Capítulo 55

Sentado en el borde de la bañera de Lanny, con la fotografía de la pelirroja en la mano, Billy repasó la cronología del asesinato.

El psicópata había estado en su casa. ¿Cuándo? Quizá alrededor de las doce y media del mediodía de ese mismo día, después de que los sargentos se hubieran ido y de haber envuelto a Cottle. Le había puesto a Billy una grabación con dos opciones: la chica podía ser torturada hasta morir o asesinada con un único disparo o puñalada.

En ese momento el asesino la tenía prisionera. Casi con seguridad le habría permitido escuchar la cinta mientras la reproducía por teléfono.

Billy había salido hacia Napa a la una. A partir de entonces, el asesino llevó a la mujer a su casa, hizo la foto y la mató limpiamente.

Cuando el psicópata encontró a Ralph Cottle envuelto en la lona y oculto detrás del sofá, su espíritu de diversión se habría visto desafiado. Los intercambió: la joven mujer por el borracho.

Sin saberlo, Billy había arrojado a la pelirroja por la fumarola, impidiendo por consiguiente a su familia el pequeño alivio que les supondría tener un cuerpo que enterrar.

El intercambio de cadáveres tenía un aire a Zillis: ese humor adolescente, la frescura con la que a veces podía hacer una broma malintencionada.

Steve no había ido a trabajar hasta las seis. Habría estado libre para jugar.

Pero ahora el asqueroso estaba en el bar. No podía haber colocado a Cottle en el sofá y disparado el clavo.

Billy echó un vistazo a su reloj. 23:41.

Se obligó a mirar de nuevo a la pelirroja porque había decidido hacer un manojo con todas las demás pruebas y arrojarlas por la fumarola. Quería recordarla, se sentía obligado a fijar su rostro en la memoria para siempre.

Cuando el psicópata reprodujo el mensaje grabado en el teléfono, sí esta mujer estaba allí, amordazada y escuchando, quizá también había oído la respuesta de Billy: Cárgate a la zorra.

Esas palabras le habían ahorrado a ella la tortura, pero ahora lo torturaban a él.

No podía tirar su fotografía. Conservarla no era un acto prudente; resultaba peligroso. Sin embargo, la dobló, asegurándose de que el pliegue no pasara por el rostro, y se la metió en la cartera.

Con cautela, salió hacia el Explorer. Pensó que advertiría si el psicópata estaba todavía por los alrededores, vigilando. La noche parecía segura, limpia.

Tiró el guante de látex perforado al cubo de la basura y sacó uno nuevo. Desenchufó el móvil y se lo llevó.

De nuevo en la casa, recorrió todas las habitaciones de punta a punta, recogiendo todas las pruebas y metiéndolas en una bolsa de basura de plástico, incluyendo la foto de Giselle Winslow (que al final no se quedaría), los dibujos de las manos, el clavo…

Cuando terminó, colocó la bolsa junto a la puerta trasera.

Sacó un vaso limpio. De la jarra que había sobre la mesa se sirvió un poco de Coca Cola caliente.

Con el ejercicio, el dolor de la mano había empeorado. Se tomó una pastilla de Cipro y otra de Vicodin.

Decidió erradicar toda evidencia del festín de bebidas de su amigo. La casa no debía ofrecer nada inusual de cara a la policía.

Cuando Lanny llevase ausente demasiado tiempo, se presentarían en la casa para llamar a la puerta y mirar por las ventanas. Entrarían. Si veían que había estado bebiendo ron, pensarían en una depresión y la posibilidad de un suicidio.

Cuanto antes llegaran a conclusiones funestas, antes registrarían los rincones más alejados de la propiedad. Cuanto más tiempo tuvieran para recuperar su forma los arbustos pisoteados a su paso, menos probable sería que se concentraran en el conducto de lava sellado.

Una vez que estuvo todo limpio, Billy cerró la bolsa de basura llena de pistas con un fuerte nudo. Cuando sólo quedaba encargarse de Ralph Cottle, utilizó el teléfono móvil para llamar al número de la cocina del bar.

Jackie O'Hara respondió.

—Bar.

—¿Cómo andan los cerdos con cerebro humano? —preguntó Billy.

—Van a beber a algún otro lado.

—Porque es un bar familiar.

—Así es. Y así va a ser siempre.

—Escucha, Jackie…

—Odio el «escucha, Jackie». Siempre significa que me van a complicar la vida.

—Tendré que tomarme libre también el día de mañana.

—Me complicas la vida.

—No, eres un melodramático.

—No pareces tan enfermo.

—No es un resfriado. Es algo de estómago.

—Lleva el auricular a tu panza, déjame escuchar.

—De pronto eres un cabrón.

—No está muy bien visto que el dueño atienda demasiado a los clientes.

—Si el lugar está tan lleno supongo que Steve podrá ocuparse del gentío de medianoche por su cuenta.

—Steve no está aquí. Estoy yo solo.

La mano de Billy se aferró al móvil.

—Pasé hace un rato. Su coche estaba aparcado delante.

—Es su día libre, ¿recuerdas?

Billy lo había olvidado.

—Como no pude conseguir un empleado temporal para ocupar tu turno, Steve vino de tres a nueve para salvarme el día. ¿Qué andas haciendo conduciendo por ahí si estás enfermo?

—Iba a una cita con el médico. ¿Steve sólo te ayudó seis horas? —Tenía cosas que hacer antes y después. Como por ejemplo asesinar a una pelirroja y luego clavar la mano de Billy al suelo.

—¿Qué te dijo el médico? —preguntó Jackie—. Es un virus.

—Eso es lo que dicen cada vez que no saben qué demonios es. —No, en realidad creo que es un virus de cuarenta y ocho horas—. Como si un virus supiera lo que son cuarenta y ocho horas —dijo Jackie—. Si andas por la calle con un tercer ojo creciéndote en la frente, dirán que es un virus. —Lo siento, Jackie.

—Sobreviviré. Después de todo, no es más que el trabajo del bar. No es la guerra.

Tras apretar «colgar» para terminar la llamada, Billy se sintió como si estuviera en la guerra.

Sobre la encimera de la cocina yacían la cartera, las llaves del coche, algo de calderilla, el móvil y la pistola de servicio de nueve milímetros de Lanny Olsen, donde estaban la noche anterior.

Billy cogió la cartera. Cuando se fuera, también se llevaría el móvil, la pistola y la pistolera Wilson Combat.

Del cajón del pan cogió media hogaza, que introdujo en una bolsa con cierre hermético.

Fuera, en el extremo este del porche, lanzó las migas de pan sobre la hierba. Los pájaros de la mañana se iban a dar un festín.

De nuevo en la casa, cubrió la bolsa de plástico vacía con un paño de cocina.

En el despacho había un armario con puertas de cristal para guardar armas. En los cajones, debajo de las puertas, Lanny guardaba cajas de municiones, botes de aerosol de diez centímetros con gas químico para defensa personal y una cartuchera de repuesto.

En la cartuchera había compartimentos para cargadores de repuesto, una funda para el gas, otra para la pistola eléctrica, un receptáculo para guardar esposas, la funda para el llavero, otra para el bolígrafo y una pistolera. Todo listo para usarlo.

Billy retiró del cinturón un cargador lleno, así como las esposas, un bote de gas químico y la pistola eléctrica. Metió todos los artículos en la bolsa del pan.