IV

Ezoriel permanecía en su puesto de mando avanzado en la intersección de la calle Adán y la avenida Eva, y su adusta mirada nunca flaqueaba. Pero hasta los ángeles tienen malos días, y aquel empezaba a parecer exactamente eso. Sabía que algo iba mal. Podía notarlo.

La primera parte del ataque no podría haber salido mejor. Desplegó inicialmente doce batallones para establecer un perímetro defensivo y, desde él, sus compañías de búsqueda y destrucción habían atacado cada rincón del distrito, avanzando hacia el exterior. Los edificios del gobierno habían sido arrasados, los depósitos de armas y los arsenales saqueados y los barracones del Alguacilazgo aplastados, al igual que todo centro de control de la zona. Las tropas de Ezoriel habían cortado las líneas de abastecimiento y los equipos de comunicación antes de que el enemigo pudiera adoptar ninguna medida defensiva.

Era magnífico.

Ezoriel sabía que cualquier contraataque inmediato resultaría débil y desorganizado, y se aprovechó a fondo de ello. Su ejército rodeó rápidamente todos los focos de resistencia y los aisló. El resultado fue una auténtica matanza. Miles de reclutas y otros alguaciles habían sido masacrados sin piedad. Era como una caseta de tiro al pato, solo que allí los demonios leales sirvieron de diana.

Después, cuando el perímetro defensivo estuvo lo bastante asegurado, comenzó la verdadera batalla. Ezoriel hizo abrir más nectopuertos a cada lado de su puesto de mando, y fila tras fila de sus mejores soldados asaltaron las Madrigueras de carne.

Por detrás, gran parte del distrito estaba en llamas. El diurno se alzaba tan denso que el ángel caído apenas podía ver la silueta del Edificio Mefisto que se erigía justo delante de él. Así que, en vez de eso, estudió el temblor de las paredes rosadas y venosas de las Madrigueras de carne que había a su alrededor.

«Las Madrigueras parecen más sanas que nunca —pensó—. ¿Cómo puede ser eso?»

Había enviado un millar de caballeros por cada orificio de las Madrigueras…

Y todo lo que le llegaba del interior eran aullidos.

Al principio fueron sus sentidos angélicos los que le indicaron que algo iba mal. Pero después lo vio con sus propios ojos.

«Esto no me gusta nada en absoluto —pensó—. Apesta a encerrona».

—Dios, no lo entiendo —dijo en un aparte al general Barca, su segundo—. Pensé que Lucifer habría desviado tanto poder para defender la Comisión que las Madrigueras estarían seriamente debilitadas.

—Pues parece que nos han engañado por completo —se compadeció Barca—. Las Madrigueras de carne nunca habían parecido tan fuertes. Ya deberían estar a punto de descomponerse y sucede lo contrario, incluso medran.

—Nuestras tropas no provocan el marchitamiento que esperábamos. Antes al revés, las Madrigueras parecen estar usándolos como alimento y los digieren con entusiasmo. Esa monstruosidad orgánica parece estar muy bien preparada y lista para un ataque como el nuestro.

—Pero al menos hemos destruido el resto del distrito.

—Satán lo reconstruirá sin problemas —dijo Ezoriel—. Cualquier cosa que no sea la derrota total cuenta para él como una victoria. No puedo imaginar qué ha salido mal. ¿Cómo hemos podido cometer un error de estimación tan grande?

—¡Señor! —Un soldado de infantería se apresuró a llegar hasta donde estaban y entregó a Ezoriel un rollo de papel de vitela—. ¡Nuestros mensajeros han traído una terrible noticia!

La respuesta a sus preguntas le llegó allí mismo, en medio de las calles en llamas. Ezoriel leyó la carta… y se hundió.

—Ordenad de inmediato una retirada total —indicó a Barca—. Hemos perdido la batalla.

—Me temo que es demasiado tarde para retirarse, señor —le dijo Barca, señalando hacia el frente.

El enorme cuerpo de serpiente de las Madrigueras de carne se constreñía y comenzaba a expulsar por cada orificio un líquido rojo y fangoso, producto de la digestión de los caballeros.

La escena era repulsiva.

Las tropas de Ezoriel estaban siendo digeridas con ganas. Las enzimas manaban por los canales interiores y las arterias borboteaban llenas de sangre para llevarse más y más nutrientes básicos. Los últimos soldados en entrar huyeron gritando de las bocas babeantes, con las armaduras (y los rostros) medio derretidos por la especie de ácido estomacal de las Madrigueras. Algunos se arrastraban sobre miembros medio disueltos y la carne se les caía de los huesos como cera caliente. Otros simplemente se derrumbaron al salir y chisporrotearon hasta licuarse.

Entonces los orificios se ensancharon y vomitaron el resto.

Los miles de caballeros que habían entrado, con la esperanza de alcanzar la victoria, eran ahora expelidos en la derrota.

—He fracasado por completo. —La voz de Ezoriel revoloteaba ahora como una luz agonizante—. He permitido que Lucifer sea más listo que yo. Solo me queda rezar al Dios que abandoné para que la Bendita no sea capturada por culpa de mi temeridad. Abrid los nectopuertos de inmediato. Lideraré personalmente el contraataque sobre la Comisión.

Pronto se dieron las últimas órdenes y las tropas se prepararon para la retirada, pero Barca parecía reticente.

—Comprenderéis, señor, que a estas alturas es más que probable que la reliquia de poder ya haya sido derrotada.

«Sí —pensó Ezoriel—. Y yo seré el responsable de que la primera santa del Infierno sea esclavizada».