Capítulo 45

Si se pudiera echar un vistazo al interior de las casas, en más de una se encontrarían evidencias de perversidad, secretos obscenos.

Como se había empleado tanto tiempo y cuidado en alterar los maniquíes, parecían representar algo más que eso. Esto no era una expresión de deseo sino de un apetito voraz, de una necesidad ávida que nunca se podría satisfacer por completo.

Un segundo maniquí se hallaba sentado de espaldas a una pared, con las piernas abiertas. Le habían cortado los ojos y en su lugar se habían insertado dientes, que parecían ser de animales, quizá de reptiles y tal vez reales. Se trataba de colmillos ganchudos e incisivos cortantes.

Cada diente había sido meticulosamente pegado en el borde del agujero. Parecían haber sido diseñados con la única intención de conseguir el efecto más pavoroso y aterrador.

La boca había sido abierta de un tajo y se habían colocado unos dientes maléficos e inhumanos. Al igual que los pétalos de una flor carnívora, alrededor de las orejas se habían puesto dientes colgantes.

De los pezones y del ombligo brotaban más dientes. La vagina mostraba más colmillos que los demás orificios.

Billy no tenía ni idea ni le importaba si esta macabra figura representaba un pánico a la feminidad devoradora o si en cambio estaba siendo devorada por su propia voracidad. Sólo quería salir de allí. Había visto suficiente. Sin embargo, continuó mirando.

El tercer maniquí también estaba sentado de espaldas a la pared. Sus manos descansaban sobre su regazo, sosteniendo un recipiente, que era en realidad la tapa de su cráneo, que estaba cortada con una sierra.

Fotografías de genitales masculinos rebosaban en el recipiente. Billy no las tocó, pero pudo ver lo suficiente para sospechar que todas las fotos representaban los mismos genitales.

Un ramillete de fotos similares, decenas de ellas, sobresalían del borde del cráneo abierto. Y más todavía brotaban de la boca del maniquí.

Era evidente que Steve Zillis había pasado mucho tiempo sacándose fotos desde varios ángulos, en diversos estados de erección.

Los guantes de Billy tenían otro propósito además de evitar dejar huellas. Sin ellos habría sentido asco al tocar los picaportes, pulsar los interruptores, cualquier cosa de la casa.

El cuarto maniquí aún no había sido mutilado. Zillis probablemente estaba deseoso de poder echarle mano.

Durante su turno en el bar, mientras despachaba cervezas desde la barra contando chistes y haciendo sus trucos, eran éstos los pensamientos que bullían detrás de su sonrisa radiante.

El dormitorio de Steve estaba tan escasamente amueblado como el resto de la casa. La cama, una mesilla, una lámpara, un reloj. Nada de cuadros en las paredes, ningún adorno, ningún recuerdo personal.

Las sábanas estaban completamente desordenadas. En el suelo yacía una almohada.

Era evidente que un rincón del dormitorio hacía las veces de cesto de la ropa sucia. Camisetas arrugadas, pantalones, vaqueros y calzoncillos sucios aparecían apilados tal como Steve los había arrojado.

Tras registrar el dormitorio y el armario descubrió otra cosa inquietante. Bajo la cama había una docena de vídeos pornográficos, en cuyas portadas aparecían mujeres desnudas esposadas, encadenadas, algunas amordazadas, otras con los ojos vendados, mujeres sometidas bajo la amenaza de hombres sádicos.

No se trataba de vídeos caseros. Estaban profesionalmente empaquetados y era probable que estuvieran disponibles en cualquier videoclub de adultos, ya fuera real o por Internet.

Billy los volvió a dejar donde los había encontrado y evaluó si había descubierto lo suficiente como para justificar una llamada a la policía.

No. Ni los maniquíes ni la pornografía probaban que Steve Zillis hubiese hecho daño alguna vez a un ser humano real, sino que sólo alimentaba una enfermiza y obsesiva vida de fantasía.

Mientras tanto, en casa de Billy esperaba un hombre muerto envuelto y escondido detrás del sofá.

Si se convertía en sospechoso del asesinato de Giselle Winslow o si el cuerpo de Lanny Olsen era descubierto y Billy pasaba a ser sospechoso de ese crimen, como mínimo sería puesto bajo vigilancia. Perdería su libertad de acción. Si encontraban el cuerpo de Cottle, le arrestarían.

Nadie comprendería o creería en la amenaza a Barbara. No sí tomarían en serio sus advertencias. Cuando la policía te considera sospechoso principal, lo que ellos quieren escuchar de ti es lo que esperan escuchar de ti, esto es, una confesión. Sabía cómo funcionaba Lo sabía de sobra.

Durante las veinticuatro horas, o las cuarenta y ocho —o la semana, el mes o el año— que llevara probar su inocencia, si es que acaso lograba hacerlo, Barbara sería vulnerable sin su protección.

Había sido arrastrado a lo más profundo. Nadie podría salvarlo excepto él mismo.

Si encontraba el rostro en el frasco de formaldehído y otros macabros recuerdos, las autoridades estarían en condiciones de atrapar a Zillis. Pero sólo eso podría convencerlos.

Al igual que casi todas las casas californianas, ésta no poseía sótano, pero sí un desván. El techo del pasillo presentaba una trampilla de la que colgaba una cuerda.

Tiró hacia abajo para abrir la portezuela y una escalera de acordeón se desplegó desde la parte interna de la trampilla.

Escuchó algo tras él. En su mente vio a un maniquí con dientes en las cuencas de los ojos acercándose hacia él. Se dio la vuelta, agarrando la pistola que llevaba en el cinturón. Estaba solo. Probablemente no había sido más que un ruido de la madera, el quejido de una casa vieja reacomodándose bajo la insistencia de la gravedad.

Al final de la escalera encontró un interruptor de luz colocado en el marco de la trampilla. Dos bombillas, casi tapadas por el polvo, iluminaban un espacio cubierto de vigas completamente vacío, salvo por el olor de la madera podrida.

Evidentemente, el psicópata era lo bastante astuto como para conservar sus recuerdos incriminatorios en otra parte.

Billy sospechaba que Zillis pasaba el tiempo en esta casa alquilada pero que no vivía allí en el sentido estricto de la palabra. Tan falto de muebles y de objetos decorativos, el lugar parecía más bien ser un sitio de paso. Steve Zillis no tenía raíces allí. Sólo estaba de paso.

Trabajaba en el bar desde hacía cinco meses. ¿Dónde había estado durante el periodo que iba desde que estudió en la Universidad de Colorado, cinco años y medio antes, cuando Judith Kesselman desapareció, hasta que había llegado a este lugar?

En Internet su nombre aparecía asociado a una sola desaparición, pero no a un asesinato. Ni el propio Billy aparecería tan limpio.

Pero si conseguía una lista de los lugares en los que Steve Zillis había vivido durante algún tiempo, si investigaba los asesinatos y desapariciones que habían ocurrido en esas comunidades, saldría la verdad a la luz.

Los asesinos en serie más exitosos eran vagabundos, nómadas que cubrían largas distancias entre sus frenéticos asesinatos. Si los homicidios quedaban separados por kilómetros y distintas jurisdicciones, tenían menos posibilidades de que los relacionaran; los rasgos del paisaje, visibles desde un avión, son pocas veces perceptibles para un hombre a pie.

Un camarero itinerante que haga bien su trabajo, que sea sociable y capaz de caer bien a los clientes, puede conseguir trabajo en cualquier parte. Si se presenta en los lugares indicados, normalmente no se le pedirá un historial de sus empleos, sino sólo la tarjeta de la seguridad social, el carné de conducir y un informe limpio por parte del consejo estatal de control de alcohol. Jackie O'Hara, típico en su generación, jamás llamaba a los anteriores jefes del aspirante a un empleo; tomaba sus decisiones de acuerdo con lo que le dictaba el instinto.

Billy apagó las luces cuando salió de la casa. Utilizó la llave de repuesto para cerrar y se la guardó en el bolsillo porque tenía pensado regresar.