentalidad pagana que habían propiciado el crecimiento de su escuela y de su iglesia, lo atribuía a su eficacia como evangelizador, y de algún modo así era: una confirmación de su labor contraria a la política conciliadora del obispo. Escribió un informe sobre el éxito abrumador del Evangelio en Umuaro para la Revista Eclesiástica del África Occidental, aunque, como era habitual en tales informes, atribuyó el mérito al Espíritu Santo.

Ahora el señor Goodcountry veía en esta crisis a propósito de la Fiesta del Ñame Nuevo una oportunidad para una intervención que rindiera frutos. Había planificado celebrar en su iglesia el servicio de la cosecha para el segundo domingo de noviembre, y dedicar la colecta a un fondo para construir un lugar de oración más digno de Dios y de Umuaro. Su plan era muy simple. La Fiesta del Ñame Nuevo era el intento de los paganos desorientados por demostrar su gratitud a Dios, el que daba todas las cosas buenas. Ese era el momento para que Dios los sacara de su error, que ahora amenazaba con arruinarlos. Debía decirles que, si daban gracias a Dios, podrían cosechar sus ñames sin temor a Ulu.

—Así que ¿podemos decirles a nuestros hermanos paganos que traigan su ñame a la iglesia en vez de llevárselo a Ulu? —preguntó un miembro nuevo del comité eclesial del señor Goodcountry.

—Eso he dicho. Pero no solamente un ñame. Dejadles que traigan tantos como quieran, de acuerdo con los beneficios que hayan recibido este año de Dios Todopoderoso. Y no solo ñames, sino cualquier producto del campo, o ganado, o dinero. Cualquier cosa.

El hombre que había hecho la pregunta no parecía satisfecho. Seguía rascándose la cabeza.

—¿No lo has entendido todavía?

—Lo he entendido, pero estoy pensando en cómo decirles que traigan más de un ñame. Verá, nuestra costumbre, o más bien su costumbre, es llevarle solo un ñame a Ulu.

Moses Unachukwu, que volvía a gozar del favor del señor Goodcountry, le salvó el día:

—Si Ulu, que es un falso dios, puede comer un ñame, el Dios vivo que es dueño del mundo entero debería tener derecho a comer más de uno.

Así que se extendió la noticia de que quien no quisiera esperar a ver su cosecha arruinada podía llevarle su ofrenda al dios de los cristianos, que afirmaba tener el poder de protegerlos de la ira de Ulu. En otros tiempos, semejante historia hubiera sido motivo de risa. Pero a la gente no le quedaban ganas de reírse.