Según la credencial de su uniforme, el nombre de la camarera era Jasmine. Llamó a Billy «cariño» y le sirvió el café solo y la tarta de limón que había pedido.
Jasmine y los camioneros estaban inmersos en una acalorada conversación cuando Billy se sentó en una banqueta entre ellos. De sus palabras supo que uno de los hombres se llamaba Curly y otro Arvin. Nadie se dirigía al tercer hombre más que como «tú», y el cuarto tenía un diente de oro en medio de la dentadura.
Al principio estaban hablando del continente perdido de la Atlántida. Arvin proponía que la destrucción de esa civilización mítica había ocurrido porque los atlántidas se habían metido en experimentos genéticos y habían criado monstruos que los habían destruido.
Esto pronto hizo cambiar el tema de la Atlántida por el de la clonación y las investigaciones sobre el ADN, tras lo cual Curly mencionó el hecho de que en Princeton, Harvard o Yale, en uno u otro de esos lugares horribles, los científicos intentaban crear un cerdo con cerebro humano.
—No estoy segura de que eso sea algo nuevo —dijo Jasmine—: A lo largo de los años, déjame decirte, he tenido suficientes encuentros con cerdos humanos.
—¿Cuál sería el propósito de un cerdo humanizado? —se preguntó Arvin.
—Sólo que esté ahí —dijo Tú.
—¿Que esté dónde?
—Igual que una montaña está ahí, algunas personas tienen que subirla. Otras personas tienen que hacer cerdos humanizados quizá sólo porque pueden —aclaró Tú.
—¿Y qué sentido tendría? —preguntó Diente de Oro.
—No creo que lo hagan para que trabaje —dijo Curly.
—Lo hacen para que haga algo —respondió Diente de Oro.
—Una cosa es cierta —declaró Jasmine—, los activistas se pondrán locos de furia.
—¿Qué activistas? —preguntó Arvin.
—Una clase de activistas u otra —contestó—. Una vez que tienes cerdos con cerebros humanos, empezarán a prohibir que comamos jamón o tocino.
—No veo por qué. El jamón y el tocino seguirán viniendo de cerdos que no hayan sido humanizados —dijo Curly.
—Será por afinidad —predijo Jasmine—. ¿Cómo vas a justificar que comes jamón o tocino cuando tus hijos van al colegio con cerdos inteligentes y los invitan a dormir a tu casa?
—Eso nunca sucederá —respondió Tú.
—Nunca —convino Arvin.
—Lo que va a suceder es que con estos idiotas jugando por ahí con genes humanos, harán algo estúpido y nos matarán a todos —dijo Jasmine.
Ninguno de los cuatro camioneros discrepó. Tampoco Billy.
Diente de Oro seguía pensando que los científicos tenían en mente alguna clase de trabajo para los cerdos humanizados.
—No se gastan millones de dólares o lo que sea sólo por diversión, esa gente no.
—Oh, sí lo hacen —rebatió Jasmine—. El dinero no significa nada para ellos. No les pertenece.
—Es dinero de los impuestos —admitió Curly—. Tuyo y mío.
Billy hizo uno o dos comentarios, pero sobre todo escuchaba, acostumbrado a estos ritmos de conversación y curiosamente reconfortado al oírlos. El café era espeso. La tarta de limón sabía muy rica y llevaba encima merengue tostado.
Se sorprendió de lo tranquilo que se sentía, sentado frente a la barra, limitándose a escuchar.
—Si quieres hablar de un derroche total de dinero —dijo Diente de Oro—, mira esa maldita monstruosidad que están construyendo junto a la autopista.
—¿Qué? ¿Te refieres a eso que hay frente al bar, esa cosa que van a quemar apenas la terminen? —preguntó Arvin.
—Oh, pero eso es arte —les recordó maliciosamente Jasmine.
—No veo cómo eso puede ser arte —dijo Tú—. ¿El arte no tiene que perdurar?
—Este tipo va a hacer millones vendiendo dibujos sobre el tema —les contó Curly—. Tiene un millón de canales desde donde distribuye su obra.
—¿Puede alguien simplemente autodenominarse artista? —Preguntó Diente de Oro—. ¿No tienen que pasar un examen o algo así?
—Él se considera de una clase especial de artistas —dijo Curly.
—Especial, mis pelotas —dijo Arvin.
—Cariño —le contestó Jasmine—, no te lo tomes a mal, pero el bulto de tu entrepierna no me parece tan especial.
—Él se llama a sí mismo un artista de la representación —informó Curly.
—¿Qué quiere decir eso?
—Lo que yo entiendo por eso —respondió Curly— es que hace arte que no dura. Se hace para significar algo, y cuando lo hace, se termina.
—¿Con qué llenarán los museos dentro de cien años? —se preguntó Tú—. ¿Con espacios vacíos?
—Para entonces ya no habrá museos —contestó Jasmine—. Los museos son para la gente. Ya no habrá gente. Sólo cerdos humanizados.
Billy se había quedado muy quieto. Estaba sentado con la taza de café cerca de los labios, la boca abierta, pero incapaz de dar un sorbo.
—Cariño, ¿algún problema con el brebaje? —preguntó Jasmine.
—No. No, está bien. De hecho, quiero otra taza. ¿Hay tazas grandes?
—Tenemos una medida triple en vaso de plástico. Lo llamamos el Gran Disparo.
—Dame uno de ésos —dijo Billy.