Aquel ser de las tinieblas suspiró.
La llamaban de muchas maneras distintas: Lilû, Lilitu, la diosa de Ardat, la Madre de las rameras y de todas las abominaciones de la Tierra…
Pero su verdadero nombre era Lilith.
Oportunidades como aquella eran escasas y muy distantes entre sí. Por primera vez en décadas respiraba el aire terrenal. Se sentía embriagada, era un lujo casi excesivo comparado con la familiar peste de su hogar. Se atiborró de aquel aire que la hacía sentir feliz y despreocupada.
La encarnación estaba a punto de completarse.
Podía sentir ya su propio cuerpo mientas la subcarnación seguía fermentando. A diferencia de su progenie de súcubos, no tenía la piel violeta sino de un color rosado fresco y ruboroso, como begonias en flor o como el interior de la mejilla de un recién nacido. Alzó sus elegantes manos. Se acarició los senos erectos y estimuló los oscuros y protuberantes pezones. Se pasó un largo dedo por el surco de su sexo y siseó de placer.
Volvía a existir sobre el mundo, pero sabía que su precioso tiempo allí había de ser breve.
La hembra a la que había estado manipulando se deslizó y cayó a un lado, dejándole al peón macho abierto de piernas y totalmente inmóvil sobre el suelo, con la piel blanca como una patata pelada. Lilith se inclinó sobre él. Sonreía de placer con ojos relucientes.
Apretó la mano contra el pecho del peón y sintió unos escasos latidos, lentos y débiles.
Ya estaba más muerto que vivo, de ahí el final de la encarnación. Pero cualquier rastro de vida, incluso una pizca, le resultaba ofensivo.
Su mano apretó con más fuerza…
Sssssíííí…
Más fuerte.
Sssssííííí…
Más fuerte.
Muere…
El agotado corazón latió una vez más y luego se detuvo, y en ese mismo instante ella abrió la boca e inhaló el último aliento del moribundo.
El sabor de la muerte era dulce como la miel caliente.
Se puso de pie en la oscuridad y se estiró sin prisas, sacando pecho. El reloj de la pared le devolvió la mirada y le demostró que el conjuro había funcionado a la perfección. No hacía tictac y las manecillas no se movían.
Echó una mirada por la ventana y se deleitó con la imagen de la noche estrellada y la luna gibosa con su mundano color amarillo.
—¿Cómo caíste del Cielo, lucero brillante[15]?
Entonces la misteriosa seductora se giró y salió de la habitación en silencio.
Sus luminosos ojos se maravillaban de lo que veían, del siniestro mobiliario de la casa, los cuadros y los oscuros papeles pintados. En las escaleras vio una aparición, la cual no le prestó atención porque carecía de conciencia. Los fantasmas no eran más que otro de los maravillosos elementos de atrezzo que había creado su señor, y trabajaban con eficacia para el mal. Llevaban miles de años infundiendo el temor en los corazones de las mezquinas criaturas de Dios.
Pero para el gusto de Lilith no eran lo bastante reales.
El fantasma (el antiguo propietario de aquella casa) también había servido bien al mal. En Mefistópolis su cuerpo espiritual había sido recompensado generosamente por sus actos innombrables. Fenton Blackwell era ahora un gran duque que asesinaba crías de híbridos para toda la eternidad, mientras que allí, a una distancia incalculable, su fantasma perduraba.
El espectro recorría la escalera arriba y abajo en su interminable penar, arrastrando tras de sí el fardo de bebés atados. Era una imagen impresionante.
Pero Lilith deseaba tener a un hombre de verdad, un hombre vivo con el que pudiera saciar su lujuria. Alguien a quien dejar seco de toda voluntad, fe y fuerza vital, un recipiente de verdadera carne del que pudiera beber como una copa de dulce vino.
Era una pena que la casa estuviera oscura y vacía.
Pero así como se sabía que Dios respondía los rezos de sus fieles, cabía la posibilidad de que Satanás pudiera hacer lo mismo, pues solo un instante después el negro corazón de aquella criatura de las tinieblas se llenó de júbilo. Justo cuando había determinado que aquella inquietante casa carecía de cualquier cosa que pudiera usar para su placer…
«¡Oh, qué maravilloso regalo!»
Otra figura apareció en las escaleras.
No era el fantasma…
—¿Quién… diantre… eres…?
Pero nunca terminó la pregunta, pues ya había sucumbido a su potente mirada. Era desaliñado, gordo y estúpido, pero al menos era real. Lilith pudo oler su basta y grosera lujuria como una serpiente que cata el aire con su lengua bífida, y su voz fue como el agua cristalina que cae entre las piedras de un arroyo cuando lo miró y dijo:
—Ven aquí.