Bill Heydon hizo el amor salvajemente con la mujer, al principio en la cama y después sobre el suelo. La experiencia lo rejuveneció y le hizo quitarse decenios de encima. Tras el segundo coito, se derrumbaron uno en los brazos del otro. Su sudor brillaba como una rudimentaria loción y los dos jadeaban por el placer alcanzado.
Bill todavía no había recobrado el sentido común y, eso estaba claro, la señora Conner no lo había tenido en ningún momento. Lo había seducido, ¿cierto? Era ella la que se había colado en su cama.
Y a partir de ahí todo se reducía a los impulsos básicos humanos. Eran trogloditas de diez mil años atrás, que se aprovechaban el uno del otro para saciar sus necesidades.
Ella yacía con la cabeza sobre su tórax y él la rodeaba con los brazos laxos. Otra parte de su cuerpo también estaba flácida, y Bill supuso que por el momento así iba a seguir. «Dios todopoderoso —pensó—. Desde luego, esta mujer sabe f…» Pero entonces ella deslizó la rodilla entre sus piernas y con la punta de la lengua rodeó su tetilla. Bill inhaló los aromas a jabón de hierbas de su pelo y el olor a almizcle que compartían. Sus senos se apretaron con fuerza contra su cuerpo y pudo notar el latido de su corazón. Lo que más deseaba Bill era hacerlo otra vez, pero recordó la cruda realidad que le imponía su edad. «Esta vieja grulla no va a poder levantar el vuelo hasta dentro de un rato».
Pero el deseo de la señora Conner resultaba cada vez más evidente. Quería hacerlo de nuevo, y su insistencia y la atracción que sentía por Bill lograron que él se sintiera aún mejor. Desde que lo abandonó su esposa, había pasado bastante tiempo sin que lo deseara ninguna mujer, en parte por culpa del devengo continuo de kilos que conllevaba la mediana edad. Pero, decididamente, aquella noche Bill Heydon estaba recuperando gran parte de la seguridad en sí mismo, largo tiempo extraviada. Unas horas antes tenía asumido el hecho de ser un barrigón inútil que ya descendía la cuesta, un tipo que iba a pasar el resto de su vida rascándose el culo a través de unos pantalones cortos y viendo fútbol en la tele. Pero ahora estaba despatarrado sobre el cálido suelo de madera junto a una preciosa mujer desnuda que lo deseaba.
De los labios de esta comenzaron a escapar pequeños gemidos, y su cariñoso jugueteo poscoital pronto pasó a convertirse en algo más serio. Acercó la boca abierta hasta la suya y empezó a chuparle la lengua de nuevo. Su aliento se coló en su pecho y Bill experimentó un estremecimiento en las caderas al sentir la oleada de sensaciones que volvían a emerger. Los cálidos dedos de la mujer avanzaron por su vientre hasta llegar a la ingle.
Bill soltó una risita.
—Cielo, no creas que no quiero porque es todo lo contrario. Pero me parece que no va a suceder gran cosa en lo que queda de noche.
La sonrisa de la señora Conner contradecía las palabras de Bill. La mano trabajó un rato más con enorme habilidad y pronto su propio cuerpo desmintió lo que acababa de decir.
«Dios, no me lo puedo creer…»
La expresión complacida de la mujer desapareció unos momentos; tenía la boca ocupada en otra parte. Bill se quedó mirando fijamente la oscuridad. La intensidad del placer lo impulsaba a inclinar la cabeza adelante y atrás. En un momento dado sus ojos se posaron sobre el reloj de pared, pero estaba demasiado embargado por el júbilo como para reparar en que hacía una hora que se había detenido.
Desafiando su propia incredulidad, se sintió listo de nuevo. Contempló la prueba material. «¡Santa María! ¿Eso es mío?», pensó. A continuación ella volvió a montarlo a horcajadas, con suavidad pero llena de ímpetu. Lo estaba tomando.
El vaivén se congeló en la escena más erótica. Estaba sentada encima de él y el sudor de su piel brillaba como polvo de oro. La silueta de su cuerpo robusto y de sus pechos se perfilaba con los finos rebordes de la luz de la luna.
—Dios, eres preciosa —murmuró, mirando hacia arriba.
La señora Conner se limitó a sonreír con sus ojos libertinos fijos en él. No respondió, y Bill no cayó en la cuenta de que no había dicho nada en absoluto desde que se la había encontrado en la cama. Pero cuando un simple movimiento de caderas volvió a llevarlo a su interior, habló por primera vez aquella noche, repitiendo la misma palabra varias veces:
—Más… más… más…
Bill abrió los ojos de par en par. Algo no iba bien.
El tono con el que las había pronunciado no se parecía en nada a la familiar voz dulce de acento sureño de la señora Conner.
Aquellas palabras ansiosas surgieron como un borbotón de suboctavas oscuras y sofocantes. No, no era la voz de la señora Conner.
Era la voz de la lujuria más pura.
La voz del pecado definitivo.
Era la voz de todas las putas de Gomorra.