Capítulo 46

El sol postrero derramaba una llameante luz sangrienta sobre el enorme mural en construcción que se veía al otro lado de la autopista desde el bar.

Mientras Billy conducía hacia su casa para recoger el cuerpo de Cottle, un centelleante despliegue llamó su atención. Lo atrajo tanto que se detuvo en el arcén.

Alrededor de la enorme carpa de color amarillo y púrpura en la que los artistas y artesanos del proyecto se reunían con frecuencia para sus almuerzos, reuniones de trabajo y recepciones en honor a artistas y dignatarios del mundo académico, se congregaban ahora para evaluar esta efímera obra de la naturaleza.

Aparcada cerca de la carpa, la gigantesca caravana de color amarillo y púrpura, construida sobre un chasis de autobús y con el nombre de Valis a modo de blasón, presentaba mucho cromo y acero en el que el sol podía revelar un fuego latente. Las ventanas oscuras brillaban con un fulgor carmesí, sombrío y ahumado, y aun así incandescente.

Ni la festiva carpa, ni la caravana al estilo de una estrella de rock, ni los glamorosos artistas y artesanos que disfrutaban de los efectos de la puesta de sol fue lo que hizo a Billy detenerse.

Al principio habría asegurado que lo primero que le había atraído había sido el resplandor escarlata y dorado del espectáculo. Este análisis, no obstante, no captaba la verdad.

La construcción era de un color gris pálido, pero los reflejos furiosos del sol fulguraban sobre el esmalte brillante. Este resplandor cegador y el calor que saturaba el aire a medida que ascendía por las calientes superficies pintadas se combinaban para crear la ilusión de que el mural estaba en llamas.

Y eso, en resumen, pareció ser lo que empujó a Billy al arcén de la carretera: esta clarividente visión de la construcción ardiendo, que de hecho sería destruida una vez completada.

Había allí un extraño e inquietante presagio motivado, casualmente, por la luz de esa estación del año y las condiciones atmosféricas. El fuego que sobrevendría. Hasta las últimas cenizas podrían ser consideradas como el gris que subyace en las llamas espectrales.

A medida que la intensidad de estas pirotecnias aumentaba al mismo tiempo que la destilación de la última luz solar, a Billy se le hizo evidente una razón más verosímil para el poder hipnótico de la escena. Lo que le hipnotizaba era la gran figura atrapada en la estilizada maquinaria, el hombre luchando por sobrevivir entre gigantescas ruedas que chirriaban, palancas que desgarraban, pistones que martilleaban.

Durante las semanas de construcción, mientras se levantaba y perfeccionaba el mural, el hombre de la máquina siempre parecía estar atrapado por ella, tal como el artista pretendía. Era víctima de fuerzas más grandes que él mismo.

Ahora, gracias al peculiar encanto del sol de poniente, el hombre no parecía estar quemándose tal como lo hacían las figuras mecánicas a su alrededor. Él estaba luminoso, sí, pero sólo eso, luminoso, sólido y fuerte, sin ser consumido por las llamas, sino resistente a ellas.

Nada de la fantasmagórica máquina tenía un sentido verdaderamente mecánico. Se trataba de un mero ensamblaje de símbolos mecánicos, sin un fin funcional.

Una máquina sin función productiva no tiene sentido. No puede servir siquiera de prisión.

El hombre podría salir de la máquina cada vez que quisiera. No estaba atrapado. Él sólo creía estar atrapado, creencia nacida de una desesperación autocompasiva y que por consiguiente demostraba ser falaz. El hombre debía alejarse del sinsentido, encontrar un significado, y desde el significado, por fin, asumir para sí mismo un propósito que mereciera la pena.

Billy Wiles no era un hombre dado a las epifanías. Había pasado su vida huyendo de ellas. Introspección y dolor para él eran sinónimos.

Reconoció esto como una epifanía, no obstante, y no huyó de ella. En cambio, mientras volvía a la autopista y continuaba hacia casa bajo el crepúsculo cada vez más oscuro, trepó por una escalera mental de consecuencias ascendentes, llegó a un rellano, y siguió trepando, y llegó a otro rellano.

No sabía qué podía sacar en claro de esa súbita percepción intuitiva. No sería lo bastante hombre como para sacar algo valioso de ella, pero sabía que algo conseguiría.

Cuando llegó a casa, se apartó del camino y se dirigió al jardín trasero. Aparcó con el portón trasero cerca de los peldaños del porche para facilitar la carga de Ralph Cottle.

No se le podía ver desde la carretera del condado ni desde la propiedad del vecino más cercano. Cuando bajaba del jeep, escuchó el primer grito de una lechuza. Sólo la lechuza lo vería, y las estrellas.

Una vez dentro, sacó la escalera de la despensa y revisó la cámara de vídeo que estaba apostada dentro del armario de encima del microondas. Reprodujo la grabación a alta velocidad en la pantalla y comprobó que no había entrado nadie en la casa durante su ausencia, al menos a la cocina.

No esperaba ver a nadie. Steve Zillis estaba trabajando en el bar.

Después de guardar la escalera, arrastró a Cottle por la casa hasta el porche de atrás y bajó los escalones, utilizando la cuerda que había atado alrededor de la lona que envolvía el cadáver. Cargar a Cottle en el maletero del Explorer requirió más paciencia y músculos de lo que Billy esperaba.

Miró con atención el jardín y el negro bosque, donde filas de árboles surgían cual centinelas. No tenía la sensación de ser observado. Se sentía sumamente solo.

A pesar de que parecía absurdo cerrar la casa con llave, sí lo hizo, y luego condujo el Explorer hasta el garaje.

Al ver su mesa de trabajo, su torno y sus herramientas, de un modo irracional quiso huir de la crisis que atravesaba. Quería oler madera recién cortada, experimentar la satisfacción de una cola de milano bien hecha.

En los últimos años había construido él mismo gran parte de la casa, con sus propias manos. Si ahora tuviera que hacerlo para otros, empezaría con lo que más necesitaba: ataúdes. Se habría forjado una carrera haciendo ataúdes.

De manera resuelta, metió en el Explorer otra lona de plástico, una lazada de cuerda resistente, cinta adhesiva, una linterna y otros objetos necesarios. Añadió unas pocas sábanas dobladas y un par de cajas de cartón vacías encima y alrededor del cuerpo para disimular su forma delatora.

Ante Billy se presentaba una larga noche de muerte y trabajo de enterrador, y tenía miedo no sólo del psicópata homicida, sino de muchas cosas de la oscuridad que tenía delante. La oscuridad trae a la mente infinitos terrores, pero es verdad —y de eso sacó fuerzas— que la oscuridad también nos recuerda la luz. La luz. A pesar de lo que depararan las siguientes horas, creyó firmemente que volvería a vivir en la luz.