Capítulo 74

Billy se despertó desorientado. Durante un momento, parpadeando ante las patas de todas las sillas y los sillones que le rodeaban, pensó que se había quedado dormido en la recepción de un hotel y se maravilló de lo considerados que habían sido los empleados por dejarle dormir tranquilo.

Entonces el recuerdo le despertó del todo.

Se puso en pie y cogió el arma del sofá con la mano izquierda. Eso fue un error. La herida del clavo estaba inflamada. Gritó y casi se cayó, pero no lo hizo.

El día tras las cortinas de las ventanas se veía extremadamente brillante y bien avanzado. Cuando miró el reloj, vio que eran las 17:02. Había dormido casi diez horas.

Presa del pánico, su corazón comenzó a latir como frenéticas alas. Pensó que su ausencia sin explicaciones lo habría convertido en el principal sospechoso de la desaparición de Valis.

Luego recordó que había llamado para decir que estaba enfermo el segundo día. Nadie lo esperaba en ninguna parte. Y nadie sabía que él tuviera alguna clase de conexión con el artista muerto.

Si la policía estaba ávida de encontrar a alguien, buscarían al propio Valis para hacerle preguntas concretas sobre el contenido de los frascos que había en su salón.

Billy fue a la cocina, cogió un vaso del armario y lo llenó con agua del grifo. A continuación hurgó en los bolsillos de sus vaqueros y encontró dos Anacin, que se tomó con un largo trago, además de una pastilla de Cipro y otra de Vicodin.

Por un momento sintió náuseas, pero la sensación pasó. Quizá todos esos medicamentos juntos resultaban una mezcla letal que lo dejaría muerto de un momento a otro, pero al menos no vomitaría.

Ya no le preocupaba la sensación de haber dejado pruebas que lo incriminaran dentro de la casa. Ese temor había sido un síntoma de agotamiento. Ahora, descansado, tras asegurarse de nuevo de que había tomado todo tipo de precauciones, supo que no había dejado nada al azar.

Tras cerrar la casa, volvió a dejar la llave de repuesto en el agujero del tronco del árbol.

Aprovechando la luz diurna, abrió el portón trasero del Explorer y revisó el suelo del maletero en busca de sangre de Valis. Ni una gota había traspasado las mantas de viaje, y éstas se habían ido por el conducto de lava junto con el cadáver.

Se alejó de la casa de Olsen con alivio, con prudente optimismo, con una creciente sensación de triunfo.

El lugar del proyecto de Valis parecía un concesionario donde sólo se vendieran coches de policía.

Decenas de uniformes se dispersaban alrededor de la caravana, la carpa, el mural. El sheriff John Palmer sería uno de ellos porque también había furgonetas de televisión aparcadas, parachoques contra parachoques, en el arcén de la carretera.

Billy se dio cuenta de que todavía llevaba puestos los guantes de látex. De acuerdo. Ningún problema. Nadie podía verlo y preguntarse por qué.

En el aparcamiento del bar no había ni un solo espacio disponible. Las noticias sobre Valis y su espeluznante colección habrían llevado allí a todos los clientes habituales además de a otros nuevos, con algo más de qué hablar aparte de los cerdos con cerebros humanos. Bien por Jackie.

Cuando la casa de Billy apareció en el horizonte, su mera visión le reconfortó. Hogar. Con el artista muerto, no tendría que cambiar las cerraduras. La seguridad era suya una vez más, y la privacidad.

En el garaje, limpió el Explorer, metió la basura en una bolsa y guardó el destornillador eléctrico y las otras herramientas.

En alguna parte de su propiedad había recuerdos incriminatorios, quedaba por hacer una última limpieza.

Al cruzar el umbral de la cocina, permitió que su instinto lo guiara. Valis no habría llevado allí una mano de Giselle Winslow dentro de un frasco lleno de formaldehído. Un recipiente semejante habría sido demasiado incómodo y frágil para permitir un trabajo rápido y disimulado. El instinto sugería la solución más sencilla.

Fue hacia la nevera y abrió el congelador. Entre las tarrinas de helado y los paquetes de sobras había dos objetos envueltos en papel de plata que no reconoció.

Los abrió en el suelo. Eran dos manos, cada una de una mujer distinta. Una de ellas probablemente perteneciera a la pelirroja.

Valis había utilizado un nuevo papel de plata antiadherente. El fabricante se alegraría de escuchar que funcionaba tal como anunciaban en la publicidad.

Billy no pudo evitar un temblor mientras volvía a envolver las manos. Por un instante llegó a pensar que se había vuelto insensible al horror. No era así.

Antes de que finalizara el día, tendría que tirar todo el contenido del congelador. No había podido producirse ninguna contaminación, pero sólo pensar en ello le revolvía el estómago. De hecho, posiblemente tendría que tirar la nevera entera.

Quería las manos fuera de su casa. No esperaba que la policía llamara a la puerta con una orden de registro, pero de cualquier forma quería deshacerse de las manos.

Enterrarlas en algún lugar de la propiedad le parecía una mala idea. Como mínimo tendría pesadillas de las manos deshaciendo sus pequeñas tumbas y arrastrándose hasta la casa por la noche.

Las colocó en una neverita de picnic mientras decidía qué hacer con ellas.

Pensó en sacar de su cartera la instantánea doblada de Ralph Cottle de joven y su carné de socio de la Sociedad Americana de Escépticos y la fotografía de la pelirroja. Había conservado todo esto con la vaga idea de devolverle la pelota al psicópata y colocar pistas en su territorio para incriminarlo. Las metió en la neverita junto con las manos.

Tenía el teléfono móvil de Lanny, y dudó si añadirlo también a la neverita. Como si las manos pudieran deshacerse de su envoltorio y marcar el 911. Dejó el móvil sobre la mesa de la cocina.

Para sacar las manos de la casa, llevó la neverita al garaje y la metió en el Explorer, en el suelo del asiento del copiloto. Cerró con llave la puerta del garaje al salir.

La cálida tarde había llegado a su fin. 18:36.

Bien alto sobre su cabeza, un halcón se dedicaba a la última cacería del día.

Billy se quedó contemplándolo mientras el pájaro describía un círculo amplio. Luego entró en la casa, ávido por darse una ducha lo más caliente que pudiera soportar.

El asunto de las manos de las mujeres le había quitado el apetito. No pensó que pudiera sentirse cómodo comiendo en su casa.

Quizá regresara al bar de carretera para cenar. Sentía que le debía a Jasmine, la camarera, una propina aun mayor de la que le había dejado.

En el pasillo, de camino al baño, vio luz en el despacho. Cuando miró a través del umbral, encontró las persianas bajadas, tal como las había dejado. No recordaba haber dejado la lámpara encendida, pero había salido a todo correr, ansioso por deshacerse de Cottle. Sin dar la vuelta al escritorio, apagó la lámpara.

Aunque Cottle ya no estaba sentado sobre el váter, Billy podía recordarlo perfectamente. Pero ése era su único baño, y su deseo por darse una ducha resultó ser mayor que su asco.

El agua caliente fue haciendo desaparecer los dolores de sus músculos. El jabón olía a gloria.

Un par de veces sintió claustrofobia tras la cortina del baño y se convenció más o menos de que le habían dado el papel de Janet Leigh en una versión de Psicosis con los géneros cambiados.

Afortunadamente se las arregló para no pasar un mal momento cuando abrió la cortina de un tirón. Concluyó la ducha sin ser acuchillado.

Se preguntó cuánto tiempo debería pasar hasta que lograra superar sus miedos. Lo más probable: el resto de su vida.

Tras secarse con la toalla y vestirse, se aplicó una venda limpia sobre las heridas de los anzuelos de la frente.

Fue hacia la cocina, abrió una cerveza Elephant y la utilizó para tragar un par de Motrin. La inflamación de la mano izquierda lo tenía algo preocupado.

En la mesa, con la cerveza y unos pocos artículos de primeros auxilios, intentó introducir yodo en la herida del clavo. A continuación se puso una gasa humedecida nueva.

Detrás de las ventanas el crepúsculo se aproximaba.

Pretendía ir a Whispering Pines y pasar allí algunas horas. Había conseguido que le dejaran quedarse toda la noche en una vigilia de oración; pero, a pesar de sus diez horas de sueño, no pensaba que pudiera aguantar tanto tiempo. Con Valis muerto, la medianoche no tenía sentido.

Una vez que terminó con la herida del clavo, se sentó a la mesa para acabar la cerveza y su atención recayó en el microondas. El vídeo de seguridad.

Todo este tiempo se había grabado a sí mismo a la mesa. Luego se dio cuenta de que se había filmado sacando las manos del congelador. La cámara tenía un gran angular, pero no creía que hubiese podido captar su horrendo trabajo tan bien como para servir de prueba.

Sin embargo…

Cogió la escalera de mano de la despensa. Se subió y abrió el armario de encima del microondas.

Utilizando el modo de rebobinado con imagen, escrutó la pequeña pantalla de control, observándose a sí mismo caminando hacia atrás por la cocina. El ángulo no había dejado ver las manos cercenadas.

Mientras continuaba rebobinando más allá de su llegada poco después de las seis de la tarde, de pronto se preguntó si Valis habría visitado la casa con algún propósito desde que él se había ido el día anterior hasta su encuentro en la caravana antes del amanecer.

No tuvo que rebobinar hasta el día anterior. A las 15:07 de ese mismo día, mientras Billy todavía dormía en casa de Olsen, un hombre salía del salón, cruzaba la cocina hasta la puerta y desaparecía de la casa.

El intruso no era Valis, desde luego, porque Valis estaba muerto.