Ralph Cottle, el escéptico asesinado, se había desembarazado prodigiosamente de su mortaja de plástico, había subido de manera inverosímil miles de metros desde la base del valle y había llegado increíblemente hasta la casa de Olsen sólo cuarenta minutos después de haber sido arrojado en lo profundo del conducto de lava, y todo eso mientras seguía estando muerto.
Tanto le desorientaba la visión de Cottle que por un momento Billy creyó que el hombre tenía que estar vivo, que de alguna manera nunca había estado muerto, pero en el siguiente instante advirtió que el primer cuerpo que había tirado en la fumarola no era el de Cottle, que el relleno del paquete del cadáver había sido reemplazado.
Billy se escuchó a sí mismo decir «¿quién?», mediante lo cual pretendía preguntar quién estaba dentro de la lona, y comenzó a darse la vuelta hacia el pasillo que se abría a sus espaldas, con la intención de disparar a cualquiera que hubiese allí, sin hacer preguntas.
Algo parecido al plomo le golpeó con absoluta precisión en el punto justo encima de la nuca, en la base del cráneo, produciendo menos dolor que color. Brillantes y breves relámpagos de color azul y rojo se abrieron en abanico dentro de su cabeza, reverberando en la cara interna de sus párpados.
No sintió el sucio viniendo a su encuentro. En lo que parecieron horas, se lanzó en caída libre a través de un conducto de lava sin luz, preguntándose cómo se entretendrían los muertos en el frío corazón de un volcán extinguido.
La oscuridad parecía requerirlo más que la luz, ya que despertó entre sacudidas y sobresaltos, volviendo hacia atrás repetidas veces, hacia las profundidades, mientras comenzaba a flotar sobre la superficie de la consciencia.
Por dos veces una voz apremiante se dirigió a él, o dos veces la escuchó. En ambos casos la comprendió, pero sólo en la segunda ocasión estuvo en condiciones de responder.
Aunque marcado y confundido, Billy se obligó a escuchar la voz, a recordar el tono y el timbre, para luego poder identificarla. La identificación sería difícil porque no sonaba demasiado a una voz humana; ronca, extraña, distorsionada, planteaba una pregunta con insistencia.
—¿Estás preparado para tu segunda herida?
Después de la repetición de la frase, Billy descubrió que era capaz de responder.
—No.
Tras haber recuperado la voz, preocupado de que sonara tan agitada, también encontró fuerza para abrir los ojos.
A pesar de que su visión estaba desenfocada y se aclaraba demasiado despacio, pudo ver al hombre con el pasamontañas y ropa oscura mirándole. Sus manos estaban cubiertas con unos guantes de mullido cuero negro y necesitaba ambas para empuñar una pistola futurista.
—No —dijo Billy una vez más.
Yacía de espaldas, con la mitad del cuerpo sobre la alfombra de rosas y la otra mitad sobre el suelo de madera oscura, con su brazo derecho cruzado sobre el pecho, el izquierdo extendido a su lado y la pistola en ninguna de sus manos.
Cuando por fin se le fue aclarando por completo la visión, Billy vio que la pistola, después de todo, no constituía la prueba de un viajero en el tiempo o de un visitante extraterrestre. Se trataba de una de esas pistolas neumáticas para clavar que funcionan sin cables.
La mano izquierda de Billy yacía con la palma hacia arriba sobre el suelo, y el hombre enmascarado la clavó contra el suelo de madera.