Capítulo 69

En ese momento, ninguna luz iluminaba el gigantesco mural dimensional. Las ruedas, los volantes, las palancas de cambio, los motores, los cigüeñales, las bielas y los extraños armazones menguaban en la oscuridad.

Atormentada, asediada, la enorme figura humana aparecía envuelta de oscuridad en su lucha silenciosa.

La carpa amarilla y púrpura surgía silente y oscura, pero una atrayente luz ámbar brillaba en las ventanas de la gran caravana.

Billy se detuvo primero en el arcén de la carretera y estudió el vehículo desde la distancia.

Los dieciséis artistas y artesanos que construían el mural bajo la dirección de Valis no vivían en ese lugar. Tenían una reserva de seis meses en el hotel Vineyard Hills Inc.

Valis, sin embargo, vivía allí mientras durara el proyecto. La caravana tenía tomas de electricidad y agua.

Los tanques de aguas residuales eran bombeados dos veces por semana por el Servicio Séptico de Glen. Glen Gortner estaba orgulloso de la fama que le proporcionaba este trabajo, aunque pensaba que el mural era «algo que también debería bombearse».

Mientras dudaba si detenerse o pasar de largo, Billy condujo el jeep desde el arcén bajando por un suave terraplén hacia el prado. Dio un rodeo hasta una zona alejada de la caravana.

La puerta del compartimiento del conductor estaba abierta. La luz se recortaba entre los escalones y pintaba un felpudo de bienvenida sobre el sucio.

Se detuvo. Durante un momento permaneció con el motor encendido, con un pie en el freno y el otro apoyado sobre el acelerador.

La mayoría de las ventanas no estaban cubiertas. No podía ver a nadie en el interior.

Sólo las ventanas de la parte trasera, que probablemente pertenecieran al dormitorio, tenían cortinas. También allí brillaban lámparas, filtradas por un material dorado.

Inexorablemente, Billy concluyó que le estaban esperando.

Se resistía a aceptar la invitación. Quería largarse de allí. No tenía adónde ir.

Quedaban menos de veinte horas hasta la medianoche, momento en que, como le habían anunciado, tendría lugar «el último asesinato». Barbara seguía en peligro.

Debido a las pruebas que Valis había colocado, además de las que había puesto en los cadáveres, Billy seguía siendo un sospechoso en potencia de las desapariciones que pronto serían descubiertas por la policía: Lanny, Ralph Cottle, la joven pelirroja.

En algún lugar de su casa o de su garaje, o enterrada en su jardín, estaba la mano de Giselle Winslow. Y seguramente también otros recuerdos.

Aparcó el Explorer y apagó las luces, pero no el motor.

Cerca de la carpa oscura había un Lincoln Navigator. Evidentemente era el que utilizaba Valis para moverse por la ciudad.

Eres bueno.

Billy se puso un par de guantes de látex nuevo.

Su mano izquierda presentaba algo de rigidez, pero no dolor.

Deseó no haber tomado Vicodin en casa de Lanny. A diferencia de la mayoría de los analgésicos, el Vicodin dejaba la mente clara, pero le preocupaba que sus percepciones y reflejos estuvieran embotados incluso en un cincuenta por ciento, ya que ese porcentaje perdido podía significar la muerte.

Tal vez las pastillas de cafeína y el café lo compensaran. Y la tarta de limón.

Apagó el motor. En ese instante, la noche le pareció tan silenciosa como una casa deshabitada.

Teniendo en cuenta lo imprevisible que era su adversario, se preparó para todo tipo de sorpresas, incluso letales.

En cuanto a la elección del arma más mortífera, prefirió la pistola del treinta y ocho por su familiaridad. Ya había asesinado con ella.

Salió del Explorer.

El sonido de los grillos se elevó y se deshizo el silencio; enseguida les acompañó el croar de las ranas. Los banderines de la carpa susurraban ante el menor soplo de brisa.

Billy caminó hasta la puerta abierta de la caravana. Se quedó bajo la luz pero vaciló antes de subir los escalones.

Desde dentro, con todos los sonidos estridentes suavizados por los altavoces de alta calidad del sistema de sonido de la caravana, que aparentemente también se usaban como intercomunicadores, una voz dijo: «Podemos permitir que Barbara viva».

Billy subió los escalones.

La cabina presentaba dos elegantes sillones giratorios para el conductor y el copiloto. Estaban tapizados con algo que posiblemente fuera piel de avestruz.

Manejada con control remoto, la puerta se cerró tras Billy. Supuso que también se habría cerrado sola con llave.

En este vehículo completamente personalizado, una mampara separaba la cabina de las habitaciones. Otra puerta abierta lo esperaba.

Billy entró en una deslumbrante cocina. Todo presentaba tonos crema y miel. Suelo de mármol, armarios de arce con los contornos sinuosos y redondeados de la cabina de un barco. La excepción eran las encimeras de granito negro y los electrodomésticos de acero inoxidable.

Desde los altavoces del techo, la voz melodiosa y persuasiva de Valis hizo una propuesta: «Si quieres puedo batir algo para un desayuno anticipado».

El suelo de mármol continuaba hacia un comedor, donde podían comer holgadamente seis, y ocho apretados.

La superficie de la mesa de arce tenía incrustaciones de ébano, cornalina y madera de acebo, blanca como el hueso, con un motivo de cintas entrelazadas; una obra maestra de artesanía espectacular y cara.

A través de un arco abovedado, Billy pasó a un amplio salón.

Ninguna de las telas costaba menos de quinientos dólares por metro cuadrado, y la alfombra alrededor del doble. El mobiliario hecho a medida, era contemporáneo, y los numerosos bronces japoneses eran inestimables ejemplos del finísimo trabajo del periodo Meiji.

Según algunos clientes del bar que habían leído artículos en Internet acerca de esta caravana, había costado más de un millón y medio. Eso no incluiría los bronces.

A veces a este tipo de vehículos se les llama «yates de tierra». El término no es una hipérbole.

La puerta cerrada al final del salón conduciría sin duda a un dormitorio y al baño. Estaría cerrada con llave.

Valis debía de estar en ese último reducto. Escuchando, observando y bien armado.

Billy se dio la vuelta cuando percibió un suave sonido a sus espaldas.

En la parte del salón, la mampara del comedor se había rematado con un hermoso cilindro de bambú de juncos delgados. Estos paneles se fueron enrollando despacio hasta desaparecer de la vista, mostrando vitrinas secretas.

Y, a continuación, persianas de pulido acero inoxidable descendieron cubriendo todas las ventanas, pero con un repentino chasquido neumático que asustaba.

Billy pensó que esas persianas no eran exclusivamente decorativas. Atravesarlas para salir por la ventana sería difícil, si no imposible.

Durante las fases de diseño e instalación lo más probable es que se las hubiera denominado «dispositivos de seguridad».

A medida que los ascendentes paneles cilíndricos continuaban dejando ver más vitrinas, la voz de Valis volvió a surgir de los altavoces:

—Puedes ver mi colección, cosa que pocos han hecho. Excepcionalmente, se te dará la oportunidad de salir de aquí con vida después de verla. Disfrútala.