II

—¡Salida inmediata por vía 4! —resonó una voz por una especie de megáfono de sonido metálico—. ¡Embarquen ahora para conexión directa con el parque Pogromo, la estación Pilatos y la plaza Edward Kelly!

Unas enervantes campanas tintinearon en medio del vapor con olor a óxido. Cassie corrió en pos de sus compañeros mientras atravesaban la estación de ferrocarril al aire libre, construida al pie de la larga colina. Parecía haber surgido de la nada con sus andenes de hierro enrejado y sus cubiertas sostenidas por columnas. Un letrero que colgaba en lo alto, medio borrado, decía:

«TERMINAL TIBERIO

(SECTOR EXTERIOR SUR)».

Cassie no dispuso de tiempo para fijarse en los detalles, pero no vio a nadie más esperando en el andén. El tren en sí parecía de principios del siglo XX: viejos vagones de madera para los pasajeros, arrastrados por una locomotora de vapor. La máquina llevaba detrás un elevado ténder de carbón, pero era obvio que los trozos de combustible de color amarillo desvaído no eran carbón. Un hombre estaba de pie en lo alto del ténder y con una pala los metía en una tolva. Al principio parecía normal: llevaba puesto un mono de trabajo y una gorra de tela, como cabría esperar. Se detuvo un instante para quitarse el sudor de la frente y fue entonces cuando lanzó una mirada en dirección a Cassie.

Al hombre le faltaba la mandíbula inferior, como si se la hubieran arrancado. Solo tenía la hilera superior de dientes y debajo la lengua, que colgaba de la garganta abierta.

—¡Todos a bordo!

—¡Deprisa! —urgió Xeke.

El trote se transformó en galope. Susurro tiraba de Cassie con desesperación. El tren comenzó a avanzar traqueteando, con explosivas bocanadas que brotaban de las chimeneas delanteras de la locomotora. El humo olía fatal.

Se introdujeron por la puerta abierta justo a tiempo: la hoja se cerró instantes después de que Cassie metiera el pie. Un segundo más y se lo habría amputado.

—Tratemos de encontrar una cabina —dijo Xeke mientras los guiaba por el pasillo. A cada lado se alineaban unas puertas correderas de madera, con amplios paneles de vidrio. Xeke miró dentro de la primera, frunció el ceño y dijo:

»No. —En el compartimento se sentaba un hombre cuyo rostro estaba deformado por enormes tumores como patatas. Cassie no podía asegurarlo, pero le pareció que los tumores tenían ojos y que uno de ellos le hacía un guiño.

»De ningún modo, abuelita —expresó Xeke respecto a la siguiente cabina, en la que se sentaba una anciana completamente desnuda, con su correosa piel colgando en dobleces y la vagina prolapsa. Las cataratas velaban sus ojos y babeaba con la boca abierta. Parecía que los puntos rojos de su vieja piel se movían…, hasta que Cassie se dio cuenta de que eran ácaros.

—Fumar resulta tan glamouroso… —comentó Via.

Un impulso morboso impulsó a Cassie a seguir mirando a través del cristal. Las manos de la vieja temblaban mientras se metía con torpeza dos pellizcos de tabaco crudo en las fosas nasales. Los encendió con una cerilla y comenzó a inhalar.

«¡Argh, qué asqueroso!», pensó Cassie.

En otro compartimento solo se atrevió a echar un vistazo. Un demonio menudo con la ropa hecha jirones y la piel de escamas amarillas meaba indolente en una esquina. Pero su pene, parecido a una raíz, tenía dos coronas del tamaño de ciruelas y la orina era una mezcla humeante de sangre y minúsculos gusanos.

—Y espera a verlo cagar —comentó Xeke con ligereza.

—¡Estoy a punto de vomitar! —replicó Cassie, furiosa—. ¡Encuentra un lugar donde podamos sentarnos!

Xeke, entre risitas, halló al fin un compartimento vacío. Cassie se dejó caer con fuerza sobre el asiento del banco de madera y después cerró la puerta de golpe, boqueando en busca de aire.

—Tranquilízate —le dijo Via.

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —resopló Cassie, a punto de hiperventilarse—. ¡Este lugar es horrible!

Xeke se sentó justo al lado de Via y puso las piernas sobre el regazo de esta.

—¿Y qué esperabas, Cassie? Estamos en el Infierno, no en el club Disney.

Cassie se inclinó hacia delante, con los ojos saliéndosele de las órbitas.

—¿Habéis visto a ese hombre…, con todas esas terribles protuberancias en la cara?

Xeke se encogió de hombros.

—Faciocarcinoma. Es una de las variedades infernales del cáncer. Al final esos tumores se convierten en rostros completos. Charlan con la gente.

Cassie sintió arcadas.

—¿Y… y habéis visto a esa vieja con los… los… esos…?

—¿Los ácaros sanguíneos reptando por su cuerpo? —concluyó Xeke—. Sí, la hemos visto. No es como para ponerse así. En el Infierno… la gente está jodida.

El tren traqueteó e hizo que Cassie botara en su asiento. Tardó un rato en lograr que se le calmaran las náuseas. Por la ventana se veía pasar más terreno chamuscado, y en cierto momento creyó divisar un demonio de anchos hombros a lomos de un caballo: un caballo con colmillos que el jinete conducía por encima de personas hundidas en la tierra hasta el cuello. Una observación más atenta le mostró varios murciélagos que arrancaban a mordiscos trozos de un hombre que se arrastraba por el polvo. Los quirópteros eran del tamaño de águilas.

Cassie apartó rápidamente la mirada, pero sus ojos cayeron sobre un objeto abultado que había debajo del asiento.

—¿Qué… qué es eso? —preguntó.

Xeke lo sacó. Parecía una mochila de viaje.

—¿Alguien se ha olvidado su equipaje? —preguntó Cassie.

—Y tanto —dijo Xeke cuando lo abrió. Cassie casi se desmaya al ver lo que había dentro. La bolsa estaba llena de manos y pies humanos, amputados.

Xeke y Via no pudieron evitar burlarse de la aversión de Cassie.

—Tal como te hemos dicho —indicó Via—, acabarás por acostumbrarte a cómo funcionan por aquí las cosas.

Xeke abrió un momento la ventana y arrojó fuera la mochila.

—Demos algo de aperitivo a los comepolvos.

Se produjo entonces un sonido de golpecitos en el cristal de su compartimento y la puerta se abrió.

—Billetes, por favor —dijo una voz. Un hombre mayor y delgado estaba de pie ante ellos, vestido como correspondía con uniforme y gorra. Un perforador de billetes colgaba de su cinturón.

—No tenemos billetes —respondió Xeke.

El rostro del revisor siguió inexpresivo.

—En tal caso, será un billete de Judas[10] cada uno.

Xeke se cruzó de brazos.

—Tampoco tenemos cambio.

—Entonces me temo que tendré que avisar a un gólem para que los arroje del tren —informó el hombre.

—Un momento, papi. Déjeme enseñarle lo que sí tenemos. —Abrió la bolsa de papel con las raspas de pescado y arrancó una sola espina de una de ellas. Allí el hueso resplandecía con furia, brillante como un arco voltaico. Xeke se lo entregó al revisor—. Tengo la impresión de que esto cubre el precio, papi.

—Me… me parece que sí. —El hombre, debidamente impresionado, examinó el pequeño huesecillo—. Vaya, no creo haber visto nunca un hueso del mundo real de tanta calidad. Debéis de conocer a un osificador en verdad competente.

—Me lo dejó Papá Noel —dijo Xeke—. Y tanto usted como yo sabemos que ese hueso vale más de lo que ganará trabajando cien años en este vagón de mierda. Así que, ¿qué tal si nos valida unos cuantos pases de tren ilimitados y se esfuma?

—Claro, por supuesto. —El hombre se guardó veloz la espina en un bolsillo y entregó a Xeke cuatro billetes con agujeros perforados junto a una línea que ponía: «NUNCA EXPIRA»—. Gracias por viajar con nosotros —dijo el viejo—. Que pasen un buen día en el Infierno.

—Gracias a ti también, viejo palo tieso —respondió Xeke cuando el hombre ya se había ido.

Pero Cassie se limitó a quedarse sentada, temblando. El revisor parecía completamente normal, salvo por un detalle: al entregarle los billetes a Xeke, había descubierto que sus manos eran largas garras de tres dedos.

—Víctima de la cirugía —explicó Via al reparar en la consternación de Cassie—. Debieron de pescarlo los de la Agencia de transfiguración. Los teratólogos de Lucifer siempre están experimentando con la gente. Injertos de piel, trasplantes e implantes, cosas de verdad asquerosas. Últimamente han estado cogiendo a personas para hacerles transfusiones con sangre de demonio.

Cassie pareció atragantarse al oírlo.

—¿Pero eso no… no los mata?

—Qué va —aseguró Xeke—. Pero ten por seguro que los jode de lo lindo. Recuerda: aquí un humano no puede morir del todo. Solo cuando el cuerpo espiritual queda destruido del todo pasa el alma a un ser inferior.

—Si alguien te decapita —puso Via como ejemplo—, la cabeza continúa pensando y hablando por su cuenta hasta que la devoran las alimañas o la atrapa un destacamento de pulverización.

Pero antes de que Cassie se planteara qué podía ser un «destacamento de pulverización», un repentino grito surgió de alguna parte del vagón. Volvió a abrir los ojos como platos.

—¿Qué ha sido eso?

—Pues… ¿un grito? —se burló Xeke.

El aullido sonó de nuevo, esta vez más fuerte. Cassie apretó los dientes al oírlo. Era, claramente, un alarido de agonía. Se puso en pie y miró en la siguiente cabina. Volvió a sentarse con un estremecimiento.

—¡Dios mío, hay una mujer embarazada en ese compartimento! ¡Y parece que esté a punto de dar a luz!

Via echó un vistazo.

—¿En serio? ¿Y?

Cassie no podía concebir la respuesta que le había dado.

—¿Cómo que «y»? ¿Eso es todo lo que se te ocurre, «y»?

Ahora fue Xeke el que echó una ojeada.

—Guau. No es que haya un bollo en el horno, es que tiene dentro toda la puta panadería. Da la impresión de ir a estallar en cualquier instante. —Y a continuación se limitó a sentarse de nuevo.

—¡No puedo creérmelo! —exclamó Cassie—. ¡Esa pobre chica está de parto! ¿Es que no vais a ayudarla?

—Ummm, pues… no —replicó Xeke.

Otro grito rasgó el aire.

—¡Pues bien, maldición! —se sublevó Cassie—. ¡Si no lo hacéis vosotros, lo haré yo!

Brincó y se lanzó al otro compartimento. La mujer, con el pelo revuelto, yacía sobre el suelo completamente abierta de brazos y piernas, con el rostro marcado por el dolor. Cassie tenía poca idea de qué hacer para ayudarla. Se arrodilló, cogió su mano y trató de reconfortarla.

—No se preocupe, todo saldrá bien —dijo para tranquilizarla—. Respire hondo. Trate de empujar…

Por detrás, oyó que Via decía:

—Xeke, no lo sabe. Ve a traerla.

—En algún momento tendrá que aprender —replicó él—. Este es el mejor modo.

Susurro entró en la cabina donde estaba Cassie y le dio un golpecito en el hombro. Parecía triste. Le hizo un gesto con la mano para que regresara con ellos.

—¡No puedo abandonarla! —insistió Cassie.

Susurro escribió con rapidez algo en un bloc y se lo mostró. La nota decía: «No hay nada que puedas hacer».

—¡Necesita ayuda!

Susurro se apartó alicaída y…

Otro grito brotó de la garganta de la mujer e hizo temblar sus pechos llenos de leche. Cassie le levantó el raído vestido y vio que la vagina ya estaba dilatada.

La cabeza del bebé empezaba a asomar.

—¡Empuje! ¡Empuje! —imploró Cassie.

Y entonces ella misma soltó un grito.

La cabecita que emergió no era de un bebé. O al menos no de un bebé humano. Era gris y aplastada, y en la frente tenía bultos, precursores de los cuernos. Cuando el recién nacido abrió la boca, Cassie vio que estaba llena de colmillos. Unos ojos de color rojo sangre la miraban fijamente.

Entonces el pequeño comenzó a ladrar.

Sus propios gritos la persiguieron de regreso al otro compartimento. Ver la cabeza había sido más que suficiente; cuando el resto saliera, no quería estar allí bajo ningún concepto.

—No era un bebé, Cassie —le dijo Via.

—Aquí los seres humanos no pueden reproducirse —añadió Xeke—, nada humano puede nacer jamás en el Infierno. Lo que has visto ahí no es más que un híbrido.

—Probablemente fue violada por una gárgola o un diablillo urbano.

—La cosa que hay en ese compartimento no tiene alma —zanjó Xeke, como si eso lo solucionara todo.

Después vino el chillido, un cálido berrido de hambre infantil. Pero pronto los lloros se redujeron a desagradables sonidos húmedos y goteantes, como un animal que engulle con dejadez en un comedero.

—Primero chupará toda la sangre del cordón umbilical —le informó Via— y luego devorará la placenta.

—Y después —prosiguió Xeke—, comenzará a mamar…

Cassie pegó un salto, abrió de par en par la ventanilla de la cabina y comenzó a vomitar.

Xeke arqueó una ceja en dirección a Via.

—Da la impresión de que este va a ser un largo viaje…