Después de extender la lona de poliuretano sobre el suelo y antes de seguir avanzando, Billy se sentó en el borde de la cama y levantó el teléfono. Con cuidado de no cometer el error que había asegurado haber cometido esa misma mañana, marcó el 411, el número de información. Ahí consiguió el prefijo de Denver.
Aun si Ramsey Ozgard seguía trabajando como detective para el departamento de policía de Denver, era posible que no viviera en la ciudad. Podía estar en uno de los diversos barrios de las afueras, en cuyo caso localizarlo sería demasiado difícil. Además, su número de teléfono podía no aparecer en la guía.
Billy llamó al servicio de información de Denver y tuvo suerte. Se la merecía. Tenían un número para Ozgard, Ramsey G., en la ciudad.
Eran las 22:54 en Colorado, pero la hora haría que la llamada pareciera más urgente y por lo tanto más creíble.
A la segunda llamada, un hombre respondió y Billy dijo:
—¿Detective Ozgard?
—Al habla.
—Señor, le habla el oficial Lanny Olsen del departamento de policía del condado de Napa, en California. En primer lugar quisiera disculparme por molestarlo a estas horas.
—Soy insomne de toda la vida, oficial, y ahora tengo como seiscientos canales en la tele, así que estaré viendo reposiciones de La isla de Gilligan o alguna otra porquería hasta las tres de la mañana. ¿Qué sucede?
—Señor, lo llamo desde mi casa por un caso del que usted se ocupó hace algunos años. Tal vez quiera llamar al comandante de guardia de nuestra área norte del condado para confirmar que soy del departamento y pedirles a ellos mi número para llamarme.
—Tengo identificador de llamadas —contestó Ozgard—. Por ahora puedo ver bien quién es usted. Si lo que quiere de mí me parece poco claro, entonces haré lo que dice. Pero ahora vamos al grano.
—Gracias, señor. Hay un caso suyo de persona desaparecida que podría tener algo que ver con algo que tenemos aquí. Hace cerca de cinco años y medio…
—Judith Kesselman —dijo Ozgard.
—Lo ha recordado de inmediato.
—Oficial, no me diga que la ha encontrado. Al menos no me diga que la ha encontrado muerta.
—No señor. Ni muerta ni viva.
—Que Dios la ayude; no creo que esté viva —declaró Ramsey—. Pero será un día triste cuando tenga la seguridad de que está muerta. Quiero a esa muchacha.
Sorprendido, Billy dijo:
—¿Perdón?
—Nunca la conocí, pero la quiero. Como a una hija. Investigué tanto sobre Judi Kesselman que la conozco mejor que mucha gente que pertenece a mi vida.
—Ya veo.
—Era una joven maravillosa.
—Eso es lo que oí.
—Hablé con muchos amigos y familiares suyos. Ni un solo comentario negativo sobre ella. Las historias de las cosas que hacía por los demás, su amabilidad… Ya sabe que cuando uno se obsesiona con un caso no se puede ser del todo objetivo.
—Claro —respondió Billy.
—Estoy obsesionado con el caso —admitió Ozgard—. Era una gran escritora de cartas. Una vez que alguien entraba en su vida se preocupaba por esa persona, no se olvidaba, seguía en contacto. Leí cientos de cartas de Judi, oficial Olsen, cientos.
—De modo que la dejó entrar.
—Con ella no se puede evitar; ella entra directamente. Eran cartas de una mujer que se preocupaba por la gente, que entregaba su corazón a todos. Cartas luminosas.
Billy se encontró mirando fijamente el agujero de bala en la frente de Lanny Olsen. Miró por la puerta abierta hacia el pasillo que conducía a las escaleras.
—Tenemos algo aquí —dijo—. No se lo puedo contar con detalle en este momento, porque todavía estamos trabajando en las pruebas y no estamos preparados para presentar cargos.
—Comprendo —le aseguró Ozgard.
—Pero hay un nombre que quisiera corroborar con usted, para ver si le suena algo.
—Se me ponen los pelos de punta —dijo Ozgard—. Cuánto deseo que esto signifique algo.
—Busqué en Google a nuestro tipo, y lo único que conseguí fue este resultado relacionado con la desaparición de Kesselman. Pero fue menos que nada.
—Entonces pruebe conmigo —dijo Ozgard.
—Steven Zillis.
Desde Denver, Ramsey Ozgard dejó escapar con un silbido su respiración contenida.
—¿Lo recuerda? —preguntó Billy.
—Claro que sí.
—¿Era sospechoso?
—No oficialmente.
—Pero usted personalmente sentía…
—Me inquietaba.
—¿Porqué?
Ozgard se quedó en silencio. Luego dijo:
—No hay que tomar a la ligera la reputación de nadie, ni siquiera la de alguien con el que no me tomaría una cerveza ni le daría la mano.
—Esto no constará en los registros —le aseguró Billy—. Usted dígame todo lo que pueda mientras se sienta cómodo para hacerlo y luego yo decidiré si debo tomarlo al pie de la letra o no.
—La cosa es que, durante todo el día en que Judi probablemente fue secuestrada, si es que eso ocurrió, como yo creo, Zillis tenía una coartada para cada una de las veinticuatro horas que no se podía echar abajo ni con una bomba nuclear.
—Usted lo intentó.
—Créame que sí. Pero incluso de no haber tenido coartada, no había pruebas que apuntaran en esa dirección.
—¿Entonces por qué le inquietaba?
—Era demasiado amable.
Billy no dijo nada, pero estaba decepcionado. Había ido al mercado en busca de certeza y Ozgard no tenía allí nada que vender.
Notando su decepción, el detective se explayó sobre lo que acababa de decir.
—Vino a mí aun antes de estar en mi punto de mira. El caso es que jamás habría estado en el punto de mira si no hubiese venido a verme. Estaba tan ávido por ayudar. Hablaba y hablaba. Se preocupaba demasiado por ella, como por una hermana querida, pero sólo hacía un mes que la conocía.
—Usted dice que ella era excepcional para las relaciones, que se preocupaba por la gente y que establecía vínculos duraderos.
—Según sus mejores amigos, ni siquiera llegó a conocer tan bien a Zillis. Sólo fue algo casual.
Jugando a su pesar a abogado del diablo, Billy dijo:
—Pudo haberse sentido más cerca de ella que ella de él. Quiero decir, si ella tenía esa clase de magnetismo, ese atractivo…
—Tendría que haber visto cómo se me acercaba —dijo Ozgard—. Era como si quisiera que yo dudara de él, que lo registrara y encontrara la coartada perfecta. Y una vez que lo hice, estaba ese aire de suficiencia. Notando una contenida repulsión en la voz de Ozgard, Billy dijo:
—Todavía le afecta.
—Desde luego. Zillis… poco a poco vuelvo a verlo, veo cómo era. Por un tiempo, antes de que finalmente se esfumara, siguió insistiendo en ayudar, llamaba, aparecía, ofrecía ideas, y yo tenía la sensación de que todo era una burla, que estaba representando un papel.
—Representando. Yo también tengo esa sensación —dijo Billy—, pero en realidad necesito algo más.
—Es un gilipollas. Eso no quiere decir que sea algo peor, pero es un gilipollas pagado de sí mismo. El pequeño cretino hasta comenzó a actuar como si fuéramos compinches, él y yo. Los sospechosos en potencia… ellos nunca hacen eso. No es natural. Diablos, ya sabe. Pero él tenía esa manera de ser, fácil, graciosa.
—Qué te cuentas, Kemosabe.
—Mierda, ¿todavía dice lo mismo? —preguntó Ozgard.
—Todavía.
—Es un gilipollas. Lo trataba de disimular con ese encanto tontorrón, pero es un perfecto gilipollas.
—De modo que estaba encima suyo todo el tiempo y de pronto se desvaneció.
—Toda la investigación se desvaneció. Judi desapareció como si jamás hubiese existido. Zillis dejó la universidad al final de ese año, su segundo año. Nunca volví a verlo.
—Bien, ahora está aquí —aseguró Billy.
—Me pregunto dónde habrá estado entre un lugar y otro.
—Quizá lo descubramos.
—Espero que lo hagan.
—Volveré a ponerme en contacto con usted —dijo Billy.
—A la hora que sea, en cualquier momento. ¿Lleva la chapa en la sangre, oficial?
Por un momento Billy no comprendió, y luego casi no se acordó de quién se suponía que era, pero reaccionó con la respuesta correcta:
—Sí. Mi padre era policía. Lo enterraron con su uniforme.
—También mi padre y mi abuelo —respondió Ozgard—. Tengo tanta chapa en la sangre que rechina en mis venas, ni siquiera necesito la placa para que la gente sepa quién soy. Pero Judith Kesselman, ella está en mi sangre igual que la chapa. Quiero que descanse con cierta dignidad, y no que esté… tirada en cualquier parte. Dios sabe que mucha justicia no hay, pero tiene que haber alguna en este caso.
Después de colgar, durante unos instantes Billy no se pudo mover del borde de la cama. Se quedó sentado mirando a Lanny, y Lanny parecía mirarlo a él.
Ramsey Ozgard estaba en la vida, siempre luchando contra las mareas, nadando, no vadeando con cuidado a lo largo de la orilla. Inmerso en la vida de su comunidad, comprometido con ella.
Billy había podido escuchar el compromiso del detective a través de la línea desde Denver, tan fresco para los sentidos como si ambos hubiesen estado en la misma habitación. Escuchándolo, Billy se había sentido aguijoneado por la constatación de lo completa, y peligrosa, que había sido su propia retirada.
Barbara había logrado alcanzarlo; luego vino la vichyssoise. La vida preparaba un astuto y doble golpe bajo: crueldad y absurdo.
Ahora se encontraba en medio de la marejada, pero no por decisión propia. Los acontecimientos lo habían arrojado a aguas profundas y rápidas.
El peso de veinte años de emociones contenidas, de estudiada evitación, de aislamiento defensivo lo agobiaba. Ahora intentaba aprender a nadar una vez más, pero una fuerte corriente parecía arrastrarlo más y más lejos de cualquier lugar, hacia un aislamiento más profundo.