II

Curada ya de su aversión, Cassie descubrió que la ciudad era diversa y fascinante, y también la encontró arquitectónicamente asombrosa cuando comprendió que aquel distrito solo representaba un grano de arena en una playa enorme. Recordó lo que Xeke le había explicado sobre sus auténticas dimensiones: seis millones de kilómetros cuadrados.

—Es más grande que muchos países del mundo de los vivos —dijo él mientras conducía al grupo a lo largo de la avenida des Champs-Blóde. Cassie percibió pronto la influencia francesa, sobre todo cuando pasaron bajo el enorme Arco de Miserius, donde cadáveres de camadas colgaban boca abajo de unos ganchos de hierro incrustados en los sillares. Sin embargo, y a diferencia de los que había visto en el puente sobre el río Estigio, aquellos cuerpos no mostraban signos de moverse.

—Aquí los cuerpos humanos no pueden morir, pero prácticamente todo lo nacido en el Infierno sí —explicó Via—. Troles, diablillos, camadas, casi todas las especies inferiores de demonios. Nacen sin alma. Incluso los grandes duques pueden morir.

—¿Entonces solo las almas humanas son inmortales aquí? —preguntó Cassie.

—Seres humanos y ángeles caídos —respondió Xeke—. Eso es todo.

—Los gólems no cuentan porque son artificiales. Es casi imposible matarlos, pero son estúpidos —señaló Via—. Por ahí va uno.

La cosa estaba de pie en una esquina y medía más de dos metros y medio de alto. Su cuerpo, construido con arcilla del lecho fluvial, brillaba húmedo bajo la luz sulfurosa de una de las farolas de la calle. Parecía tan inanimado como una estatua, hasta que algo atrapó la atención de los agujeros que tenía por ojos e hizo que se dirigiera hacia un callejón.

—Los gólems son como policías de a pie, el rango inferior de los alguaciles —dijo Xeke—. Los programan mediante hechizos para que sepan lo que deben buscar.

—¿Pero no decíais que erais fugitivos? —reflexionó Cassie—. ¿No teméis que un gólem pueda ir a por vosotros?

—Qué va. No son capaces de identificar a la gente, solo actividades criminales. Los XR como nosotros estamos a salvo de ellos. Pero los ujieres son otra historia, y también los reclutas. Esos tienen cerebro.

—Los ujieres son nativos del Infierno, la raza de demonio más feroz, y los reclutas son un mestizaje de orgos e inframurciélagos. Pero la mayoría se integran en los escuadrones de mutilación —añadió Via—. De lo que más tenemos que preocuparnos los XR y los demás fugitivos es de los otros humanos que leen los tablones de búsqueda de cada distrito. Los alguaciles disponen de un amplio presupuesto para soplones y espías, así que supone una gran tentación. Aquí la traición es un modo de vida.

En la siguiente calle vieron escurrirse a varias polterratas. Eran más grandes que las ratas normales y poseían vagos rasgos faciales humanos. Cassie también se fijó en que sus patas parecían más bien manos de niños.

—Cada vez que un cuerpo espiritual queda tan destruido que el alma es transferida a alimañas o protodemonios —dijo Xeke—, también se traspasan algunos atributos físicos humanos.

Via arrojó hacia ellas de una patada una lata en la que ponía: «SALCHICHAS VIENESAS DE CEREBRO DE TROL».

—Las polterratas son posiblemente las peores sabandijas. Tienen un anestésico en la saliva que impide que te despiertes cuando te muerden. Constituyen un auténtico problema en los guetos. Una noche te vas a dormir como siempre, y cuando te levantas ya no tienes cara, o te han devorado toda la carne de los brazos o de las piernas, y todo lo que te queda son los huesos. Las baforachas también son bastante desagradables. Te ponen huevos debajo de la piel y la única forma de sacarlos es abrir.

Xeke les lanzó otra lata. En esta se leía «CHÓPED HUMANO».

—Y no olvidemos la peste más infame del Infierno, las cacogarrapatas. Se te meten en el pelo y perforan el cráneo hasta alimentarse de tu fluido espinal. Una garrapata puede dejar seco a un humano en nada de tiempo. Te jode bien jodido. Pero no te preocupes, nuestras gemas nos protegen de casi todos esos peligros.

Por algún motivo, Cassie no se sentía demasiado tranquila.

En ciertos cruces creyó notar un temblor bajo los pies, y por las rejillas de las alcantarillas asomaron humo y lenguas de fuego. Pero entonces Xeke y Via le explicaron que los cimientos del Infierno eran en verdad azufre, y que los sectores subterráneos llevaban siglos ardiendo con llamas que jamás se extinguirían. Una manzana más adelante cruzaron a la otra acera, y de pronto Cassie tuvo que caminar cubierta hasta el tobillo por una grotesca licuefacción viscosa.

—¡Puag! ¿Qué es esto?

—Oh, lo siento, se nos olvidó advertirte. —Las botas de Xeke avanzaban con pesadez entre aquella mugre—. A veces los fuegos de abajo son tan intensos que el Departamento de planta física tiene que desviar una cloaca por la superficie.

Pese a que la pócima que había ingerido impedía una reacción de desagrado, Cassie se sintió escandalizada.

—¿Quieres decir que estamos caminado sobre…?

—Aguas residuales satánicas —respondió Xeke con despreocupación.

«Fantástico —pensó Cassie, encogida al notar la humedad alrededor de sus pies—. Nota mental: no llevar chanclas en el Infierno».

Susurro le dio un golpecito en el costado y señaló hacia arriba. Detrás de más edificios, Cassie vio una lúgubre torre del reloj de estilo gótico que se elevaba al menos cincuenta pisos. Pero la esfera de lo alto no tenía manecillas.

Xeke pareció bromear cuando dijo:

—¡Eh, atención, pongamos en hora nuestros relojes!

Fue entonces cuando Cassie descubrió otra cosa rara: tanto Via como Xeke y Susurro llevaban reloj, pero los tres estaban como el de la torre: en blanco.

—¿Relojes sin manecillas? —indagó, extrañada.

—Es una de las primeras leyes de orden público —explicó Via—. Todo el mundo debe llevar un reloj que no indique la hora, y cada distrito de la ciudad tiene una torre del reloj, como esa de ahí. Es para que nunca olvidemos que estaremos aquí para siempre.

—El tiempo es ilegal en el Infierno —comentó Xeke—. En realidad no hay modo de seguirle el rastro. Aquí siempre es de noche y la luna —apuntó al cielo, de un oscuro color carmesí, y donde colgaba el siniestro satélite con forma de hoz— está siempre en la misma fase. Mira tu propio reloj.

Cassie echó un vistazo al pequeño Timex que solía llevar. Ya no hacía tictac y sus manecillas se habían detenido unos minutos después de la medianoche, cuando atravesaron el paso de los muertos.

«El tiempo aquí… no existe».

La fascinación de Cassie aumentaba con cada nuevo aspecto que descubría. Al fin, Xeke las condujo a un amplio edificio. En el letrero del dintel se leía: «PUNTO DE ENCUENTRO PARA RECIÉN LLEGADOS», y otro cartel situado en el interior decía: «¡BIENVENIDOS A LA GALERÍA DEL PARQUE POGROMO! ¡CONOCED VUESTRA CIUDAD! ¡AMAD VUESTRA CIUDAD!».

La habitación, alargada y diáfana, tenía las paredes cubiertas de brillantes fotomurales que a Cassie le recordaron a un centro de turistas, y que mostraban imágenes de los puntos de interés de la zona. A continuación los inspeccionó uno a uno, estudiando las fotografías de los hitos más importantes del Infierno: La zona industrial y sus muros de vigas de hierro de treinta metros de alto. Dentro de ese vasto complejo se erigía la central de energía principal de la ciudad, el horno de fundición y escoria y las estaciones de procesado de carne y de triturado de huesos. Una instantánea mostraba a miles de trabajadores indigentes que arrancaban la carne de los cadáveres. Interminables cintas transportadoras llevaban los despojos a las plantas de pulverización para procesar la comida; otras trasladaban los huesos para que los machacaran y fabricaran con ellos ladrillos y cemento. En el depósito de combustible, unas tolvas con ruedas soltaban azufre en bruto a toneladas para que los encorvados operarios lo redujeran a mano a trozos más pequeños. Era el interminable suministro de combustible de la ciudad.

La Universidad de Rais se extendía a lo largo de incontables hectáreas y, por su distribución, casi parecía un campus. Allí, los mejores brujos de la región instruían a sus pupilos en las artes más negras: adivinación, tortura psíquica, transposición espacial y lo último en irritación.

La Casa de la moneda de Rockefeller proporcionaba a la ciudad todas sus divisas: tanto las monedas de latón y estaño con la efigie grabada de los antipapas, como los billetes infernales, hechos con piel de demonio procesada.

Los Altos de Osiris se alzaban orgullosos y exclusivos. Era el distrito residencial de los supremos jerarcas, que disfrutaban de una eternidad llena de privilegios en elevados y sublimes edificios. La suite típica gozaba de las últimas comodidades: jaulas de furcias, presas para cráneos, damas de hierro y pulcros crematorios de tamaño íntimo. La televisión, que no funcionaba con electricidad sino mediante ondas psíquicas theta, ofrecía los mejores canales de torturas sin excepción.

La plaza Bonifacio comprendía manzanas enteras dedicadas a los servicios y el ocio. Desde los más elegantes restaurantes, especializados en la mejor cocina demoníaca, a los más vulgares vendedores ambulantes que empujaban carritos con brochetas de carne achicharradas por el fuego. De opulentos clubes nocturnos a cuchitriles llenos de camorristas que se hacían pasar por bares. De salas de striptease, burdeles y clubes de peepshow al ostentoso Palacio de la ópera de Federico el Grande. En la plaza se podía obtener toda clase de entretenimiento abisal.

El edificio J. Edgar Hoover existía tanto en el mundo de los vivos como en el reino de Lucifer. Sin embargo, allí la inmensa construcción gótica albergaba la Cárcel central y sus millones de ocupantes, la Agencia de perpetuación de las drogas, la Comandancia de las divisiones de Mantés (dirigidas por un expresivo caballero llamado U.S. Grant), el batallón de reacción rápida Tamerlán y, por supuesto, el departamento oficial de policía de Satán: la Agencia del alguacilazgo.

Otros puntos de interés eran el hospital conmemorativo Tojo, la biblioteca John Dee y los Archivos infernales, la abadía de San Iscariote y la infame Agencia de transfiguración e investigación teratológica.

Los jerarcas aún más ricos y que disfrutaran montando las olas, siempre podían abrir sus cabañas junto a las orillas del precioso Mar de Cagliostro, lleno de sangre.

La fascinación de Cassie no dejaba de crecer. El último mural de la galería ocupaba toda la pared posterior y mostraba, desde distintos ángulos, el rascacielos más espectacular que pudiera imaginarse. Monolítico, de un pálido color gris, el edificio debía de alzarse kilómetros en el aire contaminado y vigilaba la ciudad con sus cientos de miles de ventanas de aspillera. Se podía ver a las gárgolas que rondaban por los salientes de piedra de cada nivel y los cacomurciélagos que anidaban en los caballetes de hierro que, entrecruzados, formaban el puntiagudo mástil de la antena que coronaba la estructura. Una toma desde la repisa más alta hizo que Cassie se mareara solo de ver la panorámica de la ciudad.

—El Edificio Mefisto —lo identificó Via—. Allí es donde vive Lucifer. 666 pisos hasta lo alto.

Cassie entrecerró los ojos ante otra foto de la morada metropolitana del Diablo tomada más de cerca. La parte inferior parecía rodeada por un perímetro de algo brillante y rosado.

—¿Qué es eso? —preguntó—. Lo que está alrededor del edificio. Casi parece orgánico.

—Lo es —respondió Xeke—. Lo llaman las Madrigueras de carne. Es un laberinto de bloques interconectados que en realidad están vivos. Es como una zona orgánica de seguridad, una catacumba de carne viva y modelada que posee su propio sistema inmunológico. Puedes considerarlo la alarma casera contra ladrones de Satán. Es imposible entrar. De vez en cuando un grupo terrorista las invade y trata de llegar hasta Lucifer, pero nunca sale de ahí.

Pero eso motivó otra pregunta:

—¿Por qué iba a querer nadie atacar a Lucifer? —inquirió Cassie—. ¿No es el dios aquí en el Infierno? ¿No lo adoran?

—Es adorado por orden de la ley, pero son millones los que lo odian. Hay literalmente miles de millones de humanos, y también demonios, a los que les encantaría ponerle las manos encima.

—Pero es un ángel caído. No lo pueden matar.

—No, pero sí que pueden joderlo de lo lindo. Lucifer gobierna sobre todas estas tierras pero, si quieres saber la verdad, pasa aterrado cada segundo de su inmortalidad. Quizá este sea su propio infierno. En cualquier caso, ese es el motivo por el que hizo que las Madrigueras de carne crecieran alrededor de todo el edificio, para que nadie pudiera entrar.

La explicación logró que Cassie reflexionara en lo que él había comentado un momento antes.

—¿Y qué acabas de decir? ¿Que hay terroristas aquí?

—Oh, y tanto. La mayoría es bastante variopinta. No están demasiado bien armados ni organizados. Son insurgentes, milicias rebeldes que entablan una pequeña contienda de guerrillas contra el ejército de Lucifer y sus alguaciles. Ha habido movimientos revolucionarios en el Infierno desde que este existe. —Xeke parecía abatido—. Pero esos grupos siempre acaban vapuleados. Nunca surgirá una fuerza terrorista que pueda oponerse a Lucifer.

Xeke señaló un cartel que habían puesto al lado del mural. En él decía:

SE BUSCA:

EZORIEL, ENEMIGO PÚBLICO NÚMERO UNO

(RETRATO ROBOT NO DISPONIBLE)

—¿Ezoriel? —preguntó Cassie—. Ese nombre suena casi angélico.

—Lo es —replicó Xeke—. Ezoriel era la mano derecha de Lucifer, el segundo ángel que Dios expulsó del Cielo. Pero no le gustó el modo en que Lucifer gobernaba esto, así que organizó una revuelta en el parque Satán y a partir de ahí comenzó a formar su propio grupo rebelde. Lo llaman la Rebeldía del parque Satán, y ahora es la mayor organización terrorista de la ciudad. Ezoriel jura que algún día depondrá a Lucifer, pero todo lo que puedo desearle es buena suerte. Ha lanzado algunos ataques contra las Madrigueras de carne, pero siempre son repelidos.

«Terroristas —pensó Cassie—. Revolucionarios en el Infierno». Todo aquello sonaba maravillosamente fascinante. Entonces volvió a mirar las fotos del mural. No podía ni imaginarse la tecnología biológica y mágica que tuvo que ser necesaria para crear algo como las Madrigueras de carne. Un laberinto… viviente.

—Jesús —murmuró asombrada.

Xeke rio.

—A Él no lo encontrarás aquí, pero de vez en cuando podrás ver a Judas meneando el esqueleto por la ciudad. Vamos, salgamos de este sitio. Tenemos cosas que hacer en los guetos…