III

Cassie se asomaba por una escarpada muralla de la torre más alta de la fortaleza de Ezoriel. Aquel rincón secreto de las Infrasferas parecía desafiar todas las reglas de la geografía, incluso para tratarse del Infierno. ¿Era un castillo en las nubes? ¿Se encontraba en algún otro punto de Mefistópolis? La primera vez que habían estado allí, Via había llegado a sugerir que las Infrasferas ocupaban un plano de existencia física relativamente próximo al Cielo.

Pero sabía que en aquel lugar un simple centímetro podía equivaler a un millón de kilómetros en el mundo real.

Allí el cielo no era escarlata. En realidad parecía carecer de color descriptible, aunque flotaban volutas de nubes de tonos azulados y el aire era tan fresco que amenazaba con embriagarla suavemente. Un paraíso en el reino de los condenados. Pero pese a todos sus lujos y su pureza, la fortaleza de Ezoriel demostraba la dedicación de su señor. El ángel caído podría haber decidido pasarse toda la eternidad rodeado de aquella belleza, toda una tentación en aquel lugar que, de hecho, había sido creado por culpa de la tentación. Pero había optado por arrostrar los riesgos de las terribles calles y pasajes de la ciudad para proseguir su batalla contra la tiranía de Lucifer y su gobierno.

La brisa acarició su piel viva. Cuando se asomó a la infinita distancia, creyó ver un gorrión volando.

Se aproximaron unos pasos.

Se giró sobre la muralla de roca y vio a Ezoriel, vestido con un resplandeciente peto plateado, que venía en su dirección por el estrecho parapeto.

Su voz seguía recordándole a la luz brillante.

—¿Necesitáis algo, Bendita?

—No —dijo Cassie.

—Aunque se perdió la batalla, hemos ganado mucho: la posibilidad de luchar de nuevo. Y así será siempre. Tu presencia nos ha bendecido, y por ello cuentas con nuestro agradecimiento eterno.

—En realidad no he hecho nada —dijo ella—. Lo intenté, pero todo se fue al garete.

—Has conseguido mucho más de lo que puedas imaginar. No solo has infligido a Lucifer la peor ofensa de su reinado, sino que nos has entregado a mis legiones y a mí un regalo inapreciable.

«¿Un regalo?», se preguntó.

—¿Cuál?

—La esperanza —dijo el ángel caído— en el reino de los desesperados.

Cassie se encogió de hombros, desanimada.

»Aunque nunca regreses al Infierno, algo que te recomiendo fervientemente, jamás olvidaremos el tiempo que has pasado entre nosotros. Tu espíritu y tu presencia nos han proporcionado una fuerza inagotable.

—Vaya, es muy amable por tu parte decir eso —replicó Cassie sin fuerzas—. Me gustaría volver algún día para ayudaros, pero… —¿Qué podía decir? ¿Que tenía miedo? Por supuesto que lo tenía—. Mi padre y mi vida me esperan en otro lugar.

—Por supuesto. No perteneces a este mundo.

«Si regreso podrían matarme», comprendió. ¿Cuántas veces había estado ya a punto de morir? Su voz se endureció.

—¿Qué pasa si una etérea muere? Me refiero a si muere en el Infierno.

—No puedo decírtelo —brilló la voz de Ezoriel—. Es un secreto.

«Genial», pensó Cassie mientras se apoyaba en la muralla con las manos debajo de la barbilla. Pero Ezoriel estaba en lo cierto, e incluso si era el miedo lo que más la impulsaba a no regresar nunca, también ella tenía razón. Su vida, su cuerpo y su mente del mundo de los vivos eran un bien precioso. La vida en sí misma era inestimable, y ahora lo sabía. Su experiencia en el Infierno, el haber tenido que pasear entre toda aquella pobreza y desesperación sin límite, al menos había servido para enseñarle eso.

Sentía vergüenza al recordar la época en la que odiaba su vida y quería ponerle fin. Ahora comprendía lo equivocada que había estado, y lamentaba no haber valorado lo suficiente el mundo de los vivos. No volvería a cometer ese error.

Mientras estaba allí en la muralla, con el ángel, se reavivaron sus dudas.

«Lissa».

—Cuando estuvimos en la guarida de Blackwell —expuso—, Lissa dijo algunas cosas que no logro entender. Comentó que te conocía, ¿no es así? Dijo que una vez fuisteis amigos.

—Sí.

—¿Cómo es posible?

—Confío en que te fijaras en la señal de su vientre —dijo Ezoriel—. El pentagrama. Era una banda de transposición. En tu mundo, los rancheros marcan al ganado para demostrar su propiedad. Aquí funciona de modo similar, pero no se limita a ese cometido.

Cassie dedujo que, al menos, la marca indicaba que Lissa era propiedad de alguien. De algún morador del Infierno.

—Transposición —repitió la palabra—. ¿No fue un hechizo de transposición el que me permitió usar la reliquia de poder para situar mi espíritu en los huesos?

—Para transponer tu espíritu, sí. Tu alma abandonó tu cuerpo físico para ocupar otro. —Ezoriel la miró desde lo alto—. Así que espero que eso te sirva de cierto consuelo.

La mirada que le devolvió Cassie le demostró que no había entendido nada. Su voz, como una extraña luz, explicó:

»Del mismo modo que tu espíritu fue traspuesto, también lo fue el de tu hermana. De ahí la marca a fuego.

—Quieres decir…

—Que en realidad no era Lissa a quien nos enfrentamos en la cámara de Blackwell —añadió el ángel caído—. Era el cuerpo de Lissa, transpuesto con el espíritu de otra persona.

«Otra persona…»

—¿Quién? —preguntó.

—Alguien que antaño fue mi amigo —dijo Ezoriel.