Vestirse de modo veraniego en el sur rural suponía todo un desafío. Simplemente, el entorno no encajaba con ella. Si volviera a D.C., a esas alturas ya casi ni parecería gótica; no con las visibles quemaduras del sol que poco a poco se tornaban en bronceado. Y vestir de negro solo servía para sentir más calor. Aquel día se decidió por un top de biquini negro y una falda vaquera también negra. Las chanclas, supuso, seguían siendo el único calzado apropiado para la estación. Al menos el sol parecía aclarar aún más su pelo, ya decolorado, lo que suavizaba las mechas de color verde. «Al final me acostumbraré a todo esto», se dijo.
Pero en aquel momento, mientras pasaba junto a las sombrías estatuas que flanqueaban el hueco de la escalera, reflexionó sobre la tarea que tenía encomendada.
Huesos.
Esa petición la desconcertaba aún más que la de las piedras natalicias pero, por extraño que pareciese, se negó a replanteárselo. Una vez abajo comenzó a avanzar a escondidas sin darse cuenta siquiera, como si no deseara que la vieran. Con una mirada al patio de atrás comprobó que su padre estaba allí, enseñando a la señora Conner a golpear pelotas de golf. «Encantador —pensó con cierto sarcasmo—. Así que papá no estaba coladito por ella, ¿eh?» Otra ojeada por las ventanas en arco delanteras sirvió para descubrir que Jervis estaba trabajando junto a los arriates.
Perfecto.
Se apresuró hasta la cocina, abrió el frigorífico y después el congelador. Genial, pensó con amargura. Ningún hueso. Ni siquiera un filete o una bandeja de pollo congelado. Y en el fondo no quería tener que hacer todo el camino hasta el pueblo solo para rebuscar entre los contenedores de la freiduría local.
«Espera…»
Via había dicho que servía cualquier clase de hueso, ¿verdad?
—Bueno —se dijo Cassie—. Pues adelante.
A continuación se arrodilló sin pensarlo dos veces y revolvió en la bolsa de la basura de la cocina. «Chica, ¿a que tendría un aspecto genial si alguien entrase justo ahora? Oh, por mino os preocupéis, solo estoy buscando algunos huesos. ¿Porqué? Pues porque los chicos muertos que viven arriba me lo han pedido». Arrugó la nariz ante el olor, pero en pocos instantes encontró los huesos.
Eran las raspas de los siluros que su padre había pescado el día anterior. Los había hecho filetes y allí estaban las espinas, aún sin separar de las cabezas.
Lavó las largas raspas en el fregadero lo mejor que pudo, después las envolvió en papel de aluminio y las metió en una bolsa. Cuando entró en el garaje para esconder la bolsa hasta el anochecer, hizo otro descubrimiento. En una de las estanterías posteriores, al lado de los herbicidas y las botellas de Ortho-Gro[8], encontró un saco de harina de hueso que Jervis utilizaba para fertilizar los parterres. «Al fin y al cabo son huesos», razonó.
Vació varias tazas dentro de la bolsa.
«Con esto debería bastar».
Escondió la bolsa detrás de algunas cajas de mudanza aún por abrir y volvió a salir.
Todo lo que restaba por hacer era esperar hasta…