Capítulo 60

A las 2:09 de la madrugada, Billy aparcó en una tranquila calle residencial, a dos manzanas y media de la casa de Steve Zillis.

Las copas bajas de los árboles colgaban bajo las luces de calle, y a través del amarillo artificial de las veredas, las sombras de las hojas se derramaban como un tesoro de monedas negras.

Caminaba sin prisa, como si fuera un insomne que sale a pasear en esas horas muertas.

Las ventanas de las casas estaban oscuras, las luces de los porches apagadas. No veía pasar coches.

La tierra ya había devuelto una buena cantidad del calor acumulado durante el día. La noche no era calurosa ni fría.

El cuello retorcido de la bolsa del pan estaba enganchado a su cinturón, y la otra bolsa, con un paño, colgaba de su lado izquierdo. Ahí dentro llevaba las esposas, el pequeño bote de gas paralizante y la pistola eléctrica.

Suspendida del cinturón y rozando la pierna derecha iba la pistolera Wilson Combat. Su contenido era la pistola cargada.

Se había sacado la camiseta por fuera de los pantalones para llevarla holgada. La camiseta ocultaba un poco la pistola. A unos pocos metros, de noche, nadie reconocería la forma delatora del arma.

Cuando llegó a la casa de Zillis, abandonó la vereda para pasar al camino de acceso y entonces siguió la pared de eucaliptos hasta más allá del garaje.

En la fachada, la casa aparecía oscura tras las persianas bajadas; en cambio, en algunas ventanas traseras brillaban tenues luces. El dormitorio de Zillis, su baño.

Billy se detuvo en el jardín trasero, estudiando la propiedad, atento a cada matiz de la noche. Dejó que sus ojos olvidaran la luz de la calle y se adaptaran mejor a la oscuridad.

Volvió a meterse la camiseta dentro de los vaqueros, para tener el estuche de la pistola a mano.

De un bolsillo sacó un par de guantes de látex y embutió sus manos en ellos.

El vecindario estaba tranquilo. Las casas no distaban mucho entre sí. Debía tener cuidado de no hacer ruido cuando entrara. Se podría escuchar cualquier grito, así como un disparo de pistola no bien ensordecido por una almohada.

Abandonó el jardín y entró en el patio cubierto, en el que se hallaba una silla de aluminio. No había mesa, ni barbacoa, ni macetas.

A través de los cristales de la puerta trasera podía ver la cocina iluminada sólo por dos relojes digitales, uno sobre el horno y otro sobre el microondas.

Aflojó la bolsa del pan del cinturón y sacó de ella el bote de gas paralizante. El paño de cocina suavizaba el sonido de las esposas al entrechocar. Cerró la bolsa y la volvió a atar con firmeza al cinturón.

En su primera visita había robado una llave de repuesto del cajón de la cocina. La introdujo con mucho cuidado, la hizo girar despacio, preocupado por si la cerradura era ruidosa y por si el sonido se pudiera oír por la pequeña casa.

La puerta se abrió con facilidad. Las bisagras susurraron por la corrosión pero no chirriaron.

Entró y cerró la puerta tras sí.

Durante un minuto no se movió. Sus ojos estaban bien acostumbrados a la oscuridad, pero todavía necesitaba orientarse.

Su corazón se aceleró. Tal vez fuera en parte por culpa de las pastillas de cafeína.

Mientras cruzaba la cocina, las suelas de goma de sus Rockports chirriaron levemente sobre el suelo de vinilo. Se estremeció pero siguió andando.

El salón tenía una alfombra. Dio dos pasos silenciosos sobre ella antes de volver a detenerse para orientarse.

El desprecio de Zillis hacia el mobiliario era una bendición. No había demasiados obstáculos de los que preocuparse en la oscuridad.

Billy escuchó unas débiles voces. Alarmado, prestó atención. No podía descifrar lo que estaban diciendo.

Como esperaba encontrar solo a Zillis, consideró la posibilidad de retirarse. Pero tenía que averiguar más.

Un resplandor apagado marcaba la entrada al pasillo que salía del salón hacia los dos dormitorios y el baño. Las luces del pasillo estaban apagadas, pero un resplandor suave entraba por las puertas abiertas de las dos últimas habitaciones, al fondo.

Éstas estaban enfrentadas. Tal como lo recordaba Billy, la de la izquierda era el baño; el dormitorio de Zillis estaba a la derecha.

A juzgar por el tono y el timbre, no por el contenido, pensó que había dos voces, una de hombre y otra de mujer.

Sostuvo el gas en su mano derecha, con el pulgar bajo la perilla de seguridad, directamente sobre el botón disparador.

El instinto le susurró que era mejor cambiar el gas por la pistola. No todo instinto era más fiable que la razón. Si comenzaba a disparar a Zillis, no tendría adonde ir. Primero debía reducirlo, no herirlo.

Moviéndose a lo largo del pasillo, pasó el matadero improvisado donde los maniquíes se sentaban con sus mutilaciones sin sangre.

A medida que las escuchaba mejor, las voces presentaban un cariz cada vez más fingido. Eran actores compartiendo una mala representación. El sonido vagamente metálico sugería que provenían de los altavoces de una televisión barata.

La mujer de pronto gritó de dolor, pero con sensualidad, como si su dolor fuese también de placer.

Billy casi había alcanzado el final del pasillo cuando Steve Zillis salió del baño, desde la izquierda.

Descalzo, con el torso desnudo y con los pantalones del pijama, se lavó los dientes, apresurándose para ver lo que sucedía en la televisión de su habitación.

Sus ojos se agrandaron al ver a Billy. Habló con la boca ocupada por el cepillo:

—¿Qué demon…?

Billy le arrojó el gas paralizante.

El gas que utiliza la policía es altamente efectivo hasta una distancia de seis metros, aunque lo ideal es cuatro. Steve Zillis estaba a tres metros de Billy.

El gas sobre la boca y la nariz inhibe un poco al atacante. Sólo se le puede detener rápida y eficazmente si se le echa de manera abundante en los ojos.

El aerosol alcanzó ambos ojos de lleno y también las fosas nasales.

Zillis dejó caer el cepillo de dientes, se cubrió los ojos con las manos demasiado tarde y se apartó a ciegas de Billy. Chocó de inmediato con la pared del pasillo. Emitiendo unos desesperados silbidos, se inclinó, con arcadas, y escupió grumos de espuma de dentífrico como si fuera un perro rabioso.

La picazón en sus ojos era infernal, sus pupilas estaba tan abiertas que sólo podía ver un fortísimo y borroso brillo, ni siquiera la forma de su atacante, ni siquiera una sombra. Su garganta también ardía a causa del gas que había pasado por la nariz, y sus pulmones intentaban expulsar cada una de las bocanadas contaminadas que había inhalado.

Billy se aproximó agazapado, agarró el dobladillo de una pernera del pijama y tiró de la pierna izquierda hacia abajo.

Lanzando sus garras al aire en busca de una pared, un umbral, algo que le ofreciera equilibrio, y sin encontrar nada, Zillis cayó con todo su peso, haciendo vibrar los tablones de madera.

Entre jadeos y resuellos, entre ataques de asfixia, gritó por el dolor de sus ojos, el punzante brillo.

Billy sacó la pistola de nueve milímetros y le golpeó con la empuñadura, lo suficiente para que le doliera.

Zillis aulló y Billy le advirtió:

—Tranquilízate o te volveré a pegar más fuerte.

Cuando Zillis lo maldijo, Billy le golpeó con la pistola una vez más, no tan fuerte como había prometido, pero al menos hizo que le quedara clara la idea.

—De acuerdo —dijo Billy—. Está bien. No verás bien durante veinte minutos, media hora…

Todavía inhalando en rápidos y superficiales jadeos, exhalando entre temblores, Zillis le interrumpió:

—Dios santo, estoy ciego, estoy…

—No es más que gas paralizante.

—¿Pero estás chiflado?

—Es gas paralizante. No tiene efectos secundarios.

—Estoy ciego —insistió Zillis.

—Tú quédate ahí.

—Estoy ciego.

—No estás ciego. No te muevas.

—Mierda. ¡Esto duele!

Un hilo de sangre se deslizó desde la coronilla de Zillis. Billy no le había golpeado fuerte, pero la piel se había abierto.

—No te muevas, escúchame —dijo Billy—, coopera y acabaremos con esto, todo irá bien.

Comprendió que ya estaba consolando a Zillis como si la inocencia de este hombre fuera una conclusión evidente.

Hasta ahora, parecía haber una manera de hacer esto. Una manera de hacerlo incluso si Zillis resultaba no ser el psicópata, y retirarse con las mínimas consecuencias.

En su imaginación, no obstante, el primer encuentro no había sido tan violento. Una rociada de gas, Zillis reducido al instante, obediente. Tan fácil sobre el papel.

Apenas acababa de comenzar y la situación ya parecía fuera de control.

Luchando por parecer seguro, Billy dijo:

—No quieres salir herido, así que limítate a quedarte ahí hasta que te diga qué hacer después.

Zillis resolló.

—¿Me oyes? —preguntó Billy.

—Mierda, sí, ¿cómo no voy a oírte?

—¿Me comprendes?

—Te recuerdo que estoy ciego, no sordo.

Billy fue al baño, abrió el grifo del lavabo y miró alrededor.

No vio lo que necesitaba, pero sí algo que no quería ver: su reflejo en el espejo. Esperaba verse frenético, incluso peligroso, y así fue. Esperaba verse asustado, y así fue. No esperaba ver el potencial para el mal, pero lo vio.