16

AUNQUE estaban en plena estación de las lluvias, Ezeulu y su compañero salieron hacia su casa una mañana seca y prometedora. Su compañero era John Nwodika, que no quería ni oír el plan de Ezeulu de hacer el viaje solo. Ezeulu le suplicó que no se molestara, pero fue en vano.

—Un hombre de tu posición no debe hacer un viaje así solo —le dijo—. Si te empeñas en volver hoy mismo, debo acompañarte. Si no, puedes esperar hasta mañana, que viene Obika a visitarte.

—No puedo quedarme ni un día más —dijo Ezeulu—. Soy como la tortuga que se quedó atrapada en una fosa de excremento todo el tiempo entre dos mercados; cuando al octavo día vinieron en su ayuda a sacarla de allí, gritó: «Deprisa, deprisa, que no aguanto este hedor».

Así pues, se pusieron en marcha. Ezeulu llevaba su elote amarillo brillante bajo la toga blanca, más gruesa y basta, que pasaba bajo el antebrazo derecho y se ataba en el hombro izquierdo. En el mismo hombro llevaba colgada su bolsa piel de cabra. Con la mano derecha agarraba el alo, un bastón largo, de hierro, terminado en una punta afilada como la de una lanza, que todo hombre con título llevaba en las ocasiones importantes. Le cubría la cabeza un gorro rojo ozo rodeado de una tira de cuero que sujetaba una pluma de águila con la punta ligeramente hacia atrás. John Nwodika vestía una gruesa camisa marrón sobre un pantalón caqui.

No hubo cambios de tiempo hasta que llegaron a la mitad del camino entre Okperi y Umuaro. Entonces pareció como si la lluvia dijera: «Es la hora perfecta; no hay casas en el camino donde puedan guarecerse». Quitó las dos manos del recipiente que la contenía y cayó con inmenso y profuso abandono.

—Refugiémonos bajo un árbol durante un rato, a ver si para un poco —dijo John Nwodika.

—Es peligroso estar debajo de un árbol en una tormenta así. Sigamos. No somos sal ni llevamos encima hierbas maléficas. Yo, desde luego, no.

De manera que siguieron adelante, con la tela colgada del cuerpo como si estuviera aterrada. La bolsa de piel de cabra de Ezeulu estaba llena de agua y sabía que ya se le había estropeado el tabaco. El gorro rojo tampoco había sido nunca amigo del agua, y quedó peor aún. Pero Ezeulu no se deprimió; en todo caso, sentía esa especie de euforia que a veces producía la lluvia torrencial, la sensación embriagadora que lanzaba a los niños desnudos a la lluvia, cantando:

Mili zobe ezobe!

Ka mgbaba ogwogwo!

No obstante, había en la euforia de Ezeulu un elemento de amargura. Aquella lluvia era parte del sufrimiento al que había estado expuesto y por el que debía obtener la máxima reparación. Cuanto más sufriera a partir de entonces, mayor sería el placer de la venganza. Comenzó a imaginar futuros agravios que se irían amontonando unos sobre otros.

Dobló el índice de la mano izquierda y se lo pasó por la frente y los ojos para retirar el agua que los cegaba. Aquella ancha carretera nueva era como un cenagal revuelto. El bastón de Ezeulu había dejado de golpear la tierra con ruido sordo; la punta afilada se hundía un palmo hasta tocar tierra sólida con un chasquido. De vez en cuando, la lluvia amainaba de pronto como si quisiera escuchar. Solo entonces era posible distinguir cada árbol y la maleza con las hojas blandas, empapadas. Sin embargo, aquellos instantes de calma eran fugaces; enseguida desaparecían bajo nuevas olas de lluvia torrencial.

La lluvia era buena para el cuerpo solo si duraba poco tiempo y cesaba después. Cuando caía sin parar, el cuerpo comenzaba a enfriarse, y la lluvia aquel día no parecía conocer el límite. Se prolongó mucho, hasta que Ezeulu notó que tenía los dedos alrededor del bastón como garras de hierro.

—Aquí tienes tu recompensa por haberte molestado en acompañarme —dijo a John Nwodika. Tenía la voz pastosa y carraspeó.

—Eres tú quien me preocupa.

—¿Yo? ¿Por qué ha de preocuparse nadie por un viejo cuyos ojos han dormido ya más de lo necesario? No, hijo mío. El viaje que me espera es muy pequeño al lado de lo que he dejado atrás. Dondequiera que ahora vaya la llama, yo guardaré la antorcha.

Cayó otra ráfaga de lluvia, que extinguió la respuesta de John Nwodika.

Los familiares de Ezeulu se preocuparon mucho al verlo llegar entumecido y con escalofríos. Encendieron una hoguera en su choza mientras su mujer, Ugoye, le preparaba un linimento. Pero lo primero que necesitaba era agua para lavarse los pies, que tenía enfangados hasta las pulseras ozo de los tobillos. Después se untó el ungüento de pasta de cáscara de coco y se lo restregó por el pecho, mientras Edogo le frotaba la espalda. Matefi, a quien le tocaba cocinar para Ezeulu aquella noche (hasta en su ausencia habían llevado los turnos al día), había empezado ya a preparar sopa utazi. Ezeulu se la tomó caliente y comenzó a sentir el cuerpo otra vez.

La tormenta ya había amainado cuando Ezeulu llegó a casa y enseguida cesó por completo. Lo primero que hizo después de tomar la sopa utazi fue mandar a Nwafo a casa de Akuebue, a anunciarle su llegada.

Akuebue estaba moliendo su rapé cuando Nwafo le dio la noticia. Dejó sin terminar lo que estaba haciendo y guardó el rapé medio molido en una botellita con la hoja de un cuchillo especial. Después arrastró con una pluma las partículas más finas hacia el centro de la piedra de moler y las metió también en la botella. Volvió a pasar la pluma por la piedra grande y la pequeña hasta haber guardado todo el polvo en la botella. Retiró las dos piedras y llamó a una de sus esposas para decirle adonde iba.

—Si Osenigwe te pide que le prestes las piedras —le dijo al echarse su paño en el hombro—, dile que aún no he terminado.

Había ya gente congregada en la cabaña de Ezeulu cuando llegó Akuebue. Estaban allí todos los vecinos, y cada uno de los que pasaba por allí dejaba sus asuntos para otro momento y se acercaba a saludarlo. Ezeulu apenas hablaba; aceptaba los saludos, hacía una señal con la cabeza y los devolvía con la mirada. No había llegado su hora de hablar o de actuar. Primero debía sufrir hasta el límite porque el hombre temible en la acción es el que se somete primero al máximo sufrimiento. Ese era el terror que infundía la víbora; primero sufría todas las provocaciones, dejaba incluso que el enemigo le pisara el tronco; debía esperar y sacar los siete colmillos uno detrás de otro. Finalmente le decía a su torturador: «¡Aquí estoy!».

Todos los esfuerzos por incluir a Ezeulu en la conversación fracasaron o tuvieron poco éxito. Cuando sus invitados sacaron el tema de su negativa a ser el jefe de distrito del blanco, se limitó a sonreír. No era porque le disgustara la gente que le rodeaba o las cuestiones que comentaban. Disfrutó con todo e incluso deseó que el hijo de Nwodika se hubiera quedado allí para que les contara a los demás lo sucedido; pero solo había hecho una breve parada y después se había vuelto a su pueblo a pasar la noche antes de volver a Okperi por la mañana. Ni siquiera se había quitado el barro de los pies.

—Me vuelvo a la lluvia —había dicho—. Lavarse los pies ahora es como limpiarse el culo antes de cagar.

Como si supiera lo que Ezeulu pensaba en aquel momento, uno de los que había entrado a verlo dijo:

—El blanco ha encontrado en ti un contrincante a su altura. Pero no entiendo una parte de esta historia: el papel que ha desempeñado el hijo de Nwodika de Umunneora. Cuando vuelva la calma, tendrá que responder a un par de preguntas.

—Estoy contigo —dijo Anosi.

—El hijo de Nwodika ya nos ha explicado —dijo Akuebue, que actuaba como portavoz de Ezeulu— que hizo lo que hizo para ayudar a Ezeulu.

El otro soltó una carcajada.

—¿De verdad? ¡Menudo inocente! Supongo que se lleva el cuenco de fufú a los agujeros de la nariz. ¡Cuéntame otro cuento!

—Nunca confíes en los de Umunneora. Eso es lo que yo digo —agregó Anosi, el vecino de Ezeulu—. Si uno de Umunneora me dijera que parara, echaría a correr y, si me dijera que echara a correr, me quedaría en el sitio.

—Este es distinto —dijo Akuebue—. Viajar le ha cambiado.

—¡Ja, ja, ja! —rio Ifeme—. Ese habrá aprendido más picaresca en el extranjero de la que le enseñó su madre. Akuebue, hablas como un niño.

—¿Sabéis por qué ha estado toda la tarde lloviendo? —preguntó Anosi—. Es porque la hija de Udendu se va de uri. Así que los fabricantes de lluvia de Umunneora decidieron estropearle la fiesta al de su clan. No solo odian a los demás, se odian incluso más a sí mismos. Su maldad lleva gorra.

—Cierto. Está preñada y criando a un niño al mismo tiempo.

—Así es. Son familia de mi madre, pero a mí lo único que me inspiran es miedo.

Ifeme se levantó para marcharse. Era achaparrado y fuerte y hablaba muy alto, como si cada conversación fuera una pelea.

—Tengo que irme, Ezeulu —vociferó a tal volumen que se le oyó desde las cabañas de las mujeres—. Damos gracias a la gran divinidad y a Ulu por haberte librado del mal en tu viaje. A lo mejor pensaste que como no fui a visitarte estaba enfadado contigo. No, señor, no hay conflicto alguno entre Ezeulu e Ifeme. Todo el tiempo pensaba en ir a verte; mis ojos te veían, pero mis pies se quedaban atrás. Me decía: «Mañana mismo voy a verlo», pero cada día me daba una orden diferente. Como decía antes: «Nno».

—A mí me pasó exactamente lo mismo —dijo Anosi—. Me decía: «Mañana voy sin falta», como el sapo que perdió la oportunidad de que le creciera la cola por decir: «Ya voy, ya voy».

Ezeulu movió la espalda de la pared donde estaba apoyado; parecía prestar toda su atención a su nieto Amechi, que intentaba en vano abrirle el puño cerrado. Pero seguía concentrado en la conversación y decía alguna palabra cuando era necesario. Levantó la vista un instante y dio las gracias a líeme por su visita.

Amechi empezó a ponerse más nervioso y de pronto se echó a llorar, a pesar de que Ezeulu le había dejado que le abriera el puño.

—Ven, Nwafo, llévalo con su madre. Me parece que se va a dormir.

Nwafo se acercó, se arrodilló y le ofreció la espalda a Amechi. Este, en vez de subirse, dejó de llorar, apretó su puñito y le dio un golpe a Nwafo en medio de la espalda. Aquello hizo que la gente se echara a reír, y el niño miró a su alrededor con churretes de lágrimas en la cara.

—Hala, Nwafo, vete; no le gustas… eres malo. Prefiere a Obiageli.

Efectivamente, Amechi se colgó inmediatamente de la espalda de Obiageli.

—Míralo —dijeron dos o tres voces a la vez.

A Obiageli le costó ponerse de pie, hizo una ligera flexión y después, con un súbito movimiento de cintura, empujó al niño hacia arriba y salió andando.

—Con cuidado —dijo Ezeulu.

—No te preocupes —dijo Anosi—. Sabe hacerlo muy bien.

Obiageli se dirigió a la casa de Edogo, entonando su nana:

Dile a madre que su hijo está llorando,

dile a madre que su hijo está llorando

y después prepara un guiso de úzízá;

eso, un guiso de úzízá.

Hazle una sopita de pimienta,

que deje muertos de hipo

a los pajaritos que se la beban.

La cabra de madre está en el granero,

ay, los ñames están en peligro;

la cabra de padre está en el granero,

ay, verás cómo se zampan los ñames.

¡Mira ese cervatillo que se acerca!

¿Lo ves? ¡Ha metido un pie en el agua

y le ha pillado la serpiente!

¡Se retira!

Ja, ja. Ja kulo kulo!

Bienvenido a casa,

halcón viajero,

Ja, ja. Ja kulo kulo!

Dime, ¿dónde está esa pieza

de tela que compraste?

Ja, ja. Ja kulo kulo!

Desde el exilio, a Ezeulu le resultaba fácil pensar en Umuaro como una entidad hostil. Pero de vuelta en su cabaña ya no lo veía de una manera tan simple. No podía considerar como enemigos a todas aquellas personas que habían dejado sus tareas o que se habían detenido en su camino para darle la bienvenida. Algunos, como Anosi, podían ser insignificantes, inútiles, quizá aficionados al cotilleo e incluso maliciosos; pero eran muy distintos del enemigo con quien había soñado en Okperi.

A lo largo del día siguiente, contó cincuenta y siete visitantes, sin incluir a las mujeres. Seis de ellos habían traído vino de palma; su yerno Ibe y sus parientes habían traído dos grandes vasijas de un vino excelente y un gallo. Aquel día parecía que había una fiesta en la cabaña de Ezeulu. Llegaron a visitarle dos o tres personas de Umunneora, el pueblo enemigo. De nuevo, al final del día, Ezeulu continuó con su división de Umuaro entre gente corriente que no tenía otra cosa que buena voluntad hacia él y aquellos cuya ambición les llevaba a destruir la unidad central de los seis pueblos. Desde el momento en que hizo aquella división comenzó, aun con cierta reserva, a albergar sentimientos de reconciliación. Sabía que podía decir con justicia que, si un dedo tenía aceite, pringaba a los demás; sin embargo, ¿era correcto dar la espalda a todas aquellas personas que habían mostrado tanta preocupación por él durante su exilio y desde su regreso?

Ese conflicto interior se resolvió al tercer día de la manera más inesperada. Su último visitante de aquel día había sido Ogbuefi Ofoka, uno de los hombres más valiosos de Umuaro, aunque no era uno de los que visitaban a menudo a Ezeulu. Ofoka tenía fama de decir lo que pensaba. No era de los que alababan a quien le ofrecía vino de palma. En lugar de dejar que le cegara el vino de palma, Ofoka lo tiraba, se guardaba el cuerno en su bolsa de piel de cabra y hablaba con franqueza.

—He venido a decirte «Nno», a dar gracias a Ulu y también a Chukwu por no permitir que te golpearas el pie contra una roca —dijo—. Quiero decirte que todo Umuaro suspiró aliviado el día que volviste a pisar tu cabaña. Nadie me ha enviado a traerte este mensaje, pero creo que deberías saberlo. ¿Por qué lo digo? Porque sé en qué estado de ánimo te marchaste. Soy uno de los que apoyó a Nwaka de Umunneora cuando dijo que debías ir a hablar con el blanco.

La cara de Ezeulu no mostró cambio alguno.

—¿Has oído lo que te he dicho? —continuó Ofoka—. Soy uno de los que dijo que no nos interpondríamos entre el blanco y tú. Si quieres, dime que no vuelva a pisar tu casa cuando termine de hablar. Quiero que sepas, por si no lo sabías, que los ancianos de Umuaro no se pusieron de parte de Nwaka contra ti. Todos le conocemos a él y al que está detrás de él; no nos engañamos. ¿Por qué le dimos la razón? Porque estábamos confundidos. ¿Me oyes? Los ancianos de Umuaro tienen cierta confusión. Puedes decir que Ofoka te lo contó. Reina la confusión entre todos nosotros. Somos como el cachorro del proverbio, que intentó responder a dos llamadas a la vez y se rompió la mandíbula. Primero nos dijiste, hace cinco años, que era una tontería desafiar al blanco. No te escuchamos; luchamos contra él y nos quitó los fusiles y los partió por la mitad. Así que sabemos que tenías razón. Pero, justo cuando empezábamos a aprender la lección, llegas tú y nos dices ahora que desafiemos a ese mismo blanco. ¿Qué esperabas que hiciéramos?

Hizo una pausa para que Ezeulu le respondiera, cosa que su interlocutor no hizo.

—Si mi enemigo dice la verdad, yo no voy a decir que no la escuché porque la haya dicho el enemigo. Lo que Nwaka dijo era la verdad. Dijo: «Ve a hablar con el blanco, porque te conoce». ¿No era cierto? Lo dijo con malicia, pero dijo la verdad. ¿Quién de los nuestros podría haber ido y podría haber luchado contra él como lo has hecho tú? Una vez más: «Nno». Si no te gusta lo que te he dicho, mándame un mensaje prohibiéndome volver a tu casa. Me voy.

Aquello resumía el argumento al que Ezeulu llevaba dando vueltas los tres días anteriores. Quizá si Akuebue le hubiera dicho lo mismo, no hubiera tenido el mismo peso; viniendo de alguien que no era amigo ni enemigo, le cogió desprevenido y dio en el blanco.

Sí, el sumo sacerdote debía seguir adelante y hacer frente al peligro antes de que llegara a su gente. Esa era la responsabilidad de su sacerdocio. Así había sido desde el primer día en que los seis pueblos acosados se reunieron y dijeron al antepasado de Ezeulu: «Tú te encargarás de esta divinidad». Al principio sintió miedo. ¿Qué poder tenía él en el cuerpo como para hacerse cargo de tamaña responsabilidad? Pero su gente le cantó su apoyo y el flautista giró la cabeza. Así que se puso de rodillas y le montaron la deidad sobre la cabeza. Se levantó transformado en un espíritu. La gente siguió cantando detrás de él, que dio un paso adelante en aquel primer y decisivo viaje, increpando incluso a los cuatro días en el cielo para dejarle paso.

Era un pensamiento muy intenso, y decidió dejarlo de lado para descansar. Llamó a su hijo, Oduche.

—¿Qué haces?

—Una cesta.

—Siéntate.

Oduche se sentó en la cama de adobe frente a su padre. Tras una breve pausa, Ezeulu fue al grano y le habló directamente. Le recordó a su hijo la importancia de saber lo que sabía el blanco.

—Te he enviado para que seas mis ojos allí. No hagas caso de lo que diga la gente… los que no saben dónde tienen la mano izquierda y la derecha. Ningún hombre miente a su hijo; ya te lo he dicho antes. Si alguien te pregunta por qué te han mandado a aprender esas cosas nuevas, diles que un hombre debe bailar la danza que prevalece en su época.

Se rascó la cabeza y siguió hablando relajado.

—Cuando estaba en Okperi, vi a un joven blanco que escribía en su cuaderno con la mano izquierda. Por sus acciones, pude ver que tenía poco sentido común. Pero tenía poder; podía gritarme a la cara y hacer lo que le diera la gana. ¿Por qué? Porque sabía escribir con la izquierda. Por eso te llamé a ti. Quiero que aprendas y domines el saber de este hombre, de tal forma que si de pronto te despiertan y te preguntan en qué consiste, seas capaz de responder. Debes aprender hasta que sepas escribirlo todo con la mano izquierda. Eso es todo lo que quería decirte.

Una vez se desvaneció la emoción por el retorno de Ezeulu, la vida familiar volvió a ser la de antes. Los niños estaban especialmente contentos con el fin del medio luto que habían vivido durante más de una luna.

—Cuéntanos un cuento —le decía Obiageli a su madre, Ugoye.

En realidad, era Nwafo quien la había incitado.

—¿Que os cuente un cuento con todos los cacharros tirados por ahí sin fregar?

Nwafo y Obiageli se pusieron a trabajar inmediatamente. Apartaron el pequeño mortero para moler la pimienta, le dieron la vuelta y pusieron las vasijas pequeñas en la repisa de bambú. Ugoye cambió la vela casi quemada de la palmatoria por una nueva de las que estaban en un montón empapadas de aceite de palma.

Ezeulu se había comido hasta el último bocado de la cena que le había preparado Ugoye, lo que debería haber dejado encantada a cualquier mujer. Pero en una familia grande siempre había algo que podía arruinar la satisfacción de alguien. Para Ugoye ese algo era la esposa mayor de su marido, Matefi. Hiciera lo que hiciera Ugoye, la envidia de Matefi nunca la dejaba en paz. Si hacía una comida sencilla en su cabaña, Matefi decía que mataba de hambre a los niños para comprarse pulseras de marfil; si mataba un gallo, como aquella tarde, Matefi decía que lo hacía para ganarse el favor de su marido. Por supuesto, nunca le decía estas cosas a la cara, pero Ugoye acababa enterándose de los cotilleos. Aquella tarde, cuando Oduche preparaba el pollo en la hoguera, entró Matefi y carraspeó.

Después de ordenar la habitación, Nwafo y Obiageli extendieron una esterilla y se sentaron junto al taburete de su madre.

—¿Qué cuento queréis oír?

—El de Onwero —dijo Obiageli.

—No —dijo Nwafo—, ese ya lo hemos oído muchas veces. Cuéntanos el de…

—Vale —interrumpió Obiageli—. Cuéntanos el de Eneke Ntulukpa.

Ugoye hizo memoria y encontró lo que buscaba:

Había una vez un hombre que tenía dos esposas. La mayor tenía muchos hijos, pero la más joven tenía solo un hijo. La esposa mayor era mala y le tenía envidia. Un día el hombre y su familia se fueron a trabajar a sus tierras, que estaban en la frontera entre el mundo de los hombres y el de los espíritus…

Ugoye, Nwafo y Obiageli estaban sentados formando un grupito al lado del hogar. Oduche estaba algo apartado, cerca de la entrada del único dormitorio, sosteniendo su nuevo libro, Azu Ndu, bajo la luz amarillenta del candil. Sus labios se movían en silencio mientras deletreaba y formaba las primeras palabras de la cartilla:

a b a aba

e g o ego

i r o iro

a z u azu

o m u omu

Entretanto, Ezeulu había continuado dándole vueltas en la cabeza a la batalla que se avecinaba, y empezó a considerar con la sensibilidad de los cuernos de un caracol la posibilidad de la reconciliación, o, si eso era excesivo, la reducción del área de conflicto. En el fondo de su mente estaba la seguridad de que, por supuesto, la lucha no empezaría hasta después del tiempo de la cosecha, al cabo de otras tres lunas. Así que había tiempo de sobra. Quizá era esta confianza en que no había ninguna prisa lo que le hacía barajar otras posibilidades: dejar de lado su resolución y, llegado el momento, reformularla. ¿Por qué iba un hombre a tener prisa en chuparse los dedos; acaso los iba a colgar de una viga? O quizá la idea de la reconciliación surgía de un sentimiento genuino. En cualquier caso, Ezeulu no podía permitirse pasar mucho más tiempo con la mente dividida en dos.

Ta! Nwanu! —ladró Ulu en su oído, como lo haría un espíritu en el de un niño impertinente—. ¿Quién te ha dicho a ti que esta es tu guerra?

Ezeulu se echó a temblar y no dijo nada, agachando la mirada hacia el suelo.

—Te he preguntado que quién te ha dicho a ti que esta es tu guerra y que puedes arreglarla a tu manera, como mejor te convenga. Quieres salvar a los amigos que te trajeron vino de palma, ja, ja, ja.

Solo los locos podían reproducir a veces la amenaza y la burla de la risa de las deidades: una risa seca, como la de un esqueleto.

—Procura no interponerte entre mi víctima y yo, o pueden caerte golpes que no estaban destinados a ti. Ve a casa y duerme y déjame a mí arreglar mi pelea con Idemili, cuya envidia busca destruirme para que su pitón recupere el poder. Ahora dime si eso tiene algo que ver contigo. Te digo que vayas a casa a dormir. En cuanto a mí y a Idemili, lucharemos hasta el final. ¡Y el que consiga derribar al otro le despojará de su ajorca!

Después de eso, no había nada más que decir. ¿Quién era Ezeulu para decirle a su dios cómo luchar contra el celoso culto de la pitón sagrada? Era una pelea entre dioses. Él no era más que una flecha en el arco de su dios. Esta idea embriagó a Ezeulu como vino de palma. Se le amontonaban las ideas, y los acontecimientos pasados cobraban un significado nuevo y emocionante. ¿Por qué había encerrado Oduche a una pitón en su caja? Le habían echado la culpa a la religión del blanco, pero ¿cuál era la verdadera causa? ¿Y si el muchacho fuera solo una flecha en manos de Ulu?

¿Y la religión del blanco, y el blanco mismo? Este pensamiento se acercaba a la profanación, pero ahora mismo Ezeulu quería seguir su razonamiento hasta el final. Sí, ¿qué pasaba con el blanco? Después de todo, en una ocasión se había aliado con Ezeulu, y en cierto sentido había vuelto a tomar partido por él últimamente al enviarle al exilio, dándole así un arma con la que combatir a sus enemigos.

Si Ulu se había fijado en el hombre blanco como un aliado desde el principio, eso explicaría muchas cosas. Explicaría la decisión de Ezeulu de enviar a Oduche a aprender las costumbres del blanco. Era cierto que Ezeulu había ofrecido otras explicaciones para su decisión, pero eso fue lo que se le pasó por la cabeza en aquel momento. Una mitad de él era un hombre, y la otra mitad mmo, la parte que se pintaba con tiza blanca en las celebraciones religiosas importantes. Y la mitad de lo que hacía era obra de ese lado espiritual.