Billy se dirigió una vez más hacia el conducto de lava; en esta ocasión eligió un camino distinto para evitar pisotear los mismos arbustos de antes.
Mientras quitaba la tapa de secoya, la estrecha y rasgada herida de un apropiado amanecer sangriento se abrió a lo largo del contorno de las montañas del este.
Una plegaria no parecía apropiada.
Como si su peso específico fuera mayor que el de los otros tres cadáveres, le dio la sensación de que Valis caía más rápido por el abismo hambriento que guardaba a los muertos anteriores.
Cuando los sonidos del descenso del cuerpo se desvanecieron hasta convertirse en silencio, Billy dijo:
—Más viejo y experimentado, mis pelotas.
Luego se acordó de arrojar la cartera de Lanny por el conducto y volvió a colocar la tapa.
Mientras la noche se resistía inútilmente a la temprana luz purpúrea, Billy aparcó el Explorer en el jardín de detrás del garaje de Lanny. Entró en la casa.
Era jueves, sólo el segundo de los dos días libres de Lanny. No parecía probable que alguien se preguntara por él o apareciera buscándolo hasta el viernes.
A pesar de que Valis había asegurado que no había dejado más pistas tras la visita anterior de Billy, decidió registrar la casa una vez más. Sencillamente, no se puede confiar en ciertas personas.
Comenzó por arriba, moviéndose con la lentitud de la fatiga extrema, y regresó a la cocina sin haber encontrado nada que lo incriminara.
Sediento, cogió un vaso del armario y se sirvió agua fría del grifo. Todavía con los guantes puestos, no le preocupaba dejar huellas. Saciada la sed, enjuagó el vaso, lo secó con un trapo y lo volvió a dejar en el armario de donde lo había sacado. Sentía que algo no iba bien.
Sospechaba que se le había escapado un detalle que tenía el poder de arruinarlo. Atontado por el cansancio, su mirada había pasado por delante de alguna maldita prueba sin que pudiera reconocer su importancia.
De nuevo en el salón, dio una vuelta alrededor del sofá en el que Valis había colocado el cadáver de Ralph Cottle. No había manchas en los muebles ni en la alfombra.
Billy levantó los cojines para ver si se había caído algo de los bolsillos de Cottle. No encontró nada y los volvió a colocar en su sitio.
Todavía asediado por la inquietante sensación de haber pasado algo por alto, se sentó a pensar. Como estaba hecho un desastre, no se arriesgó a ensuciar ningún asiento, así que, dejando escapar un suspiro de cansancio, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Acababa de matar a un hombre, o a algo similar a un hombre, pero aun así podía seguir preocupado por la tapicería del salón. Seguía siendo un chico educado. Un considerado pequeño salvaje.
Esta contradicción le pareció graciosa, y soltó una carcajada. Cuanto más reía, más gracioso le parecía su cuidado de la tapicería, y entonces se encontró riéndose de su propia risa, divertido ante su inapropiado atolondramiento.
Sabía que se trataba de una risa peligrosa, que podía deshacer el nudo cuidadosamente atado de su equilibrio. Se recostó sobre la alfombra, inmóvil, y respiró hondo para calmarse.
La risa amainó, respiraba con más normalidad y, de alguna manera, se las arregló para quedarse dormido.