I

Cuando Cassie aporreó la puerta de salida y logró abrirla, se encontró en un estrecho callejón de ladrillo del que emanaban los olores más terribles. Las lenguas de fuego surgían desde las rejillas de hierro del pavimento. Al principio, todo lo que pudo oír fue el rugido de las llamas, pero luego…

Pisadas agudas, veloces.

Cassie forzó la vista entre el humo y vio a su hermana a lo lejos, corriendo por el callejón.

—¡Lissa! —gritó tan fuerte como se lo permitían sus pulmones. Comenzó a perseguirla.

Las baforachas crujían como nueces bajo sus pies. Tras otra carrera, resbaló en una mancha de cieno y cayó. Su cara quedó a pocos centímetros de una de las rejillas de hierro del asfalto.

Otro rostro le devolvió la mirada.

—Ayúdame —suplicó desde abajo, entre las llamas.

Pero Cassie no podía, ¿qué iba a hacer? Se apoyó en las rodillas despellejadas para ponerse en pie y reanudó la persecución.

—¡Adelante, chica! —jaleó una cabeza cortada desde donde la habían dejado tirada. Cassie se esforzó por ganar velocidad, pero entre el humo apareció un obstáculo: un diablillo de ciudad, obviamente un adicto al zap. La criatura se convulsionaba en el suelo, gimoteaba y sus torpes zarpas manejaban la larga aguja hipodérmica. Cassie saltó por encima mientras él se metía la jeringuilla por la nariz y se inyectaba la droga en lo más profundo del cerebro.

Por delante, Lissa llegó al final de callejón, giró y desapareció.

—¡Lissa! ¡POR FAVOR, vuelve! —aulló Cassie.

Resbaló con más barro asqueroso, y en su carrera pisó por accidente a una polterrata. El roedor chilló y vomitó las tripas por su dentuda boca cuando el tacón de Cassie lo aplastó. Al aproximarse al extremo de la calleja, oyó unas pisadas por detrás: Via y Susurro.

El callejón desembocaba en una intersección que relumbraba gracias a las farolas de fósforo. Se había levantado una niebla mefítica que difuminaba aquella extraña luz amarilla. En la cornisa de un edificio cercano, al otro lado de la calle, se reunieron varias gárgolas que la miraron fijamente. Cassie pegó un brinco asustada cuando un humano putrefacto que se encargaba de la parrilla de un puesto callejero le ladró:

—¡Acércate! ¡Compra aquí mismo tus humanburguesas bien calentitas! ¡Por dos monedas, preciosa! ¡Las mejores humanburguesas de la plaza!

Cassie echó un breve vistazo a los sospechosos trozos de carne que siseaban en la parrilla.

—¿Has visto salir de aquí a una chica hace nada?

—Compra una humanburguesa y te lo diré —sonrió él.

La furia de Cassie estalló.

—¡No tengo dinero para una puta HUMANBURGUESA! —rugió—. ¡Y ahora dime si has visto…!

Pero en un instante, un resplandor de brillantes chispas salidas de la nada destelló ante ella y…

—¡Me cago en Dios, preciosa!

… la cabeza del vendedor ambulante se abrió por la mitad como una sandía atravesada por una bala de fusil. Una parte de los sesos aterrizó directamente sobre la parrilla y comenzó a freírse.

«¡Ha vuelto a suceder! —pensó Cassie aturdida—. ¿Qué ha sido eso?»

Pero no había tiempo que perder en reflexiones. Volvió a divisar a Lissa en una esquina, a una manzana de distancia. Retomó la persecución a través de aquella fétida bruma.

—¡Maldita sea, Lissa! ¡No corras!

Pero su hermana aceleró y se alejó por la calle a toda prisa. La niebla la envolvió y de pronto sobrevino un ruido como de ruedas chirriando…

—¡LISSA!

Después llegaron a sus oídos un grito y un aciago sonido de impacto, y a continuación un resoplido metálico. A Cassie se le hundió el corazón en las tripas. Sabía lo que había pasado sin necesidad de verlo.

De entre la niebla surgió una especie de automóvil alargado que cogió velocidad sobre el asfalto. En el asiento de atrás de aquel estrambótico vehículo a vapor se sentaba un grueso gran duque astado, mientras que el chófer era un demonio inferior. El parachoques de hierro brillaba con la sangre.

«¡Oh, Dios mío!»

Cassie se apresuró a llegar hasta el lugar de los hechos. Cuando estuvo más cerca pudo ver a Lissa tirada en medio de la calzada, entre la neblina. Algunas polterratas ya se aproximaban a ella; Cassie las apartó a patadas, horrorizada.

—¡Oh, por favor, Lissa! No te…

Via y Susurro aparecieron por detrás a la carrera.

—¡Rápido! ¡Sácala del asfalto!

La arrastraron hasta la acera.

—¡Haceos a un lado, zorras tarambanas! —gruñó una voz mientras resonaba el claxon.

Otro coche a vapor pasó traqueteando a toda pastilla junto a ellas, apenas a unos centímetros de distancia.

Pero a Cassie ya nada le importaba. Lissa no se movía. La llevaron hasta un banco del parque construido con huesos de demonios y la tumbaron encima. Una farola iluminó su rostro a través de la neblina.

—Mierda —dijo Via—. Está muerta.

—¡No! —Cassie cayó de rodillas, sollozando. Tomó la mano inerte de Lissa. Estaba fría. Entonces apoyó la cabeza sobre el pecho de su hermana y lloró.

—Lo siento muchísimo —dijo Via. Susurro rodeó a Cassie con el brazo para consolarla.

—He recorrido todo este camino para encontrarla y decirle lo mucho que me apena su suicidio —sollozó Cassie—, ¡y en lugar de eso lo que consigo es que la maten! ¡Si no la hubiera perseguido…!

—No es culpa tuya. No puedes responsabilizarte.

Cassie apartó el pelo de la cara de su hermana, y cuando vio su rostro lloró con más fuerza. Lissa parecía tan guapa y vibrante como lo había sido en el mundo de los vivos.

«¡Y ahora está MUERTA! ¡Por MI CULPA! ¡Ahora su alma ha sido transferida a un insecto o a una rata y TODA LA CULPA ES MÍA!»

—Espera un momento —dijo Via, con un tono de sospecha en la voz—. Esto no es normal.

—¿Qué? —musitó Cassie, aturdida.

—Quiero decir que… Mírala. Hay algo de sangre, pero… eso es todo. No tiene mala pinta.

—¿De qué estás hablando? —bramó Cassie—. ¡Está muerta! ¡La ha atropellado un coche!

—Échate a un lado —ordenó Via con severidad.

Cassie se alejó unos pasos, perpleja.

»Ajá, tal como yo pensaba —dijo Via cuando se arrodilló para examinarla más de cerca. Apretaba con las manos el pecho de Lissa—. No tiene caja torácica.

—Eh…, ¿qué?

—Cassie, ¿cuál fue una de las primeras cosas que te explicamos sobre la condenación? Cuando vas al Infierno, recibes un cuerpo espiritual que es del todo idéntico al que tenías en la Tierra. Pero aquí hace falta mucho más que esto para matar un cuerpo espiritual. Debe quedar completamente destruido para que tu alma pueda ser transferida a otra criatura. Esto no es nada.

Cassie se enjugaba las lágrimas de las mejillas.

—¡No entiendo nada de lo que estás diciendo!

Via volvió a incorporarse mientras asentía.

—Joder, a mí me han atropellado coches a vapor unas cuantas veces y no me he muerto. Es imposible, Cassie. El daño que inflige no es ni remotamente el necesario.

—Sigo sin comprender adónde…

Via la interrumpió con brusquedad.

—Que esta no es Lissa, eso es lo que intento decirte.

Aquello resultaba demasiado confuso. Cassie miró de nuevo y se sintió convencida de que el cuerpo del banco era el de su hermana. Tenía el vientre al descubierto y se veía el mismo tatuaje de alambre de espino que Lissa llevaba alrededor del ombligo. Y la cara era la prueba definitiva. Era idéntica a la de Cassie.

—Es un maldición, Cassie. No es Lissa.

—¿Quieres decir que esta no es…?

—No es ella, sino una falsificación. Confía en mí, ya he visto cosas así antes.

Susurro también asentía para corroborarlo ante su amiga.

—Es un maldición —repitió Via—. Los fabrican para los alguas en el Sector industrial, con hechizos de animación y escultura orgánica. Los sacerdotes hungan que tiene Lucifer en el Departamento de investigación vudú preparan estos maldiciones a partir de una muestra de tejido de la persona auténtica. Podríamos llamarlo la ingeniería genética del Infierno. Lo que te estoy diciendo es que esa cosa del banco no es Lissa, no es un cuerpo espiritual. Es solo un saco de carne animada que fue creado para parecerse a tu hermana hasta el último detalle.

¿Podía ser cierto aquello? Pero Cassie no era capaz de creérselo, no encontraba la manera.

—Demuéstraselo, Susurro.

La expresión de Susurro pareció tratar de reconfortarla mientras sacaba un cuchillo pequeño con gemas en la empuñadura. Se inclinó hacia delante y…

—¿Estás loca? —aulló Cassie.

—Cálmate —dijo Via mientras la apartaba.

Susurro clavó el cuchillo en el abdomen de Lissa y la abrió en canal hasta la barbilla. Cassie esperaba ver huesos y órganos internos, pero cuando la hoja lo atravesó, fue como si el cuerpo se desinflara.

Por la incisión se derramaron oleadas de lo que solo se podía describir como papilla orgánica y que a Cassie le recordó a picadillo de cerdo. La pasta rezumó hasta formar un montoncito sobre la acera, dejando tras de sí una bolsa de piel vacía.

—¿Ves?

«Tienen razón».

¿Cómo podía discutírselo, con la prueba en forma de papilla húmeda?

«No es Lissa, solo una cosa que han fabricado para…» Pero no lograba imaginar un solo motivo para aquello. ¿Por qué iban a molestarse las autoridades en crear un clon de su hermana?

—La buena noticia es que Lissa no está muerta —dijo Via. Incluso Susurro pareció preocupada ante lo que sugerían sus palabras—. La mala que el Alguacilazgo anda tras nosotras.

—¿Pero por qué…? ¿Cómo?

—Solo existe un motivo por el que podrían fabricar un maldición, Cassie. Lo han usando como cebo, y por eso mismo tenemos que largarnos de aquí cuanto antes. —Entonces tiró de Cassie para que se pusiera en pie y las tres huyeron a la carrera en medio de la niebla.

—¿Un cebo? —preguntó Cassie mientras resoplaba por el esfuerzo físico.

—¡Un cebo para montar una trampa!

—¿Y para quién es esa trampa?

—¡Para ti! —respondió Via.