Capítulo 57

El muchacho de catorce años Billy Wiles se despierta de un sueño erótico por voces elevadas, por furiosos gritos.

Al principio se siente confundido. Siente como si se hubiera pasado de un sueño agradable a otro que no lo es tanto.

Se tapa la cabeza con una almohada y entierra su cara en otra, intentando forzar su camino de regreso a aquella fantasía sedosa.

La realidad se entromete. La realidad insiste.

Las voces son las de su madre y su padre, que suben tan altas desde el piso de abajo que el rellano apenas si las sofoca.

Nuestros mitos son ricos en magos y magas: ninfas marinas que cantan desde las rocas para los marineros, Circe convirtiendo a los hombres en cerdos, flautistas tocando para niños en sus habitaciones. Son metáforas para la siniestra y secreta necesidad de autodestrucción que ha estado en nosotros desde el primer mordisco de la primera manzana.

Billy es su propio flautista, y se permite ser arrastrado fuera de la cama por las estridentes voces de sus padres.

Las discusiones no son corrientes en esa casa, pero tampoco son inusuales. En general, los desacuerdos suelen ser tranquilos, intensos y breves. Si la amargura persiste, se expresa en hoscos silencios que con el tiempo cicatrizan, o parecen hacerlo.

Billy no piensa en sus padres como un matrimonio infeliz. Se aman. El sabe que se aman.

Descalzo, con el torso desnudo y los pantalones del pijama, terminándose de despertar mientras camina, Billy Wiles avanza por el pasillo, baja las escaleras…

No duda de que sus padres lo quieren. A su manera. Su padre expresa un cariño severo. Su madre oscila entre un abandono benévolo y arrebatos de amor maternal tan genuinos como desproporcionados.

La naturaleza de las frustraciones mutuas de su padre y su madre ha sido siempre un misterio para Billy y parecen no tener consecuencias. Hasta ahora.

Cuando llega al comedor, cerca de la cocina, Billy se ve inmerso contra su voluntad —¿o no?— en las frías verdades y las identidades secretas de aquellos a los que mejor creía conocer del mundo.

Jamás habría imaginado que su padre albergara una ira tan violenta en su interior. No sólo el salvaje volumen de voz, sino además el tono hiriente y la brutalidad del lenguaje revelan un resentimiento largamente fermentado que ahora hierve como brea negra proporcionando el combustible ideal para la ira.

Su padre acusa a su madre de traición sexual, de adulterio sistemático. La llama prostituta, y algo peor que eso, pasando del enfado a la ira.

En el comedor, donde Billy permanece inmóvil por esta revelación, su mente da vueltas a las acusaciones arrojadas contra su madre. Sus padres le habían parecido asexuados, atractivos pero indiferentes a semejantes deseos.

De haberse preguntado por su concepción, la habría atribuido a una obligación marital y a un deseo de formar una familia más que a la pasión.

Más chocantes que las acusaciones resulta el reconocimiento que hace su madre de esta verdad, así como sus contraacusaciones, que revelan a su padre como un hombre y como algo menos que un hombre. En un lenguaje más hiriente que el de su marido, ella le desprecia y se burla de él.

Sus burlas disparan la furia de él y lo conducen a la violencia. El sonido de carne contra carne indica una fuerte mano contra un rostro.

Ella grita de dolor pero al instante dice:

—No me asustas, ¡tú no puedes asustarme!

Las cosas se hacen añicos, se rompen, entrechocan, rebotan… y luego viene un sonido más terrible, de una brutal ferocidad, el de alguien aporreando.

Ella grita de dolor, de terror.

Sin recuerdo de haber abandonado el comedor, Billy se encuentra en la cocina, gritándole a su padre que se detenga, pero éste no parece escucharlo y ni siquiera se da cuenta de su presencia.

Su padre está embelesado, hipnotizado, poseído por el horrendo poder del instrumento que empuña. Se trata de una llave inglesa.

Sobre el suelo, su madre, deshecha de dolor, se arrastra como un insecto aplastado, ya incapaz de gritar, emitiendo sonidos torturados.

Billy ve otras armas sobre la encimera. Un martillo. Un cuchillo de carnicero. Una pistola.

Por lo visto, su padre ha dispuesto estos instrumentos asesinos para intimidar a su madre.

Ella no se habrá sentido intimidada, habrá pensado que él era un cobarde, un necio y un inepto. Un cobarde seguramente lo es, valiéndose de una llave inglesa contra una mujer indefensa, pero ella ha juzgado muy erróneamente su capacidad para hacer el mal.

Tomando la pistola, sosteniéndola con ambas manos, Billy grita a su padre que se detenga, que por el amor de Dios se detenga, y, como hace caso omiso de sus advertencias, dispara un tiro al techo.

El inesperado retroceso lo sacude hasta los hombros, y tropieza sorprendido.

Su padre se vuelve hacia él pero no con ánimo de rendirse. La llave inglesa es una encarnación de la oscuridad que controla al hombre al menos tanto como el hombre la controla a ella.

—¿De qué simiente eres tú? —Le pregunta su padre—. ¿A qué hijo estuve alimentando todos estos años? ¿A qué pequeño bastardo? Increíblemente, el terror aumenta, y cuando comprende que debe matar o morir, Billy aprieta una vez el gatillo, y una segunda, y una tercera, con sus brazos sacudiéndose con cada descarga. Dos disparos errados y una herida en el pecho. Su padre da tumbos, tropieza y cae de espaldas mientras su pecho se tiñe de rojo.

Al caer, la llave inglesa da vueltas sobre el suelo y rompe una baldosa, y después de eso ya no hay más gritos, ni más palabras de furia, sólo la respiración de Billy y las apagadas expresiones de sufrimiento de su madre.

Entonces ella dice:

—¿Papá?

Su voz se arrastra, rota por el dolor.

—¿Papá Tom?

Su padre, militar de carrera, había muerto en servicio cuando ella tenía diez años. Papá Tom era su padrastro.

—Ayúdame. —Su voz se espesa, penosamente cambiada—. Ayúdame, papá Tom.

Papá Tom era un hombre anodino con pelo de color polvo y ojos del color de la arenisca. Sus labios estaban permanentemente secos y su risa atrofiada atacaba los nervios de cualquier oyente.

Sólo en extremas circunstancias alguien podría pedir ayudar a papá Tom, y nadie esperaba recibirla.

—Ayúdame, papá Tom.

Por otra parte, el anciano vive en Massachusetts, a un continente de distancia del condado de Napa.

La urgencia de la situación se abre paso a través del espanto que paraliza a Billy, y una compasión de terror lo lleva hacia su madre.

Ella parece estar paralizada, con el meñique de su mano derecha temblando, temblando, pero no se mueve nada más del cuello para abajo.

Como una porcelana rota mal reparada, la figura de su cráneo y su cara están mal, muy mal.

Su único ojo abierto, el único que le queda, mira a Billy, y ella dice:

—Papá Tom.

No reconoce a su hijo, a su único hijo, y cree que es el viejo de Massachusetts.

—Por favor —suplica, con su voz agrietándose con el dolor.

La cara rota revela un daño cerebral irreparable de tal grado que le arranca a Billy un sollozo ahogado.

Su mirada se desplaza desde su cara a la pistola que hay en su mano.

—Por favor, papá Tom. Por favor.

Sólo tiene catorce años, es apenas un muchacho, hace muy poco era un niño, y hay elecciones que no se le deberían pedir que tome.

—Por favor.

Es una elección capaz de humillar a cualquier adulto, y él no puede elegir, no quiere elegir. Pero, oh, el dolor de su madre. Su miedo. Su espanto.

Con la lengua pastosa, ella ruega:

—Oh, Dios mío, Dios mío, ¿dónde estoy? ¿Quién eres tú? ¿Quién se está arrastrando ahí, quién es? ¿Quién eres, allí, que me asustas? ¡Me asustas!

A veces el corazón toma decisiones que la mente no puede tomar, y a pesar de que no tenemos dudas de que el corazón, sobre todo, es engañoso, también sabemos que en ocasiones excepcionales de tensión y profunda pérdida, puede ser purgado mediante el sufrimiento.

En los años venideros, nunca sabrá si haber confiado en su corazón en aquel momento fue la elección correcta. Pero hace lo que el corazón le dicta.

—Te quiero —dice él, y mata a su madre de un tiro.

El teniente John Palmer es el primer oficial que llega.

Lo que en principio parece ser una atrevida entrada de un oficial digno de confianza más tarde se revelará, para Billy, como la irrupción ávida de un buitre sobre la carroña.

Mientras esperaba a la policía, Billy ha sido incapaz de moverse de la cocina. No puede soportar dejar sola a su madre. Siente que ella no se ha marchado del todo, que su espíritu permanece y se consuela con su presencia. O quizá no siente nada parecido y sólo desea que eso sea verdad.

Aunque no puede seguir mirándola, mirando en lo que ella se ha convertido, se queda cerca, apartando la mirada.

Cuando el teniente Palmer entra, cuando Billy ya no está solo y no necesita ser fuerte, su compostura se viene abajo. Los temblores prácticamente sacuden al muchacho hasta dejarlo de rodillas.

—¿Qué pasó aquí, hijo? —pregunta el teniente Palmer.

Con esas dos muertes, Billy ya no es el hijo de nadie, y siente soledad en los huesos, frialdad en el corazón, miedo al futuro.

Al escuchar la palabra hijo, ésta se le antoja más que una mera palabra, parece una mano extendida, una esperanza.

Billy se mueve hacia John Palmer. Como el teniente es calculador, o sólo porque, después de todo, es humano, le abre sus brazos.

Billy se desploma temblando sobre esos brazos y John Palmer lo abraza fuerte.

—Hijo, ¿qué ha sucedido aquí?

—Él la golpeó. Yo le disparé. Él la golpeó con la llave.

—¿Tú le disparaste?

—Él la golpeó con la llave inglesa. Yo le disparé a él. Yo le disparé a ella.

Otro hombre habría tenido en cuenta el torbellino emocional de este joven testigo, pero el pensamiento principal del teniente es que todavía no le habían hecho capitán. Es un hombre ambicioso. E impaciente.

Dos años antes, un adolescente de diecisiete años del condado de Los Ángeles, al sur de Napa, había matado a sus padres a tiros. Se declaró inocente alegando abusos sexuales prolongados.

Ese juicio, que había concluido sólo dos semanas antes de esta noche crucial en la vida de Billy Wiles, terminó con la condena del chico. Los expertos predijeron que el muchacho quedaría libre, pero el detective a cargo del caso fue diligente; acumuló un convincente conjunto de pruebas y pilló al responsable en una mentira tras otra.

En las últimas dos semanas, ese infatigable detective había sido un héroe de los medios. Había salido en todos los programas de televisión. Su nombre era más conocido que el del alcalde de Los Ángeles.

Con la confesión de Billy, John Palmer no ve la ocasión de buscar la verdad, sino sólo una ocasión.

—¿A quién le disparaste, hijo? ¿A él o a ella?

—Yo le… le disparé a él. Le disparé a ella. Él la golpeó tanto con la llave que tuve que dispararles a los dos.

Mientras las demás sirenas se oyen cada vez más cerca, el teniente Palmer lleva a Billy fuera de la cocina, al salón. Le indica al muchacho que se siente en el sofá.

Su pregunta ya no es «¿Qué ha sucedido aquí, hijo?», sino: «¿Qué es lo que has hecho, muchacho? ¿Qué es lo que has hecho?». Durante demasiado tiempo, el joven Billy Wiles no comprende la diferencia.

Así comienzan dieciséis horas de infierno.

Con catorce años, no puede ser procesado como un adulto. Con la pena de muerte y la cadena perpetua fuera de consideración, las presiones del interrogatorio deberían ser menores que con un infractor adulto.

John Palmer, no obstante, está decidido a ir a por Billy, a arrancarle la confesión de que él mismo golpeó a su madre con la llave inglesa, le disparó a su padre cuando éste trataba de proteger a su mujer y luego la liquidó a ella, también, de un balazo.

Como la pena a los menores es mucho menos severa que la de los adultos, el sistema a veces protege los derechos de aquéllos de manera menos diligente de la que debería. Para empezar, si el sospechoso no sabe que puede exigir un abogado, no se le informa de ese derecho de la forma oportuna.

Si la falta de recursos del sospechoso le obliga a procurarse un defensor público, siempre existe la posibilidad de que el que le asignen sea irresponsable. O imbécil. O que tenga una terrible resaca.

No todos los abogados son tan nobles como los que defienden a los oprimidos en los melodramas televisivos, del mismo modo que los mismos oprimidos pocas veces son tan nobles en la vida real.

Un oficial experimentado como John Palmer, con la cooperación de selectos superiores, guiado por una ambición despiadada y deseoso de aportar riesgo a su carrera, tiene todo tipo de trucos para mantener a un sospechoso alejado de un abogado y disponible para interrogatorios ilimitados en las horas inmediatamente posteriores a la detención.

Una de las estratagemas más efectivas es convertir a Billy en un «chico móvil». Un defensor público llega al centro de reclusión de menores de Napa y descubre que, debido al limitado espacio de las celdas o por otras razones falaces, su cliente ha sido trasladado al área de Calistoga. Al llegar a Calistoga se entera del imperdonable error que se ha cometido: al chico en realidad lo llevaron a St. Helena. En St. Helena envían al abogado de regreso a Napa.

Además, mientras transportan al sospechoso, un vehículo a veces tiene problemas mecánicos. Un viaje de una hora se convierte en tres o cuatro dependiendo de lo que haya que reparar.

Durante estos dos días y medio, Billy pasa por una nube de anodinos oficiales, salas de interrogatorios y celdas. Sus emociones son siempre crudas, y sus temores tan constantes como irregulares sus comidas, pero los peores momentos ocurren en el coche patrulla, durante el camino.

Billy retrocede tras la barrera de seguridad. Sus manos están esposadas y una cadena aferra las esposas a un anillo fijado en el suelo. Hay un conductor que nunca tiene nada que decir. A pesar de las normas que prohíben semejante conducta, John Palmer comparte el asiento trasero con su sospechoso.

El teniente es un hombre grande, y su sospechoso un muchacho de catorce años. A esa distancia, la diferencia de sus tamaños es en sí misma perturbadora para Billy.

Sumado a eso, Palmer es un experto de la intimidación. Su charla interminable y sus preguntas sólo son interrumpidas por silencios acusadores. Mediante miradas calculadas, palabras cuidadosamente seleccionadas y cambios de humor intimidadores menoscaba el ánimo con tanta eficacia como una motosierra traspasa la madera.

El tacto es lo peor.

Palmer se sienta más cerca que otras veces. En esta ocasión se sienta tan cerca como un chico lo haría con una chica, con su costado izquierdo contra el derecho de Billy.

Acaricia el pelo de Billy con un cariño a todas luces falso. Una enorme mano descansa sobre el hombro de Billy, luego sobre su rodilla y después sobre su pierna.

—Haberlos matado no es un crimen si tienes una buena razón, Billy. Si tu padre te acosó durante años y tu madre lo sabía, nadie podrá culparte.

—Mi padre nunca me tocó de esa manera. ¿Por qué insiste en que fue así?

—No lo digo, Billy. Lo pregunto. No tienes nada de qué avergonzarte si te ha estado molestando desde que eras pequeño. Eso te convierte en víctima, ¿no te das cuenta? Incluso si te gustaba…

—No me habría gustado.

—Incluso si te gustaba, no tienes motivo para sentirte avergonzado. —La mano en el hombro—. Seguirías siendo una víctima. —No lo soy. No lo fui. No diga eso.

—A veces hay hombres… ellos… hacen cosas horribles a niños indefensos, y algunos de esos chicos llegan a disfrutarlo. —La mano en la pierna. Pero eso no le quita nada de inocencia al chico, Billy. El dulce niño sigue siendo inocente.

Billy casi desea que Palmer lo golpee. El tacto, la suave caricia y la insinuación son peores que un golpe porque da la impresión de que el puño vendrá igualmente cuando la caricia falle.

En más de una ocasión, Billy casi llega a confesar sólo para escapar de las enloquecedoras cadencias de la voz del teniente Palmer, para quedar libre de su tacto.

Comienza a preguntarse por qué… después de poner fin al sufrimiento de su madre, por qué llamó a la policía en lugar de meterse el cañón de la pistola en la boca.

Billy al final se salva por el buen trabajo de un perito médico y de los técnicos criminológicos, y por las dudas de otros oficiales que dejaron que Palmer manejara el caso como quería. Las pruebas acusan al padre; ninguna apunta al hijo.

La única huella en la pistola es de Billy, pero en la llave inglesa hay una clara marca de dedo y parte de la palma que pertenece al padre de Billy.

El asesino empuñó la llave inglesa con su mano izquierda. A diferencia de su padre, Billy es diestro.

Las ropas de Billy estaban manchadas con poca cantidad de sangre, sin demasiadas salpicaduras. Un chorro de sangre había empapado las mangas de la camisa del padre de Billy.

Ella había intentado desarmar a su marido. Su sangre y su piel, y no las de Billy, se encontraron bajo sus uñas.

Con el tiempo, dos miembros del departamento son obligados a dimitir, y otro es despedido. Cuando el humo se disipa, el teniente John Palmer de alguna forma se las arregla para no quemarse.

Billy considera la idea de acusar al teniente, teme testificar y, sobre todo, teme las consecuencias de no convencer al tribunal. La prudencia le sugiere retirarse.

Quédate tranquilo, quédate quieto, no compliques las cosas, no esperes demasiado, disfruta de lo que tienes. Sigue adelante.

Increíblemente, seguir adelante al final significa mudarse con Pearl Olsen, viuda de un oficial y madre de otro.

Ella se ofrece a rescatar a Billy del limbo del servicio de custodia de menores y, desde el primer encuentro, él sabe instintivamente que ella siempre será ni más ni menos que lo que parece. A pesar de que sólo tiene catorce años, ha aprendido que la armonía entre la realidad y las apariencias puede ser menos frecuente de lo que cualquier chico imagina, y es una cualidad que él mismo espera desarrollar en su interior.