Un hombre y una mujer, una pareja de camioneros en vaqueros, camisetas y gorras de béisbol —la de él decía FIERA, la de ella DIOSA DEL CAMINO—, salieron del restaurante. El hombre se hurgaba los incisivos con un palillo, mientras ella bostezaba y se estiraba.
Sentado ante el volante del Explorer, Billy se encontró estudiando las manos de la mujer, pensando en lo pequeñas que eran, en lo fácil que sería esconder una de ellas.
En el desván. Bajo el suelo de madera. Detrás del horno. Al fondo de un armario. En el espacio libre debajo de cualquiera de los porches. Quizá en el garaje, en la cajonera del taller. Conservada en formaldehído o no.
Si una de las manos de la víctima estaba oculta en su propiedad, ¿por qué no también otra parte de ella? ¿Qué recuerdo habría conservado el psicópata de la pelirroja, y dónde lo habría puesto?
Billy tuvo la tentación de conducir de inmediato hacia su casa para revisar a fondo la vivienda, de punta a punta. Para ello necesitaría lo que quedaba de noche y toda la mañana siguiente si quería encontrar esos horrores colocados allí para incriminarlo.
Y si no los encontraba, ¿también se pasaría el resto de la tarde buscando? ¿Cómo podría evitarlo?
Una vez comenzada la búsqueda, se sentiría impulsado, obsesionado por continuar hasta descubrir el truculento grial.
Según su reloj era la 1:36 de la madrugada del jueves. Para la medianoche señalada quedaban poco más de veinticuatro horas.
Mi último asesinato: medianoche del jueves.
Billy estaba funcionando a base de cafeína y chocolate, de Anacin y Vicodin. Si se pasaba el día registrando frenéticamente en busca de pedazos de cuerpos, si para el crepúsculo no había logrado identificar al psicópata ni lograba descansar un poco, estaría física, mental y emocionalmente extenuado; en semejantes condiciones, no sería un guardián solvente para Barbara.
No debía perder tiempo buscando la mano.
Por otra parte, mientras leía el periódico por segunda vez, recordó otra cosa además de la nota pegada a la nevera: el maniquí con seis manos.
Los puños en el extremo de sus brazos sostenían cuchillos para cortar carne que habían sido clavados en su cuello.
Sus pies habían sido reemplazados por manos, para sostener mejor la barra de hierro con punta de lanza con la que se violaba a sí mismo.
A otro maniquí le habían cercenado un tercer par de manos, que brotaban de los pechos del espécimen de seis manos como si fuera una representación obscena de la diosa hindú Kali.
A pesar de que otros tres maniquíes de aquella habitación presentaban un número normal de manos, el de seis sugería que Zillis podía tener una fijación fetichista por las manos.
En las fotografías de las portadas de los vídeos pornográficos, las manos de las mujeres solían estar reducidas. Con esposas. Con cuerda. Con cintas de cuero firmemente apretadas.
El hecho de que una mano de Giselle Winslow se hubiese cortado como recuerdo parecía significativo, cuando no condenatorio.
Billy estaba extendiéndose. Ampliando su perspectiva. No tenía suficiente cuerda para elaborar la soga de Steve Zillis.
¿Acaso no te he tendido la mano de la amistad? Sí, lo he hecho.
Humor ordinario, juvenil. Billy podía ver a Zillis gesticulando, lo podía escuchar diciendo esas mismas palabras. Las podía escuchar pronunciadas con esa voz de chulo, bromista, típica del camarero que ofrece espectáculo.
De repente parecía que gran parte de las actuaciones de Zillis en el bar tenían sus manos como protagonistas. Era muy hábil. Hacía malabarismos con aceitunas y otras cosas. Conocía trucos de cartas, todos de prestidigitación. Podía hacer «caminar» una moneda entre sus nudillos, hacerla desaparecer.
Nada de esto ayudaba a Billy a preparar la soga.
Pronto serían las dos. Si iba detrás de Zillis, prefería hacerlo bajo la protección de la noche.
La venda sobre las heridas de la perforación de su mano había sido expuesta a una rigurosa prueba. Se había agrietado en los bordes, deshilachándose.
Abrió el paquete de gasas y se colocó otra capa sobre la primera, preguntándose si era significativo que la prometida segunda herida fuese un clavo en su mano.
Si iba detrás de Zillis, tendría en primer lugar una conversación con él. Nada más. Nada peor. Sólo una conversación seria.
En el caso de que Zillis fuera el psicópata, las preguntas deberían hacerse a punta de pistola.
Desde luego, si el chico no demostraba ser nada más que un morboso enfermo, no sería comprensivo; se cabrearía. Querría presentar cargos por allanamiento de morada, o lo que fuera.
La única manera de mantenerlo tranquilo sería intimidarlo. No se dejaría intimidar con facilidad, a menos que Billy le hiciera tanto daño como para que le prestara atención y a menos que él creyera que le lastimaría todavía más si llamaba a la policía.
Antes de ir tras Zillis, Billy tenía que estar seguro de poder atacar a un hombre inocente y amenazarlo para mantenerlo en silencio.
Flexionó y abrió su mano izquierda, ligeramente rígida. La flexionó y la abrió.
Aquí se le presentaba una opción no del todo forzada: podía pasar a la acción, lastimar e intimidar a un hombre inocente… o demorarse, pensar, esperar a que se desarrollaran los acontecimientos y, por consiguiente, posiblemente poner a Barbara en un peligro mayor.
Tú eliges.
Siempre había sido así. Siempre lo sería. Actuar o no actuar. Esperar o marcharse. Cerrar una puerta o abrirla. Retirarse de la vida o entrar en ella.
No tenía horas ni días para analizar el dilema. De cualquier manera, si contara con más tiempo sólo lograría perderse en el análisis.
Buscó la sabiduría aprendida de experiencias difíciles y que fuera aplicable a esta situación, pero no encontró nada. La única sabiduría es la sabiduría de la humildad.
A fin de cuentas, podía tomar una decisión basada nada más que en la pureza de su motivo. Pero posiblemente incluso no conocía la verdad completa de su motivo.
Arrancó el motor. Se alejó del bar de carretera.
No podía encontrar la luna, esa finísima media luna. Estaría a sus espaldas.