Soñó con una oscuridad inmensa de la que brotaban sonidos y gritos. Pero antes…
El abrazo.
Las fuertes manos que estrechaban su cuerpo a través del cálido satén negro.
«Estoy lista —pensó—. Nunca antes había sentido algo parecido…»
Apretó los senos contra el escultural pecho del chico. El corazón de este palpitaba intensamente y parecía latir por ella. Sus almas semejaban fusionarse con cada voraz beso; pronto sintió un cosquilleo por todo el cuerpo y se ruborizó a causa del calor y el deseo. No se resistió cuando él le levantó la blusa negra, le desabrochó el sujetador del mismo color y recorrió sus pechos con las manos. La sensación la asustó; se puso de puntillas para poder besarlo con más fuerza…
En ese momento…
Las luces parpadearon.
Detonaron los gritos.
La sangre salpicó su rostro.
Y volvió a verlo todo. Una y otra vez. Cada noche durante toda su vida…
El letrero del club («GOTH HOUSE») brillaba fantasmal, con una luz de neón de color púrpura oscuro. Era una imagen familiar, un punto de referencia para sus ojos. La cola nacía en la entrada y serpenteaba durante media manzana, otra escena habitual y que demostraba la popularidad del local como mejor club gótico de D.C. Había muchos, por supuesto, y otros más que habían surgido y desaparecido con el transcurso de los años, junto a cada encarnación y reencarnación de la moda. Todo lo demás parecía cambiar: cada aspecto de la ciudad e incluso del mundo.
Pero no esto.
No Goth House.
Para Cassie y tantos otros como ella, aquel club era un santuario, un ancla cultural para el extraño barco en el que todos ellos habían elegido navegar, y no solo un hito más en el circuito de los clubes. Cassie daba las gracias a Dios por ello. En una sociedad pop que mutaba en un abrir y cerrar de ojos, en la que semana sí y semana no aparecía una nueva versión del odio al estilo Eminem que se hacía pasar por el lenguaje de una nueva cultura, o superficiales divas quinceañeras bailongas, de pelo rubio y braguitas brillantes, que ni siquiera sabían leer música, Goth House simbolizaba algo que nunca se tambaleaba. Música oscura y estilos oscuros de mentes oscuras y apasionadas. Allí reinaba Bauhaus, como había hecho durante dos décadas. No tenían Dixie Chicks ni tampoco a Ricky Martin. Allí no había ninguna Spice Girl.
Aquella cola hubiese supuesto una espera de al menos una hora, y Cassie Heydon y su hermana quedaban tres años por debajo de la exigencia del cartel: «TIENES QUE TENER 21 O MÁS PARA ENTRAR».
Cassie frunció el ceño. «Lo que importa no es a quién conozcas, sino a quién…» No hacía falta completar la idea. Sabía lo que estaba haciendo su hermana; podía ver su sombra en el callejón, arrodillada delante del gordo y desaliñado portero. Gracias a su talento y a sus deseos de aprovecharlo, Lissa ya se había granjeado toda una reputación en el instituto. Aquello no hacía sino empeorarlo.
—Lo hago todo el tiempo —le había explicado a Cassie un rato antes—. Es bastante divertido y, además, es el único medio que tenemos para entrar. Y tú quieres entrar, ¿verdad?
—Sí, pero…
—¿No querrás esperar toda esta cola, verdad?
—No, pero…
—Pues ya está. El resto déjamelo a mí.
Y con eso había quedado zanjada la cuestión, diluidas las objeciones de Cassie. Esta trató de no imaginarse lo que debía de estar pasando en aquellos momentos. En lugar de eso, se quedó en el bordillo tamborileando con sus tacones altos mientras el ocaso se extendía sobre la ciudad. Podían oírse sirenas a lo lejos (no en vano estaban en la capital del crimen del este), mezcladas con la colisión de músicas que se derramaban por la calle provenientes de las demás salas. Había un bar de striptease justo una manzana más allá en el que el antiguo alcalde solía subirse prostitutas para fumar crack con ellas. Tras cumplir sentencia en la cárcel, había sido reelegido. «Eso solo pasa en D.C.», pensó Cassie con divertido sarcasmo. Si miraba entre las torres de apartamentos justo a la derecha, podía ver la Casa Blanca yuxtapuesta contra las ruinosas hileras de adosados que servían de galerías de tiro a los heroinómanos de la zona. Otro edificio histórico majestuosamente iluminado se alzaba para que todos lo vieran: el monumento a Washington. Justo la semana anterior, un terrorista más había tratado de volarlo con la dinamita que llevaba atada al pecho como una faja. Eso pasaba al menos dos veces al año, y junto a los asesinatos desde coches en marcha, las agresiones entre conductores y los políticos que actuaban más bien como señores de la mafia, ya nada sorprendía a la población. Era, como poco, un lugar muy interesante en el que vivir.
«Vamos, date prisa», pensó Cassie, aún repiqueteando nerviosa con el pie. Otra mirada al callejón le permitió comprobar que los gestos de su hermana se aceleraban. Su silueta arrodillada se movía adelante y atrás a un ritmo cada vez más rápido. Incluso si Cassie tuviera un amante (algo que no había sucedido en toda su vida), no creía posible querer hacer nunca el acto que estaba presenciando en esos momentos en el callejón. Quizá el amor pudiera cambiar esa opinión algún día.
«Sí —pensó con frialdad—. Algún día».
Pocos minutos después, la sombra de Lissa se puso de nuevo en pie. «¡Ya era hora!», pensó Cassie. Su hermana le hacía gestos para que se adentrara en el callejón.
—Vamos, tenemos que entrar por detrás —susurró.
El callejón hedía. Cassie puso una mueca cuando se introdujo en él, con la esperanza de no mancharse los zapatos negros de tacón de aguja recién estrenados, y de que esos sonidos chirriantes que oía no fueran ratas. Una jeringuilla crujió bajo su suela.
Mientras se abrochaba de nuevo los pantalones ajustados, el gorila le guiñó un ojo. «No tienes la menor oportunidad, gordito —pensó—. Antes me ahorcaría del puente Windsor». La música amortiguada triplicó su volumen cuando siguió a Lissa a través de la puerta trasera. Alguien había escrito con spray en la entrada «Anti-Christ, Superstar» y «Lucretia, my Reflection[1]». Unos pocos giros rápidos por unos cuantos pasillos y se encontraron en medio del club, lleno a rebosar. La multitud de figuras vestidas de negro bailaba frenética al son de una música capaz de reventar los tímpanos. Aquella noche correspondía a los «viejos tiempos»: Killing Joke, Front 242, .45 Grave y otros por el estilo. Cassie siempre había preferido el material que inauguró el movimiento a las cosas popificadas que ahora estaban hundiéndolo. Salvas de cegadoras luces estroboscópicas blancas convertían la pista de baile en fotogramas congelados y cambiantes. Piel al descubierto y bandas negras. Rostros vampíricos y labios rojo sangre. Ojos abiertos de manera inhumana que nunca parecían parpadear. En las jaulas de lo alto, por encima de sus cabezas, unas chicas góticas en diversos grados de desnudez bailaban con rostros deliberadamente inexpresivos. Las parejas se besaban con voracidad en esquinas apartadas. Oleadas de música machacante conseguían que el aire retumbara.
Cassie se sintió de inmediato como en casa.
—¡Por aquí! —Su hermana le tiró de la mano y la condujo entre más cuerpos apretados. Mientras bordeaban la masa de bailarines, los rostros comenzaron a girarse hacia ellas.
«Por supuesto», pensó Cassie con aire taciturno.
Lissa y ella eran gemelas idénticas. Lo único que las diferenciaba era un detalle minúsculo: las dos se teñían una franja blanca en sus cabelleras negras, por lo demás iguales. La franja de Cassie estaba a la izquierda y la de Lissa a la derecha. La única otra diferencia apreciable era el diminuto tatuaje de alambre de espino que rodeaba el ombligo de Lissa, mientras que en el suyo Cassie tenía un pequeño medio arco iris. Pero era Lissa la que siempre insistía en que vistieran igual cada vez que se colaban a hurtadillas en un club. Los mismos guantes de terciopelo negro, las mismas faldas cortas de crinolina negra y las mismas blusas de encaje negro. Incluso sus zapatos de tacón de aguja y sus monederos de muñeca de piel de cabrito eran idénticos. A su padre aquello lo ponía de los nervios, pero hasta Cassie estaba comenzando a hartarse de la gracia. Y además, así nunca parecía atraer ninguna atención sobre ella, solo hacia Lissa.
No quiso darle más vueltas. Era una reflexión que, como había aprendido tiempo atrás, no llevaba a ninguna parte salvo a las profundidades de su propia falta de confianza y autoestima. Su envidia secreta hacia Lissa hervía en ocasiones hasta formar un discreto odio. Nunca había logrado entender por qué dos personas que se parecían tanto podían tener personalidades tan opuestas. Lissa la sociable, imán de chicos y reina de las fiestas; Cassie la adusta introvertida. Cinco años de psicoterapia y unos pocos meses en una clínica mental solo le habían dado la perspectiva suficiente para seguir tirando. Pero no era solamente Lissa, era todo. Era el mundo.
«Por el amor de Dios —se regañó—. Solo trata de pasártelo bien».
Al fin lograron abrirse paso hasta la barra del fondo.
—¡Parece que esta noche estamos de suerte! —exclamó Lissa, que aún arrastraba a Cassie.
—¿Cómo?
—Radu está de servicio. Eso significa que tendremos bebidas gratis.
El verdadero nombre de Radu era Jim, pero no había logrado salir de la moda vampírica que ahora parecía un estigma para los auténticos góticos. Sin camisa y con la cabeza afeitada, se parecía al Nosferatu de Max Schreck[2], pero con músculos. Lissa y él llevaban varios meses saliendo, pero era un misterio hasta qué punto iban en serio. Radu tenía que estar enterado de la buena reputación de Lissa en el instituto, y Cassie supuso que la destreza de su hermana para saltarse la cola de la entrada ya era bien conocida entre los empleados masculinos del club.
—Bienvenidas a Goth House, señoritas —saludó Radu antes de pasarles una lata de Holsten a cada una. Lissa se inclinó de inmediato para besarlo, luciendo a fondo el escote. Un rubor rosado tiñó las mejillas de Cassie cuando el beso se prolongó hasta convertirse en un mutuo sondeo con lengua.
—Dios —protestó—. Hacéis el mismo ruido que una pareja de san bernardos engullendo un montón de comida para perros.
—Mi hermana pequeña está celosa —susurró Lissa a su novio mientras pasaba el dedo alrededor de su tatuaje de la Orden del Dragón[3]. Sus tonificados pectorales se estremecieron en respuesta.
Cassie se puso furiosa por dentro. En realidad era siete minutos mayor que Lissa, pero esta insistía en referirse a ella como su hermana menor. Y sí, estaba celosa, pero odiaba reconocerlo. «Sé tú misma», le hubiera apremiado constantemente su psiquiatra de 250 dólares la hora. «Deja de darte cabezazos contra la pared por no ser como otra persona». Cassie suponía que era un buen consejo, pero aun así impracticable.
—¡Vaya, hermanita pequeña —comentó Radu—, deja algo para los alcohólicos! Ellos también tienen que emborracharse, ya sabes.
Sin darse ni cuenta, Cassie había terminado la cerveza y había vuelto a colocar la lata vacía sobre la barra. «¿Acabo de ventilarme un bote entero en cinco minutos?»
La respuesta era afirmativa.
Radu salpicó espuma blanca cuando le abrió otra.
—¿Quieres una pajita para esta? ¿O mejor un embudo?
—Tengo una idea más eficaz —bromeó Lissa—. Basta con encajarle la boca a una de las espitas.
«Eso resulta muy gracioso —pensó Cassie como respuesta—, sobre todo considerando a lo que tú has encajado la boca hace un ratito». Le hubiera gustado poder decirlo en voz alta, pero no se atrevía. Volverían a enzarzarse, y decididamente no quería algo así. Se volvió hacia la multitud, dando sorbos a su cerveza, mientras Lissa y Radu cuchicheaban con ñoñería. La siguiente serie comenzó con el infame Bela Lugosi’s Dead de Bauhaus, lo cual enardeció a la multitud. La canción tenía más años que Cassie, pero no había perdido su marcada potencia. Las luces estroboscópicas se ajustaron al escalofriante ritmo de la percusión inicial y transformaron la pista de baile en un abismo de saltos y flashes como cuchillas. Cassie examinó con detenimiento a los juerguistas. Justo enfrente, dos chicas con body de malla negra se acariciaban descaradamente la una a la otra mientras bailaban, y en una esquina dos tipos vestidos de cuero negro se frotaban la ingle. La de esta noche era una multitud diversa. A veces Cassie se contentaba solo con observar. Fuera cual fuera el motivo, ver felices a otras personas también la hacía feliz a ella. Pero en cambio, en otras ocasiones (como aquella) eso solo amenazaba con provocarle una depresión aún mayor. Y no ayudó gran cosa el que un hermoso muchacho con una camiseta del Black acid devil de Danzig se acercara de pronto a ella y le dijera:
—Eh, ¿quieres bailar? ¿Eres Lissa, verdad?
—No, soy su hermana —replicó ella.
—Ah, lo siento —dijo entonces el chico, y se alejó.
«¡Eso ha sido cojonudamente genial!»
Las dos cervezas que se había metido ya con el estómago vacío estaban haciendo efecto.
«A la mierda —decidió—, voy a emborracharme».
Regresó a la barra. Radu arqueó una ceja cuando le indicó que quería otra Holsten.
—Eh, hermanita, ¿no te has enterado de que el concurso de beber birra es la semana que viene?
—Tú limítate a darme otra —dijo.
Ahora fueron las dos cejas las que se alzaron.
—¿Y las palabras mágicas?
—Dame otra, «por favor», capullo calvo con pinta de vampiro.
Él echó atrás la cabeza y rio.
—¡Ese es el espíritu! —dijo mientras le pasaba otra cerveza.
Lissa la agarró con brusquedad del brazo.
—¿Qué tal si te despejas un poco? A este paso vas a emborracharte y estarás amargada toda la noche. Y acabarás vomitando en el Cadillac de papá cuando volvamos a casa, igual que las dos últimas veces.
—No, no lo haré. Lo prometo, hoy devolveré por la ventanilla. Solo espero que estemos en la avenida Pennsylvania cuando eso suceda. Así se lo podré dedicar a Bush.
Lissa suspiró, exasperada.
—Cassie, por favor, no hagas esto.
—¿Hacer el qué? Solo estoy tomándome una birra y mirando a la gente.
—Sí, y cada vez que lo haces te hundes en uno de tus estados de ánimo.
—Mis estados de ánimo son cosa mía. Y a propósito, ¿por qué no me haces un favor y te ocupas solo de tus cosas?
—Deja de ser tan plomazo. Dios, la mitad de tiempo me siento como si fuera tu canguro.
—¿Las canguros hacen felaciones a los porteros góticos?
—Pues gracias a eso has podido entrar en este local, ¿no te parece? —reaccionó Lissa al insulto—. Hay días que no sé por qué me molesto siquiera en traerte. Todavía estarías esperando en esa cola de no ser por mí, alicaída y mirando al suelo, contemplándote los putos zapatos como una pastorcilla sin sus ovejas. La próxima vez puedes ser tú la que se la mame al gorila para poder colarnos dentro.
—Oh, claro, seguro que sí —dijo Cassie con una sonrisa forzada.
—A veces puedes ser toda una pelmaza, Cassie. Estoy realmente harta de tener que pasarme toda la noche preocupada por ti siempre que salimos.
—No tienes que preocuparte de nada. Haz tus cosas que yo haré las mías.
—¿Tus cosas? ¿Y en qué consisten, en quedarte en una esquina como la fea a la que nadie saca? —Lissa señaló la abarrotada pista de baile—. ¿Por qué no sales ahí y te relacionas? Conoce a alguien. A algún chico. Baila y pásatelo bien.
—Me lo estoy pasando bien —respondió Cassie con suspicacia mientras bebía más cerveza.
Lissa le arrebató bruscamente la lata.
—A ver, toma esto. Te endulzará el carácter. —Trató de pasarle una pequeña píldora de color verde brezo con un conejito de Playboy impreso en ella.
—Oh, genial. Me lanzas un montón de estúpidos reproches porque bebo y ahora me aconsejas que tome éxtasis.
—Venga ya, la fiesta de esta noche es de música acid, Cassie. Todo el mundo lo hace.
—Gracias, pero no. Prefiero mantener intactas mis neuronas. No es buena idea darle palizas al cerebro.
—Te pondrá de buen humor.
—Claro, y para cuando cumpla los veinticinco me habrá reducido el cerebro al tamaño de una nuez. —Sostuvo en alto su lata de Hoslten—. Al menos el hígado me aguantará un par de décadas más. Dejaré de beber después del trasplante.
—Perfecto —espetó Lissa—, entonces conviértete en la fea del baile. Emborráchate y vomita y muéstrate como una idiota. Deja que todos en este condenado lugar crean que eres un caso perdido y una alcohólica. Si no quieres pasártelo bien, pues no lo hagas. Pásatelo de pena, Cassie. Si en el fondo es eso lo que quieres. Deprímete y frunce el ceño como una fracasada abatida para poder dar pena a todo el mundo. Buabuaaá, pobre Cassie, pequeñina, tan incomprendida.
Cassie ya había oído suficiente. No prestó más atención y la discusión murió ahí mismo. Permitió que la corriente se la llevara lejos mientras Lissa se abalanzaba de nuevo hacia Radu, que las observaba atento. La música se derramó sobre ella y pronto la dejó agradablemente entumecida, la sensación que más le agradaba pues parecía anular el paso del tiempo. Sonrió con serenidad mientras pasaba la vista por la multitud bañada por la luz estroboscópica. No le era necesario participar en nada de aquello, solo necesitaba comulgar con la pequeña parte de sí misma que le gustaba. Sabía que era una justificación, pero el alcohol la ayudó a encontrar ese rincón.
¿Y qué si nadie lo notaba?
¿Y qué si nadie estaba interesado en la hermana «pequeña» de Lissa Heydon?
Ser ella misma en aquel local abarrotado era mucho más seguro que formar parte de la propia muchedumbre. «Hay mucha más infelicidad ahí fuera —pensó—, que aquí dentro». Estar sola era muy diferente a sentirse sola.
Al menos eso es lo que ella se decía.
Más música cayó sobre su cabeza en constantes oleadas: Skinny Puppy, Faith and the Muse, This Mortal Coil y Christian Death. Bailó sola durante la siguiente tanda y de pronto se sintió parte de la multitud. Estaba siendo asimilada como un fragmento del todo. Exóticos rostros blancos destellaban en medio de la maravillosa lobreguez del club; los ojos centelleaban al verla, algunos ávidos por la droga o la lujuria pero otros simplemente llenos de vida. Una chica a la que nunca había visto antes, de largas piernas, ropa ajustada y un corselete escarlata, se frotó contra ella y sus labios rojo sangre dibujaron una sonrisa grogui. Acarició con dulzura el rostro de Cassie mientras desaparecía de nuevo entre la multitud. A continuación, un chico totalmente vestido de negro la miró fijamente, con desesperación; le sonreía. Pero su cara se esfumó en el siguiente destello estroboscópico. Parejas apenas visibles se besaban (y algo más) escondidas como audaces fantasmas en los rincones más remotos del local. El cabello de Cassie, de un descarnado color negro, caía sobre su cara como un velo y reducía su campo de visión a largas franjas oscilantes. Se impuso entonces una música más dura que la ensordeció pero que le gustaba. White Zombie, Tool y el icónico Marilyn Manson. Se sintió seducida por los cuerpos que chocaban contra ella y sonreía con ojos soñadores cuando una mano errante se deslizaba sobre su espalda o sus brazos. Los contactos menos casuales no la molestaban como solía suceder, y en lugar de eso los encontró interesantes, incluso estimulantes. La música y el movimiento crecieron hasta formar un caos absoluto según se aproximaba el último aviso para consumir alcohol. Cuando se dejó llevar de vuelta a la barra, Radu le pasó otra cerveza pero no vio a Lissa. Él le gritó algo, como si estuviera explicándose, pero no pudo oírlo por encima del retumbar de los riffs y las percusiones. Por lo general, después de tantas cervezas debería empezar a sentirse deprimida, siempre ocurría así. Pero no aquella noche. En lugar de eso, se sentía suavemente animada. Esa noche se lo había pasado bastante bien, a pesar de lo que le había garantizado con mordacidad su hermana en sentido contrario. La siguiente canción que sonó era algo de Death in June, un grupo que a Cassie nunca le había gustado. Parecían criptofascistas, así que vagó de nuevo por la sala. Se planteó ir al baño pero lo desechó al ver la desordenada cola de gente.
Vagó por aquí y allá sin pensar realmente en nada. Aquella noche, volver tarde a casa no suponía ningún problema: su padre estaba en Nueva York en otro viaje de negocios. Pero tendría que conducir Lissa. «Estoy demasiado borracha», reconoció Cassie para sus adentros. Y ahora que pensaba en ello, ¿dónde demonios se había metido Lissa?
No se la veía por ningún lado. ¿En los servicios quizá? Una puerta lateral estaba abierta unos centímetros. Se coló dentro.
Ni rastro de Lissa. Solo era un cuarto trasero que servía de almacén, oscuro y abarrotado de cajas y papeleras de reciclaje llenas de latas y botellas vacías. Entonces pensó: ¡Puaj! Un sabor amargo inundó su boca junto a algo granulado. Inclinó la lata de Holsten bajo la luz y vio en el fondo una píldora verde medio disuelta. «Esos cabrones», pensó. Arrojó lejos el bote y comprendió por qué se había sentido tan nostálgica esa noche. «Oh, bueno, sobreviviré», supuso. Sin embargo, a continuación se descubrió mirando fijamente un viejo póster de Bauhaus que había en la pared. Los cuatro miembros del grupo estaban de pie en lo que parecía una cripta art-déco.
—¿Puedes creértelo? Esos tipos son ahora viejos. Cuarenta años lo menos.
La voz de Radu la sobresaltó. Había entrado sin que ella se diera ni cuenta. La repentina visión de su torso desnudo y de su vientre bien tonificado la pilló aún más desprevenida que su voz. «Es tan atractivo», comprendió mientras hacía una pausa. En el exterior podía escucharse la última pieza de la noche: The Girl at the End of My Gun de Alien Sex Fiend.
—Tú has puesto esa mierda de éxtasis en mi cerveza, ¿verdad?
Él abrió los brazos.
—Lo confieso. Tu hermana me dio la idea. Era una dosis baja y, además, tiene un efecto antidepresor. Me explicó que estabas viendo a un loquero por culpa de la depresión.
«Maldita seas».
—Eso es asunto mío, no suyo ni tuyo.
—Bueno, pero te lo has pasado bien esta noche, ¿verdad?
Una pausa.
—Sí…
Él se acercó más, con despreocupación. Sus pectorales delicadamente esculpidos se agitaban bajo su tersa piel.
—Pues para eso venimos aquí, para pasar un buen rato.
Su voz sonaba distante. Cassie trató de liberarse de la distracción que suponía tener tan cerca su fornido cuerpo, pero cuando recordó la imagen de Lissa besándolo, se vio a sí misma en el lugar de su hermana. Se preguntó cómo sería. «Dieciocho añitos y nunca la han besado —pensó para sí—. Solo se ha emborrachado una vez más. ¿Acaso nunca cambia nada?»
—A todo esto, ¿dónde está Lissa? —preguntó.
Un ceño fruncido acompañó a la sonrisa de Radu.
—Hemos tenido una pelea hace un rato. Una de mis ex novias vino y empezó a flirtear. Normalmente esas cosas no molestan a Lissa; suele ser bastante madura al respecto. Pero se marchó no sé adónde sin decir palabra, muy cabreada.
—Espero que no se haya ido a casa en el coche sin mí —meditó Cassie.
—Estoy convencido de que sigue por aquí en alguna parte. Regresará después de considerar la situación. —Se encogió de hombros como para dar a entender que era inocente—. En cualquier caso, el acuerdo fue idea suya.
«¿El acuerdo?»
—¿A qué te refieres?
Otro encogimiento de hombros.
—Bueno, ya sabes. Acordamos que podríamos salir con otras personas sin tener que comernos el tarro. No es nada nuevo. Ella conoce mis necesidades y yo acepto su deseo de seguir virgen hasta que se sienta lista.
Aquel comentario informal la hizo pegar un brinco. No tenía ni idea.
—¿Quieres decir que vosotros dos no…?
—No. Así es como ella quiere las cosas por ahora. Y yo lo respeto. La amo.
La confusión la apresaba como un látigo.
»Lo que sí que hacemos son… otras cosas —añadió entonces Radu—, y con eso basta. Estoy convencido de que te habrá hablado de nuestro acuerdo.
—No —respondió Cassie con brusquedad.
—Oh, seguro que sí. Incluso me dijo que no pasaba nada. Ya sabes, que no le molestaría si…
—¿Si qué?
—Ya sabes. No le molestaría que tú y yo nos liáramos.
Otro sobresalto, más intenso. Pero todo lo que Cassie podía hacer era quedarse allí parada, aturdida, inmóvil como si estuviera paralizada en un sueño.
¿Por qué no opuso nada? ¿Por qué no se marchó en ese mismo instante?
»Vamos, sé que siempre has sentido algo por mí. Resulta halagador.
Simplemente se quedó allí quieta, aturdida.
»También yo siento algo por ti, pero estoy seguro de que ya sabías eso.
«Está mintiendo», fue su primera reacción. Nadie había sentido nunca «algo» por ella, solo por Lissa, su vivaz álter ego.
Pero entonces las dudas se disiparon.
No hubo palabras ni gestos previos, no tantearon el agua. Él la besó de inmediato y lo único que la asombró fue no echarse atrás. Ni se le ocurrió hacerlo. Aquel instante prendió todas sus mechas a la vez y le hizo anhelar lo que había estado filtrándose en su interior desde la pubertad. Casi podía oír esas mechas ardiendo en el interior de su alma. Devolvió el beso sin reservas.
«¿Qué estoy…?»
La piel le hormigueaba bajo el top de satén negro. La epidermis de Radu también se notaba caliente bajo sus manos, que acariciaban arriba y abajo su espalda desnuda. No se estremeció cuando él le subió la tela e hizo que sus senos brotaran libres del sujetador. Al contrario, deseaba más. Estaba ansiosa por que la tocara con más frenesí, por que la notara, por sentirse envuelta en él. Cuando Radu tomó su mano y la condujo hasta su entrepierna, ella no la apartó. Solo se irguió de puntillas para besarlo con más fuerza.
Su suave susurro le calentó la oreja.
—También eres virgen, ¿verdad? Como Lissa.
No quería oír el nombre de su hermana, no en aquel momento.
—Sí —jadeó en respuesta—. Pero me da igual, no quiero serlo.
—Nunca te arrebataría eso, no podría —dijo él. Parecía tan considerado, tan dulce…
»Tendría que saber que estás completamente segura…
«Estoy lista —pensó—. Nunca antes había sentido algo parecido…»
Pero en su cerebro colisionaban las emociones. El sentimiento de culpabilidad trataba de arruinar aquel precioso abrazo, atacar con una grúa de demolición un momento que había ansiado durante largo tiempo.
Entonces recordó lo que él le había explicado, que Lissa había dicho que no pasaba nada.
—Estoy completamente segura —confirmó—. Sé que lo estoy.
Sus ojos la perforaron.
—Vayamos por aquí…
Con su fuerte mano la impulsó en dirección a unas cajas de la esquina. Se sacó un condón del bolsillo de atrás. Cassie lo besó una vez más y sus senos desnudos se apretaban ardientes contra el pecho de él.
—Quiero que lo hagas ahora, ya mismo —dijo, casi suplicante.
Estaba a punto de tumbarse cuando…
—¿Qué estáis HACIENDO?
… Lissa entró.
Cassie se quedó inmóvil. Radu la apartó como si tuviera la lepra.
—¡Lissa, pensaba que eras tú! —exclamó—. Vino a mí. Cielo, lo juro… Estaba fingiendo ser tú.
«¡Mentiroso!» Cassie quería gritarlo con todas sus fuerzas, pero había perdido la voz. Solo podía yacer allá entre las cajas, paralizada por el terror.
La ira desfiguraba el rostro de Lissa hasta formar una máscara tallada. Sus ojos, inyectados en sangre, observaban el condón caído sobre el suelo polvoriento.
—¡Y una mierda! —gritó. Su voz sonaba histérica, demente. Enardecida por las drogas, el alcohol y ahora la traición, Lissa parecía poseída.
—Lissa —comenzó a decir Radu—. Cielo, cálmate…
—¡CÁLLATE! —Sus rasgos contorsionados se dirigieron entonces a Cassie—. ¡Y tú, traicionera, ZORRA! ¡Mi propia HERMANA!
Los labios de Cassie apenas podían articular palabra.
—Lo… lo siento —balbució—. Yo…
A Lissa le temblaba todo el cuerpo. Tenía la cara de un color rosa encendido y sus ojos irradiaban odio por encima del torrente de lágrimas.
—¡Bueno, pues al infierno LOS DOS! —estalló el siguiente grito, y en apenas un segundo abrió la cremallera de su monedero de pulsera y sacó una pequeña pistola.
—¡Joder! —aulló Radu, y se giró para huir. ¡BAM!
Cassie gritó, el mundo se derrumbaba sobre ella. La bala acertó a Radu justo en la parte posterior del cráneo. Cayó tieso, de bruces. En pocos instantes una terrible cantidad de sangre empezó a formar una aureola alrededor de su cabeza y sus hombros.
Lissa volvió su rostro enrojecido. La pistola apuntó a Cassie a la cara.
—¡Lo siento, lo siento! —sollozó esta.
—Mi propia hermana… —La voz de Lissa bien podía tratarse del estertor de la muerte, y los ojos que miraban a Cassie ya parecían exánimes—. ¿Cómo pudiste hacerme esto a mí?
Lissa se llevó la pistola a la sien.
—¡No! —gritó Cassie mientras se abalanzaba sobre ella.
Rodeó con sus brazos los hombros de su hermana, tratando de agarrar el arma, cuando…
¡BAM!
Lissa se derrumbó, muerta. Cassie retrocedió estupefacta, con la cara y las tetas salpicadas de sangre, masa encefálica y trozos de hueso astillado.
Cayó de rodillas y gritó hasta que se desmayó.