Se incorporó de súbito, con el corazón acelerado y los latidos irregulares. Sus manos aferraban con desesperación las sábanas de la cama, y las usó para limpiarse la sangre y los sesos de la cabeza.
Tembló y en sus labios había un grito silencioso, y entonces se desplomó de nuevo entre las almohadas. Sus pulsaciones se serenaron. Miró las sábanas.
No había sangre.
No había sesos.
Solo la maldición del recuerdo.
Dos largos años y la pesadilla aún la rondaba al menos una vez a la semana. «Mejor eso que cada noche», se recordó, pues así había sido hasta que se mudaron allí. Tras el suicidio de Lissa, los problemas mentales de Cassie se habían agravado. No solo con la pesadilla recurrente, sino también con una mayor introversión, dos intentos fallidos de suicido en su haber y un mes en un hospital psiquiátrico privado en el que el régimen de drogas psicotrópicas la había reducido a la condición de zombi tambaleante. Las cicatrices de sus esbeltas muñecas eran los únicos resultados tangibles. La terapia de grupo, la regresión hipnótica y el narcoanálisis también habían fallado. Irónicamente, fue idea de su padre romper con todo aquello.
—Al infierno con todos esos loqueros y esas drogas —le dijo un día, varios meses atrás—. Vayámonos lejos de la ciudad, salgamos de este tanque de tiburones. Tal vez esa sea la mejor medicina para ambos.
Cassie no vio motivo para oponerse, y así su padre, el relativamente famoso William F. Heydon, socio mayoritario del tercer bufete de abogados más importante del país, dejó su influyente (y muy lucrativo) puesto con una carta de renuncia de una sola línea. Los círculos de poder de la jurisprudencia de D.C. habían sufrido el equivalente legal a una crisis grave de epilepsia, pero su padre no volvió al bufete. Era evidente que los dos leves ataques al corazón y las repetidas angioplastias le habían mostrado la luz.
—Cada día sobre la Tierra es un buen día, cariño —le dijo—. No sé por qué me ha costado tanto verlo. Tenemos todo lo que necesitamos. Además, estoy harto del chófer, harto de comer cada día en el Mayflower. Y además los Redskins son una mierda. ¿Quién necesita esta ciudad?
—Pero, ¿qué pasa con todos tus amigos del bufete? —había preguntado ella. Él se rio como respuesta.
—En un bufete de abogados no existe nada parecido a la «amistad», Cassie —explicó—, solo más tiburones que te apuñalarían por la espalda sin dudarlo un segundo. Ojalá pudiera estar ahí para verlos pugnar por el gran trozo de carne fresca que dejo en sus platos. Apuesto a que esos chupasangres están peleándose hasta por la silla de mi despacho.
Por ella no había problema. Sus propias inseguridades le habían impedido forjar por sí misma ninguna auténtica amistad. Y de todos modos, ¿quién querría andar con alguien eternamente zumbado por drogas psicoactivas? ¿Qué chico iba a querer salir con una «reina de la toracina»? Y para ella el mundillo gótico de la ciudad estaba muerto y enterrado. Sabía que nunca podría volver a entrar en otro club gótico, porque solo le recordaban a Lissa.
El plan inopinado de su padre había surtido efecto. Desde el día en que se mudaron a Blackwell Hall (hacía ya un mes), sus emociones parecían haber comenzado a estabilizarse. El sueño sobre la muerte de su hermana pasó de ser diario a semanal. El pánico a ver a la psiquiatra se había evaporado, ya no tendría que ir nunca más. Al librarse de la andanada de antidepresivos y otros psicofármacos, rejuveneció de un modo que le pareció asombroso.
Se sentía viva y vibrante, más de lo que podía recordar.
«Tal vez las cosas de verdad vayan a salir bien —pensó—. Quizá logre superarlo y disfrutar algún día de una auténtica vida».
Estaba aprendiendo rápidamente que el mejor modo de controlar las cosas era avanzar paso a paso.
Salió de la alta cama con dosel, descorrió las pesadas cortinas y de inmediato se tapó los ojos. La cruel luz del sol parecía entrar a la fuerza en la habitación. Abrió las puertas de cuarterones y suspiró al sentir la caricia del aire fresco. Se quedó en el balcón, solo en braguitas y sujetador, sin temor alguno. «¿Quién me va a ver?» En D.C. la cosa hubiese sido muy distinta. Pero esto era el campo; todo lo que tenía por delante de su desnudez casi completa eran suaves colinas y pastos distantes. El sol se alzaba sobre la cresta de las montañas Blue Ridge, a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Cuando salió, unos pájaros cantores (y no esas palomas rellenas de basura) levantaron el vuelo desde la barandilla.
Era de hecho un paisaje extraño. Cassie prefería el perfil de la ciudad al anochecer, no el sol de media mañana brillando sobre campos y bosques. Pero no tenía la más mínima intención de quejarse. La tranquilidad de la campiña era lo que su padre tanto necesitaba para su propia rehabilitación, y Cassie tendría que irse acostumbrando a ello. «Donde hay patrón no manda marinero —se recordó—. Y esto es mucho mejor que las vistas desde la ventana de una sala de psiquiatría».
Aunque carecía del amor por el ambiente rural de su padre, lo cierto es que adoraba la casa. Blackwell Hall, tal como la llamaban, se asomaba desde la cima de una ladera agradablemente arbolada conocida como colina de Blackwell sobre cuarenta hectáreas de tierra de pastoreo en desuso. El arroyo Blackwell borboteaba al pie de la loma y vertía sus aguas (como era de esperar) en el pantano Blackwell.
Cuando Cassie había preguntado quién fue el tal Blackwell, la respuesta de su padre había sido un indiferente: «¿Y a quién le importa un carajo? Sin duda algún magnate de las plantaciones de antes de la Guerra civil». Su bufete de abogados había adquirido la casa en un acuerdo sobre propiedades, y sus antiguos compañeros se la habían regalado gustosos como parte de su indemnización cuando él accedió a entregarles su cartera de clientes sin futuras prestaciones. Lo único que él quería era largarse, y los intereses de los millones que había invertido a lo largo de su carrera le proporcionaban varios millones más al año. En otras palabras: papá era rico de por vida y Blackwell Hall, independientemente de su historia, proporcionaba el aislamiento que él consideraba que ambos necesitaban con desesperación.
Resultaba evidente que a la vieja casa sureña, anterior a la guerra, se le habían hecho añadidos posteriores a su construcción, aunque no demasiado extravagantes. «Lo que el viento se llevó y la familia Adams se dan la mano», pensó Cassie la primera vez que vio las fotos. «A mi me vale». La fachada de la estructura original (con sus lustrosas columnas de granito) daba al oeste, y a su alrededor habían erigido el resto de la delicada monstruosidad: una mansión de tres pisos con una planta de buhardillas, altillo, penachos de hierro a lo largo del tejado, cornisas de piedra, pretiles y torrecillas en saledizo con ventanas de vidriera. Las hiedras trepaban por el revestimiento de auténtica caoba y las enormes ventanas en arco, que hasta tenían postigos funcionales, parecían crecer desde el primer piso, cuyos muros eran de piedra propia de la zona. Incuso había una vieja ventana de óculo en la buhardilla central de la mansión.
«Este lugar es tan escalofriante, ¡me ENCANTA!», fue la primera valoración de Cassie.
Dentro, la esperable mezcla de estilos conjuntaba bien dentro de una renovación general que tomaba elementos de los estilos colonial y eduardiano. Había paredes enteras ocupadas por profundas chimeneas tan altas como una persona y con mantos y hogares de losa. ¿Qué importancia tenía que no fueran a usarse nunca en la estación cálida, que duraba nueve meses? De igual modo parecían fabulosas. El diagrama de la planta era un laberinto fascinante en el que extraños corredores se abrían a un lado y al otro, con cuartos que llevaban a otros cuartos más pequeños que a su vez conducían a otros aún más reducidos, numerosos montaplatos e incluso armarios ocultos detrás de estanterías con bisagras. Aún perduraban las instalaciones originales para las lámparas de gas, que habían sido adaptadas a la luz eléctrica. Los apliques de metro ochenta dejaban espacio a las estatuas de figuras históricas del sur como Jefferson Davis, Lee y Picket, además de otras figuras inquietantes y sin identificar. Con treinta habitaciones en total, la casa era una mezcolanza de estereotipos que traía a la mente escenas de beldades sureñas abanicándose junto a acartonados hampones del contrabando de los años veinte.
Además, las omnipresentes cortinas de varias capas mantenían el interior a oscuras, justo como le gustaba a Cassie.
El cuarto que servía de «sala de estar» parecía más bien un atrio, y ya ocupaba por sí solo casi cien metros cuadrados. Exóticas alfombras de pequeño tamaño cubrían los suelos, renovados con madera natural. Había un gabinete, un estudio, un salón y también una biblioteca, por no mencionar la descomunal cocina rural que su padre había mejorado con electrodomésticos de gama alta. Otros adelantos millonarios proporcionaban una excelente categoría a la casa: una bañera de hidromasaje, una televisión de 54 pulgadas con su cine en casa, espaciosos cuartos de baño de mármol negro y mucho más. Por último, la casa no tenía un sótano, sino toda una serie de ellos: alargadas y estrechas bodegas de ladrillo casi centenario, de techo tan bajo que una persona alta hubiera tenido que agacharse. Era un almacén perfecto para los libros de derecho de su padre, que él decididamente no pensaba volver a consultar nunca.
El cuarto de baño de Lissa también era muy vistoso. Un aro de ducha metálico colgaba por encima de la bañera de cerámica original con patas. También había un espejo montado sobre un marco de metal a modo de caballo de Frisa, también original, y debajo una pileta de mármol con pedestal. Cassie se dio una ducha fresca, sin prisas, y después deambuló por allí un rato mientras se vestía. Su habitación, como la mayoría de las de la propiedad, era enorme y estaba llena de paneles oscuros, zócalos grabados a mano y losetas de zinc y latón intrincadamente repujadas en el techo. A veces se sentía diminuta en aquel vacío casi absoluto. No se había traído ningún mueble de casa, pues había decidido adaptarse a los pocos muebles que ya había allí: la enorme cama con baldaquino (más parecida a un lecho de imitación renacentista), un antiguo chifonier, una mesa sencilla, una silla de caña y nada más. Era todo lo que necesitaba. Había declinado la oferta de su padre de amueblar la habitación a su gusto, lo mismo que su propuesta de comprarle un desorbitado equipo estéreo. Su «loro» sería más que suficiente. Aparte de eso, lo único que se había traído de su antigua casa de piedra rojiza[4] de D.C. eran sus ropas y sus discos compactos.
Nunca se había sentido cómoda con los lujos que su padre podía conseguirle sin esfuerzo, y entre ellos eso había supuesto un gran tema de conflicto durante años. Casi toda su ropa se la fabricaba ella misma con retazos de la beneficencia y telas de liquidación. Se había convertido en toda una diseñadora, e imaginaba que eso querría ser cuando «fuera mayor», significara eso lo que significara. Pero sabía que no tenía que preocuparse por nada de aquello hasta centrar la cabeza.
Todavía sufría a menudo la asfixiante culpabilidad del suicidio de su hermana; una parte de su alma se sentía marcada. Desde el incidente había adoptado la costumbre de llevar un relicario de plata con la foto de Lissa dentro. Nunca se lo quitaba y cada día se decía: «por favor, Lissa, por favor perdóname». Los sueños eran un castigo, o eso suponía, pero tal vez el perdón estuviera próximo. En aquella casa las pesadillas se habían reducido, y lo mismo había hecho su depresión.
¿Sería libre algún día?
«No me lo merezco», pensó.
Algunos días comenzaban así, empapados de remordimientos. Hasta odiaba mirarse al espejo, por supuesto, porque cada vez que lo hacía veía a Lissa. Se había cortado la larga melena; ahora la llevaba recta a la altura de medio cuello y se la había teñido de color amarillo limón con mechas brillantes de verde lima. Ayudaba un poco, pero su rostro seguía siendo el mismo. Era todavía Lissa la que le devolvía la mirada entre las vetas plateadas. En el espejo, se fijó sin proponérselo en el pequeño tatuaje de un arco iris que tenía en el ombligo, y que le recordó al de alambre de espinos que su hermana lucía en ese mismo sitio.
«Maldición —pensó—. Otra vez no». Estaba empezando a deprimirse, y si se limitaba a dar vueltas por la casa empeoraría.
—Creo que iré a algún sitio —dijo en voz alta—, aunque no haya adónde.
Echó mano de su discman y salió rápidamente del cuarto.
Mientras descendía las amplias escaleras, las estatuas la miraron con el ceño fruncido, iluminadas desde detrás por los extraños colores oscuros que surgían del cristal tintado. Ella les devolvió el gesto y a una le hizo un corte de mangas. «Que tú también tengas un buen día». Al llegar abajo, su mano arañó uno de los postes de arranque tallados. Echó un vistazo a la sala de estar y vio que el televisor estaba apagado. Miró en la cocina, el estudio y el patio trasero, pero no halló rastro de su padre.
Ummm.
En el vestíbulo, la señora Conner quitaba el polvo. El padre de Cassie la había contratado en el pueblo para que mantuviera la casa limpia. Era una agradable y serena mujer de las colinas, muy profesional. Debía de tener unos cincuenta años, pero toda una vida de trabajo duro le había permitido conservarse en forma. A Cassie le gustaba; nunca se quedaba boquiabierta ante su pelo brillante o sus negros atavíos góticos, como la mayoría de los lugareños. Sin embargo, Cassie no miraba con tan buenos ojos al hijo de la mujer, Jervis, que venía unas cuantas veces por semana para cuidar el jardín. Jervis era un paleto de pura cepa, de unos veinticinco años, que la mitad del tiempo estaba borracho. Solía lanzarle miradas lascivas con su sonrisa bobalicona y constantemente se ajustaba su sombrero de la marca de tabaco de mascar Red Fox. Gordo y de anchos hombros, se deleitaba en contarle historias exageradísimas sobre crímenes locales, con la esperanza de asustarla.
—Tenía un hermano, yo. Tritt se yamaba —le dijo una vez—. Lo mataron en los bosques. Cuan 'lo sacaron d’allá no pudieron ni reconocerlo.
—¿Y la moraleja es…? —preguntó Cassie con cierta grosería.
—Mantente tú lejos de los bosques, ziquiya —había respondido Jervis.
Cassie se rio.
A pesar de lo trágico que resultaba perder a un hermano, la señora Conner le había contado lo que sucedió en realidad:
—Mi hijo Tritt no tenía muchos sesos. Una noche echó un trago de alcohol destilado y allí mismito se murió.
Jervis era una carga se mirara por donde se mirara, pero Cassie decidió que resultaba soportable.
—Días, señorita —la saludó la mujer sin apartar la mirada de sus tareas de limpieza.
—Hola, señora Conner. ¿Ha visto usted a mi padre?
El plumero del polvo se agitó en dirección a la puerta.
—Ahí afuera, en el patio. Iba 'alguna parte. Pero no dijo adónde.
—Gracias.
«Vaya, una mujer de pocas palabras».
Cassie salió por la enorme puerta principal, iluminada oblicuamente y flanqueada por altas columnas jónicas. La mañana, ya avanzada, arrojó de inmediato un soplo de calor húmedo contra su rostro. «¡Dios, aquí fuera hace más calor que en un horno!» Cuando volvió a cerrar la enorme puerta, le llamó la atención la extraña aldaba del panel del centro: un óvalo de bronce pulido que representaba una cara triste a medio formar. Solo tenía dos ojos; ni boca ni otros rasgos. «¡Qué chulo!», pensó Cassie.
Más allá del pórtico, su padre se alejaba por una senda de piedras.
—¡Eh, papá! —dijo. Él extendió el brazo—. Chao, papá.
Él se giró, sudando ya bajo el calor. Llevaba un ridículo sombrero de pescador incrustado en la cabeza.
—Voy hacia el arroyo —explicó, blandiendo su caña de pescar plegable.
—Lo más probable es que los paletos meen en ese riachuelo —bromeó ella.
—Nah, por lo que he visto mean directamente en la calle. Traeré de vuelta un manojo de siluros. —Se detuvo y se rascó la cabeza—. ¿Sabes cómo cocinar un siluro?
—Claro. Yo los cocinaré, pero tú te encargas de sacarles las tripas.
—No hay problema, así me volveré a sentir como un abogado. ¿Cómo te encuentras esta mañana, cariño?
Ella frunció el ceño ante ese «cariño».
—Estoy aburrida, así que creo que pasearé hasta el pueblo para… estar más aburrida.
Él hizo un gesto en dirección al Cadillac.
—Coge el coche.
—No, quiero caminar.
—¡Pero si hay quince kilómetros!
—Son cinco, papá. Quiero caminar. Además, mi frágil constitución urbanita ansia disfrutar de este aire campestre estancado, achicharrador e infestado de mosquitos.
—Sí, es genial, ¿verdad? Es igualito que D.C., solo que sin edificios.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados y gesto desaprobador.
—¿Qué llevas en el bolsillo de la camisa?
Él se tapó el bolsillo con gesto de culpa.
—Solo es una cajetilla de… chicles.
—Ya, claro, y a mí me encanta Frankie Goes to Hollywood. Me dijiste que habías dejado de fumar, papá. ¿Es que dos ataques al corazón no son suficientes?
Él farfulló al verse descubierto.
—Mira, yo no te doy la lata sobre tu pelo coloreado con agua oxigenada ni tus ropas de Maryland Mansión. Así que no me la des tú por unos cuantos cigarrillos al día.
—Muy bien papá. Para empezar, es Marilyn Manson. Y aparte de eso, la semana que viene, cuando te estalle la aorta por un tapón de depósitos de colesterol y caigas al suelo pataleando y agarrándote del pecho y tu corazón deje de latir porque ya no le llega sangre y estés echando espuma por la boca y te tragues la lengua y la cara se te ponga del color de las remolachas y, joder, te MUERAS… ¿yo heredaré este adefesio de casa?
Él sonrió de oreja a oreja y separó los brazos como un profeta ante su congregación.
—Un día, cariño… todo esto será tuyo. ¡Pásatelo bien en el pueblo!
—Hasta luego.
Se alejó pesadamente por la senda, tambaleándose con esas incómodas botas de pescador que le llegaban hasta la cadera. Cassie se rio de él con disimulo. «Es tan ganso… Pero es un buen ganso».
Desde que se habían trasladado allí, los dos habían cambiado para mejor. No cabía duda. Ya no mantenían feas discusiones sobre modas o estilos de peinado. No más encontronazos por la ropa negra de Cassie ni por el frío conservadurismo de su padre.
«Soy todo lo que le queda —comprendió—, y él es todo lo que me queda a mí».
Cassie rara vez se sentía animada por algo, pero ahora estaba de verdad entusiasmada por lo bien que parecían ir las cosas. Su padre estaba realizando un concienzudo esfuerzo por transigir con sus manías, lo que facilitaba mucho que ella hiciera lo mismo. Aunque rígido y convencional, su padre era un buen hombre y ahora trataba de cuidarse por el bien de ambos. Ella y Lissa lo culparon terriblemente cuando su madre se marchó; una reacción exagerada pero normal en preadolescentes. «Papá siempre está en el trabajo y ya nunca se preocupa de nosotras ni de mamá. Por eso nos abandonó».
Lo cierto es que su madre era una arribista cazafortunas, y los había dejado sin ningún miramiento para irse con otro hombre aún más rico. Ahora Cassie lo sabía. Solo esperaba que la jubilación de su padre lo ayudara a ser feliz al fin. Tras todas las tragedias de su vida, la verdad es que se lo merecía.
Cuando descendió los escalones de piedra delanteros, las sombras del pórtico se quedaron atrás. Aquel día vestía ligera: un fino pareo, una camiseta de algodón sin mangas y las chanclas de toda la vida. Pero tras apenas cinco minutos bajo el sol, el calor la estaba aplastando de lo lindo. «Acostúmbrate —se dijo—. No he estado morena en toda mi vida, esta es mi oportunidad».
Cuando llevaba recorrida la mitad de la colina delantera, volvió atrás la mirada, hacia la casa. Se cernía sobre ella, inmensa, inquietante y victoriana incluso con el sol en lo alto. Pero se rio cuando contempló las buhardillas del ala sur: su padre había colocado ridículas placas de los Washington Redskins en todas las ventanas. Y otro parche destacado era el plato de la televisión por satélite, de brillante color blanco y situado en el parapeto más alto. Su padre era capaz de vivir sin la rutina de la gran ciudad, pero no podía pasar sin Sports Center, Crossfire y El Channel. Resultaba gracioso cómo fingía estar simplificando su vida, como si se apartara de sus antiguos vicios. Una vez, al regresar del colmado, donde había comprado un saco de alubias secas, le dijo:
—Solo setenta y siete centavos el kilo —alardeó—. ¿Estoy recortando gastos o no?
—Sí, papá —reconoció ella—. Estás siendo muy estricto con el presupuesto. Bravo por ti.
Entonces llamaron a la puerta y su padre se apresuró a abrir.
—Es el camión de Fed-Ex. He hecho un pedido especial de colas de langosta frescas de Nueva Zelanda y caviar ossetra…
«Y tanto que está recortando gastos, claro que sí».
Cassie estuvo evaluando la casa un rato más y después asintió con satisfacción. Ahora esta es mi casa, comprendió. Y eso le gustaba.
Se colocó los cascos, puso algo de Rob Zombie y empezó a caminar en dirección al pueblo.
No descubrió la cara que la miraba desde las alturas, por la ventana de óculo del desván más alto del edificio.