Los mullidos interiores de las vitrinas de detrás de los paneles cilíndricos estaban tapizados con seda negra. Unos claros frascos de vidrio de dos tamaños contenían la colección.
La base de cada frasco descansaba en un nicho sobre su estante. Una abrazadera de esmalte negro sostenía la tapa, fijándola a la parte inferior del estante que tenía encima.
Estos recipientes no se movían en absoluto cuando la caravana estaba en movimiento. Ni siquiera tintineaban.
Cada frasco estaba iluminado por filamentos de fibra óptica instalados debajo de ellos, de modo que el contenido resplandecía contra el tapizado de seda negra. Cuando la lámpara del salón se atenuó para realzar el efecto de la colección, Billy pensó en un acuario.
Ninguno de estos pequeños mundos de vidrio contenía peces, sino recuerdos de asesinatos. En un fluido conservante flotaban rostros y manos.
Cada rostro era fantasmal, como una mantis pálida nadando permanentemente, los rasgos de uno apenas distinguibles de los rasgos de otro.
Las manos eran distintas entre sí, decían más de cada víctima que los rostros y, etéreas y extrañas, resultaban menos espeluznantes de lo que hubiera pensado.
—¿No son hermosas? —dijo Valis, y sonó en parte como HAL 9000 en 2001: una odisea del espacio.
—Son tristes —dijo Billy.
—Qué palabra más rara has elegido —respondió Valis—. A mí me llenan de alegría.
—A mí de desesperación.
—La desesperación es buena. La desesperación puede ser el nadir de una vida y el punto de partida del ascenso a otra vida mejor.
Billy no se alejó de la colección con miedo o asco. Supuso que estaba siendo observado por cámaras de circuito cerrado. Su reacción parecía ser importante para Valis.
Por otra parte, por más desesperación que pudiera inspirar la colección, poseía una elegancia espantosa, y ejercía cierta fascinación. El coleccionista no había sido tan vulgar como para incluir genitales o pechos.
Billy sospechaba que Valis no mataba por ningún tipo de gratificación sexual, que no violaba a sus víctimas femeninas, tal vez porque hacerlo significaría reconocer al menos ese único aspecto de humanidad compartida. Parecía querer pensar en sí mismo como una criatura aparte.
El artista tampoco arruinaba su colección con cosas chabacanas o grotescas. No había ojos ni vísceras. Rostros y manos, manos y rostros.
Mientras contemplaba los frascos iluminados, Billy pensó en mimos disfrazados de negro con caras maquilladas de blanco y blancas manos enguantadas.
Aunque perversa, allí había una mente estética activa.
—Un sentido del equilibrio —dijo Billy describiendo la vivida exhibición—, una armonía de líneas, una sensibilidad de formas. Y quizá lo más importante: una compostura sobria pero no obsesiva.
Valis no dijo nada.
Curiosamente, al enfrentarse cara a cara con la muerte y no dejar que le controlara el miedo, Billy al fin ya no se evadía de la vida en ningún sentido, sino que la aceptaba.
—He leído tu libro de relatos —dijo Valis.
—Que yo critique tu obra no significa que te invite a criticar la mía —respondió Billy.
Vallis dejó escapar una breve carcajada de sorpresa, una risa cálida a través de los altavoces.
—En realidad, encuentro fascinante tu ficción, y fuerte. —Billy no respondió—. Son las historias de un buscador —prosiguió Valis—. Tú conoces la verdad de la vida, pero das vueltas en círculo alrededor de ese fruto, giras y giras, reacio a admitirlo, a probarlo.
Alejándose de la colección, Billy fue hacia los bronces Meiji más próximos, un par de peces, sinuosos, sencillos pero con detalles exquisitos, con el bronce minuciosamente acabado para imitar el tono y la textura del hierro oxidado.
—Poder —dijo Billy—. El poder es una parte de la verdad de la vida.
Tras la puerta cerrada, Valis aguardaba.
—Y el vacío —continuó—. La nada. El abismo.
Se trasladó hacia otro bronce: un erudito con toga, con barba y sonriente, sentado junto a un ciervo, cuya toga estaba bordada con hilos de oro.
—La elección —dijo Billy— es el caos o el control. Con poder, podemos crear. Con poder y un propósito puro, creamos arte. Y el arte es la única respuesta al caos y al vacío.
Tras un silencio, Valis respondió:
—Sólo una cosa te ata al pasado. Puedo liberarte de ella.
—¿Con otro asesinato? —preguntó Billy.
—No. Ella puede vivir, y tú puedes pasar a una nueva vida… cuando sepas.
—¿Y qué es lo que tú sabes que yo no sepa?
—A Barbara le gusta Dickens —contestó Valis.
Billy escuchó una inhalación brusca, la suya, una expresión de sorpresa y reconocimiento.
—Mientras estaba en tu casa, Billy, registré las libretas de notas que has llenado con todo lo que ella ha dicho en su estado de coma.
—¿De veras?
—Ciertas frases, ciertas construcciones se quedaron en mi cabeza. En los estantes de tu salón vi la colección completa de Dickens… que era de ella.
—Sí.
—Era una apasionada de Dickens.
—Leyó todas sus novelas, cada una varias veces.
—Pero tú no.
—Dos o tres —respondió Billy—. Nunca me ha entusiasmado Dickens.
—Demasiado lleno de vida, sospecho —dijo Valis—. Demasiado lleno de esperanza y exuberancia para ti.
—Quizá.
—Ella conoce tan bien esas historias que las vive en sueños. Las palabras que pronuncia desde su coma aparecen de manera secuencial en ciertos capítulos.
—La señora Joe —dijo Billy, recordando su más reciente visita a Barbara—. Ésa la leí. La mujer de Joe Gargery, la hermana de Pip, la arpía. Pip la llama «señora Joe».
—Grandes esperanzas —confirmó Valis—. Barbara vive todos los libros, pero más a menudo las aventuras más ligeras, rara vez los horrores de Historia de dos ciudades.
—No me di cuenta de…
—Es más probable que ella sueñe con Cuento de Navidad que con los momentos más violentos de la Revolución Francesa —aseguró Valis.
—No me di cuenta, pero tú sí.
—En cualquier caso, ella no conoce el miedo ni el dolor porque cada aventura es un camino conocido, un placer y una comodidad.
Billy se movió por el salón hacia otro bronce, y pasó de largo.
—Ella no necesita nada que tú puedas ofrecerle —afirmó Valis—, y nada más de lo que tiene. Ella vive en Dickens, y no conoce el miedo.
Intuyendo lo que se necesitaba para provocar al artista, Billy depositó la pistola sobre una antigua mesa, a modo de altar sintoísta, situada a la izquierda de la puerta del dormitorio. Luego volvió sobre sus pasos hasta el centro del salón y se sentó en un sillón.