Capítulo 54

En el botiquín del baño de Lanny, Billy encontró alcohol, un paquete cerrado de gasas y un conjunto de botes de farmacia, todos con etiquetas que advertían: «¡Precaución! Manténgase alejado del alcance de los niños».

El clavo, que estaba limpio, no sería en sí mismo una fuente de infección. Pero podría haber transportado a la herida las bacterias de la superficie de la piel.

Billy derramó alcohol sobre su mano izquierda, con la esperanza de que penetrara en la perforación. Tras un momento comenzó el ardor.

Como había tenido cuidado de no flexionar la mano más de lo necesario, la hemorragia prácticamente se había detenido. El alcohol no la reinició.

No era una esterilización perfecta. No tenía ni el tiempo ni los recursos para hacerlo mejor.

Aplicó gasa humedecida sobre ambos lados de la herida. Así ayudaría a evitar que la suciedad se introdujera en la perforación.

Y lo que era más importante: la gasa humedecida —que absorbía gracias a una goma flexible— evitaría posteriores hemorragias.

Había una plétora de botes de farmacia; cada uno contenía unas pocas pastillas o cápsulas. Evidentemente, Lanny había sido un mal enfermo que nunca había logrado terminar del todo un tratamiento; además, siempre se reservaba una parte con la que poder tratarse por su cuenta en el futuro.

Billy encontró dos botes antibióticos: Cipro, 500 mg. Uno de los botes contenía tres pastillas, el otro cinco.

Metió las ocho en un solo bote. Arrancó la etiqueta y la tiró a la papelera.

Más que una infección, lo que le preocupaba era una inflamación. Si se le hinchaba la mano y se le ponía rígida, estaría en desventaja ante cualquier enfrentamiento que pudiera sobrevenir.

Descubrió Vicodin entre los medicamentos. No evitaba la inflamación pero aliviaría el dolor si éste empeoraba. Quedaban cuatro pastillas, y las añadió a las de Cipro.

Sintió una punzada de dolor en la mano herida. Y cuando volvió a mirar la fotografía de la pelirroja, un dolor de otra naturaleza, más emocional que física, también comenzó a dejarse notar.

El dolor es un don. Sin dolor, la humanidad no conocería ni el miedo ni la piedad. Sin miedo, no podría existir la humildad, y cada hombre sería un monstruo. El reconocimiento del dolor y del miedo en los demás despierta en nosotros la piedad, y en nuestra piedad reside nuestra humanidad, nuestra redención.

En los ojos de la pelirroja había puro terror. En su rostro, el horrible reconocimiento de su destino.

Billy no estaba en condiciones de ayudarla. Pero si el psicópata había jugado según sus propias reglas, no habría sido torturada.

Mientras la atención de Billy se desplazaba de la cara de la chica a la habitación que aparecía en el fondo de la fotografía, reconoció su propia habitación. La habían mantenido prisionera en la casa de Billy. La habían asesinado allí.