Como si supiera que iban a arrojarlo por el conducto de lava sin poder siquiera disfrutar de un entierro digno o de un servicio fúnebre, Lanny no quería que lo envolvieran.
El disparo no había tenido lugar en esa habitación, de modo que ni las paredes ni el mobiliario estaban manchados con sangre o sesos. Billy quería que Lanny desapareciera de tal manera que no provocara una intensa e inmediata investigación por homicidio, por lo que deseaba mantener todo limpio.
Del armario de ropa blanca sacó un buen cargamento de suaves y esponjosas toallas. Lanny todavía utilizaba el mismo detergente y suavizante para la ropa que usaba Pearl. Billy reconoció el característico y limpio olor.
Revistió con toallas los brazos y el respaldo del sillón en el que estaba sentado el cadáver. Si quedaba algo por derramarse del agujero de la herida en la nuca, las toallas lo absorberían.
Había traído de su casa una bolsa de plástico que utilizaba para tirar los tarros vacíos y demás objetos de baño. Evitando los peculiares ojos saltones de Lanny, metió la cabeza del cadáver en la bolsa y la selló con cinta adhesiva lo mejor que pudo alrededor del cuello, con cuidado por posibles derramamientos.
Aunque sabía que nadie se volvía loco por un trabajo macabro, que el horror venía después de la locura, no antes, se preguntó cuánto más podría traficar con muertos antes de que cada uno de sus sueños, si no sus horas de vigilia, se convirtieran en una auténtica pesadilla.
Lanny pasó de la silla a la lona con bastante facilidad, pero luego se resistió a cooperar. Yacía en el suelo en la posición de un hombre sentado en una silla; y sus piernas no se podían estirar.
Rigor mortis. El cadáver estaba duro y permanecería en ese estado hasta que la descomposición avanzara lo suficiente para suavizar los tejidos que ahora estaban rígidos.
Billy no tenía ni idea de cuánto tiempo duraría tal estado. ¿Seis horas? ¿Doce? No podía quedarse esperando para comprobarlo.
Luchó para envolver a Lanny en la lona. Por momentos la resistencia del hombre muerto parecía consciente y concienzuda.
El último paso era difícil pero quedaba adecuadamente sellado. Esperaba que la cuerda resistiera.
Las toallas quedaron impecables. Las plegó y las volvió a guardar en el armario de la ropa blanca. No parecían oler tan bien como al principio.
Lanny, en el vano de las escaleras, demostró mansedumbre, pero en el primer escalón resultó algo difícil de soportar. En su posición medio fetal, el cuerpo golpeaba y rebotaba escalón tras escalón, arreglándoselas para sonar a hueso y a gelatina al mismo tiempo.
En el rellano, Billy recordó que Lanny lo había traicionado en un intento por salvar su puesto y su pensión, y que ambos estaban allí por culpa de eso. Esta verdad, aunque ineludible, no hizo que el descenso del último tramo de escalones fuera menos inquietante. Resultó bastante sencillo arrastrar el cuerpo por el pasillo de la planta baja, a través de la cocina y del porche trasero. Luego más escalones, un pequeño tramo nada más, y ya estaban en el jardín.
Se planteó cargar el cuerpo en el Explorer y acercar el jeep lo más cerca posible a la antigua fumarola. Sin embargo, la distancia no era grande y arrastrar a Lanny por todo el camino hasta su lugar de descanso final parecía requerir menos esfuerzo que izarlo dentro del jeep y luego luchar para sacarlo.
Como si fuera una caldera, la tierra ahora devolvía el calor acumulado durante el día, pero al final una débil brisa bajó de las estrellas.
Una vez en camino, se dio cuenta de que el trecho de jardín empinado y de pastizales de altos arbustos era bastante más largo de lo que había imaginado desde los escalones del porche. Le empezaron a doler los brazos, así como los hombros y el cuello.
Las heridas de los anzuelos, que últimamente no le habían molestado, comenzaron dar punzadas de nuevo.
En algún punto del camino advirtió que estaba llorando. Esto le asustó. Necesitaba ser fuerte.
Comprendió la causa de las lágrimas. Cuanto más se acercaba al conducto de lava, menos podía considerar su carga como un cadáver incriminatorio. Ni ungido ni elogiado, se trataba de Lanny Olsen, el hijo de una buena mujer que había abierto su corazón y su hogar a un adolescente de catorce años destrozado emocionalmente.
Ahora, bajo la luz de las estrellas, ante los ojos de Billy, que se adaptaban a la oscuridad, el conjunto de rocas que rodeaba al conducto de lava se parecía cada vez más a una calavera.
No importaba lo que hubiera más allá, ya fuese una montaña de calaveras o una vasta llanura de ellas; no podía retroceder, y por supuesto no podía devolver la vida a Lanny, pues él era sólo Billy Wiles, un buen camarero y un escritor fracasado. En él no había milagros, sólo una esperanza obstinada y una capacidad de perseverancia ciega.
De modo que bajo la luz de las estrellas y en medio de la brisa caliente, llegó al lugar fatal. No se demoró allí ni siquiera para recuperar el aliento, sino que empujó al agujero el cadáver envuelto.
Se apoyó contra el marco de madera, escudriñando dentro de la negrura sin fondo, escuchando el largo descenso del cuerpo, la única manera de atestiguarlo.
Cuando se produjo el silencio, cerró los ojos contra la oscuridad que se abría debajo y dijo: «Se acabó».
Por supuesto que sólo se había acabado esta tarea; lo esperaban otras por delante, quizá igual de malas, aunque seguramente ninguna peor.
Había dejado la linterna y el destornillador eléctrico en el suelo junto al agujero de la fumarola. Volvió a colocar la tapa de madera de secoya en su sitio, hurgó en su bolsillo en busca de los tornillos de acero y aseguró la tapa.
Cuando volvió a la casa, el sudor había borrado las últimas lágrimas de su rostro.
Dejó el destornillador y la linterna en el Explorer, detrás del garaje. Los guantes de látex estaban desgarrados. Se los quitó, los metió en la bolsita de basura del jeep y sacó un par nuevo.
Volvió a la casa para inspeccionarla de cabo a rabo. No se atrevía a dejar nada que pudiera indicar que tanto él como un cadáver habían estado allí.
En la cocina no supo decidir qué hacer con el ron, la Coca Cola, el limón cortado y los demás objetos que había sobre la mesa. Se dio tiempo para pensar al respecto.
Con la intención de subir las escaleras hacia el dormitorio principal, siguió la alfombra decorada con rosas a lo largo del pasillo hasta la fachada principal de la casa. A medida que se acercaba al vestíbulo, fue consciente de una inesperada claridad a su derecha, detrás del arco del salón.
La pistola que llevaba en la mano de pronto dejó de ser un peso molesto para convertirse en una herramienta esencial.
En su primera pasada por la casa, en su camino escaleras arriba para ver si el cuerpo de Lanny permanecía en el sillón del dormitorio, Billy había encendido la luz del techo del salón, pero sólo eso. Ahora todas las lámparas estaban encendidas.
Sentado en el sofá, frente al arco abovedado, como testimonio de la sinrazón y la durabilidad de las ropas de saldo, estaba Ralph Cottle.