III

«Suicidio —pensó—. El único pecado imperdonable». Cassie se miró las cicatrices de las muñecas. Los tajos de cuchillo, ya cerrados, parecían demasiado insustanciales como para conllevar las consecuencias que ahora le pesaban en el corazón. Tiempo atrás, cuando deseaba suicidarse, solo quería que todo acabase. La vida parecía una cadena de presidiario cargada con el peso de la culpa, el fracaso y la desesperación… Vivir carecía de sentido, era puro masoquismo.

«¿Por qué continuar?», era la pregunta que se hacía a sí misma cien veces al día.

¿Por qué seguir en un mundo del que nunca formaría parte?

Sí, matarse parecía la única opción con sentido. Pero ahora sabía que era una terrible falacia. Su dedo resiguió una débil cicatriz.

Ahora sabía la verdad. Si se suicidaba, las cosas no terminarían. El dolor y la tristeza no alcanzarían su fin. Al contrario, perdurarían para siempre.

«En el Infierno», pensó.

La culpabilidad cayó sobre ella como una pared de ladrillos. Siempre se responsabilizaría por la muerte de Lissa. «Ahora está en el Infierno… por mi culpa». Se tocó el relicario de manera inconsciente. Cierto, la enfermedad mental de Lissa no guardaba ninguna relación con ella. «Pero fui yo la que hizo que perdiera el control…»

—Te echo de menos —dijo a la pequeña fotografía ovalada del guardapelo—. Por favor, perdóname.

Lissa había sido su única amiga verdadera, y se había marchado.

Pero ahora tenía nuevos amigos, por imposibles que fueran las circunstancias. A esas alturas no podía negar la existencia de Via, Xeke y Susurro, y esa noción era algo que (por alguna razón inexplicable) encontraba fácil de aceptar. Durante toda su vida había sabido que era diferente a los demás. Quizá fuese por eso. Xeke había llegado a decir que era su destino.

«Etérea», pensó.

No sabía lo que significaba, pero en realidad no importaba. Ahora tenía algo que hacer y la perspectiva la emocionaba. Su equipo estéreo retumbaba de fondo mientras ella se duchaba y se vestía. Esta vez, desde luego, se aseguró de cerrar la puerta; no deseaba proporcionar más espectáculo a los pervertidos ojos de Jervis.

El brillo del cálido sol atravesaba las puertas de cuarterones y Cassie comenzó su búsqueda. Nunca le habían interesado demasiado las joyas, y tampoco se había traído gran cosa en lo que a posesiones se refería. Sin embargo, entre lo que tenía había un pequeño joyero forrado de fieltro. «Plata, piedras natalicias», pensó, recordando el comentario de Via. Dentro halló algunos brazaletes de plata, un par de pendientes de ónice y un viejo colgante de amatista con una cadena de plata. No podía imaginarse para qué los querrían. Nada de aquello valía gran cosa, pero para entonces Cassie ya se había hecho a la idea de que la situación no se explicaba fácilmente desde su punto de vista. Era mejor dejar que se lo enseñaran. Y sospechaba que, fuese lo que fuese lo que querían mostrarle aquella noche, la ciudad sería algo digno de presenciar.

Apagó el estéreo y abandonó el cuarto.

La ciudad. ¿Cómo la había llamado Via? ¿Mefistópolis? Sí, estaba segura de que era así. También sabía que era el mismo lugar que había presenciado la noche pasada, cuando se había asomado por la ventana de óculo.

Aquella ciudad rugiente bajo un ocaso de color rojo sangre. Una ciudad, sí, construida sobre losas de roca en llamas cuyos límites parecían abarcar todo el horizonte.

Cassie no lograba librarse de la estremecedora sensación de que algo estaba esperándola allí.