Billy aparcó el Explorer en el prado de detrás del garaje, donde no lo pudiera ver ningún conductor que utilizara el final de la calle para dar la vuelta. Deslizó sus manos dentro de unos guantes de látex.
Con la llave de repuesto que había cogido del agujero del tronco de roble unas diecinueve horas antes, penetró en la casa por la puerta trasera.
Llevaba consigo una lona, la cinta adhesiva y la cuerda. Y desde luego la pistola del treinta y ocho.
A medida que avanzaba a través de la planta baja, encendía las luces.
Los miércoles y jueves eran los días libres de Lanny, de modo que no lo echarían en falta durante otras treinta y seis horas. No obstante, si algún amigo pasaba de visita sin avisar, vería luces en la casa pero no obtendría respuesta al timbre, y eso supondría problemas.
Billy pretendía hacer lo que debía lo más rápido posible y luego ir apagando las luces a su paso.
Las manos dibujadas que señalaban el camino hacia el cadáver seguían pegadas a las paredes. Tenía pensado quitarlas más tarde, como parte de la limpieza.
Si el cuerpo de Lanny había sido sembrado de pruebas que apuntaban a Billy, como Cottle decía que se había hecho con Giselle Winslow, nada de ello podría ser utilizado en un tribunal de justicia si Lanny descansaba para siempre a varios kilómetros bajo tierra.
Billy cayó en la cuenta de que al eliminar las pruebas colocadas para incriminarlo también estaba destruyendo cualquier prueba de la culpabilidad del asesino que el psicópata pudiera haber dejado involuntariamente. Estaba haciendo la limpieza para ambos.
La astucia con la que había sido diseñada esta trampa y las opciones que Billy había elegido mientras se desarrollaba la representación prácticamente habían garantizado que llegara a esa coyuntura y tuviera que proceder como lo estaba haciendo en ese momento.
No le importaba. Lo único que importaba era Barbara. Tenía que seguir libre para protegerla, porque ninguna otra persona lo haría.
Si Billy quedaba bajo sospecha de homicidio, John Palmer lo pondría pronto entre rejas. El sheriff buscaría una confirmación en la convicción de que Billy era un asesino, y si tenía semejante convicción, la utilizaría asimismo para reescribir la historia.
Sólo podían detenerlo bajo sospecha. No estaba seguro por cuánto tiempo. Al menos cuarenta y ocho horas, desde luego.
Para entonces Barbara estaría muerta. O desaparecida, esfumada, como Judith Kesselman, estudiante de música, amante de los perros y aficionada a los paseos por la playa.
La representación habría concluido. Y tal vez el psicópata tendría un nuevo rostro en otro frasco.
Pasado, presente, futuro, todo el tiempo eternamente presente en el aquí y el ahora, y pasando a toda velocidad —él hubiera jurado que podía oír las manecillas de su reloj girando—, de modo que corrió hasta las escaleras y subió.
Antes incluso de llegar a la casa, temió no encontrar el cuerpo de Lanny en el sillón del dormitorio donde lo había visto por última vez. Otra jugada de la partida, una nueva peripecia de la representación.
Cuando llegó a lo alto de las escaleras, dudó, paralizado por el mismo temor. Volvió a dudar frente al umbral del dormitorio principal. Luego entró y encendió la luz.
Lanny estaba sentado con el libro sobre su regazo; la fotografía de Giselle Winslow sobresalía del libro.
El cadáver no tenía buen aspecto. La descomposición, quizá un poco demorada por el aire acondicionado, aún no se había producido, pero los vasos capilares de la cara comenzaban a mostrar un tono verdoso.
Los ojos de Lanny se movieron para seguir a Billy por el cuarto, pero sólo era cosa de la luz.