Steve Zillis vivía en una casa alquilada de una planta, sin ningún rasgo arquitectónico notable, en una calle en la que la filosofía común de los vecinos parecía ser el descuido de las propiedades.
La única vivienda que se mantenía bien se encontraba justo al norte de la casa de Zillis. Celia Reynolds, la amiga de Jackie O'Hara, vivía allí.
Celia aseguraba haber visto a Zillis furioso cortando con un hacha sillas, sandías y maniquíes en el jardín trasero.
El garaje independiente se levantaba en el lado sur de la casa, fuera del alcance de la vista de Celia Reynolds. Tras mirar varias veces los espejos del jeep y asegurarse de que el camino estaba expedito, Billy aparcó con descaro en el acceso a la casa.
Entre Zillis y su vecino del lado sur se elevaba una línea de eucaliptos silvestres de unos veinte metros que aseguraban la privacidad.
Cuando Billy bajó del Explorer, su disfraz se limitaba a una gorra azul de béisbol. Se la había encasquetado hasta dejar bien tapada la frente.
Su caja de herramientas le daba legitimidad. Un hombre con una caja de herramientas, moviéndose con una intención definida, se da por hecho que es alguna clase de reparador y no despierta sospechas.
Como camarero, Billy tenía una cara muy conocida en ciertos círculos. Pero no pensaba permanecer a la vista mucho tiempo.
Caminó entre los fragrantes eucaliptos y el garaje. Tal como esperaba, encontró una puerta. En consonancia con el descuido de la propiedad y el barato alquiler, sólo una sencilla cerradura aseguraba la entrada.
Billy utilizó el carné de conducir plastificado para forzar el pestillo. Una vez dentro del caluroso garaje cogió su caja de herramientas y encendió la luz.
En su camino desde Whispering Pines hacia la casa de Ivy Elgin había pasado por el bar. El coche de Steve estaba estacionado en el aparcamiento.
Zillis vivía solo. El camino estaba despejado.
Billy abrió el garaje, metió dentro su jeep y cerró la puerta. Actuó con tranquilidad, sin apresurarse por quedar fuera de la vista.
Por lo general los miércoles por la noche eran días de mucho trabajo en el bar. Steve no volvería a casa hasta pasadas las dos de la mañana.
Sin embargo, Billy no podía permitirse estar siete horas registrando la casa. Tenía que ocuparse de dos cadáveres con pruebas que lo incriminaban mucho antes del amanecer.
Adornado con telarañas y polvo, el garaje estaba ordenado. En menos de diez minutos encontró varias arañas pero ninguna llave de repuesto de la casa.
Quería evitar dejar señales de allanamiento de morada; sin embargo, forzar una cerradura no es tan fácil como parece en las películas. Tampoco lo es seducir a una mujer o matar a un hombre, o cualquier otra cosa.
Como había instalado cerraduras nuevas en su casa, Billy no sólo sabía cómo hacer el trabajo bien, sino que además estaba al corriente de cuántas veces se hace mal. Tenía la esperanza de encontrarse con un trabajo mediocre; y así fue.
Abrió la puerta en menos tiempo del que habría perdido buscando otra llave. Antes de continuar volvió a cerrarla. Limpió toda evidencia de lo que acababa de hacer y borró todas sus huellas de la puerta.
Volvió a guardar las herramientas en la caja y sacó de ésta su pistola. Para facilitar una posible salida apresurada, dejó las herramientas en el Explorer.
Además de la caja de herramientas había traído una caja de guantes de látex desechables. Se puso unos.
Con una hora de luz por delante, recorrió la casa encendiendo lámparas y luces a medida que avanzaba.
Muchos de los estantes de la despensa estaban vacíos. Las provisiones de Steve eran las típicas de cualquier soltero: sopas de sobre, guisos de lata, patatas fritas, galletitas de queso.
Los platos sucios y los recipientes apilados en el fregadero superaban en número a los artículos limpios de los armarios, que en su mayor parte se encontraban vacíos.
En un cajón encontró una colección de llaves de un coche y de candados, tal vez de la casa. Probó unas pocas en la puerta trasera y descubrió que una de ellas funcionaba. Se metió en el bolsillo esa llave y volvió a guardar las demás en el cajón.
Steve Zillis despreciaba el mobiliario. La única silla del pequeño comedor de la cocina no pegaba con la ajada mesa de fórmica.
El salón sólo contaba con un sofá lleno de bultos, una otomana con el cuero cuarteado y un televisor con un reproductor de DVD en una mesa con ruedas. Las revistas estaban apiladas en el suelo y cerca de ellas había un par de calcetines sucios.
Salvo por la falta de pósters, la decoración era la de una habitación de estudiantes. La adolescencia tardía era patética, pero no criminal.
Si una mujer llegaba a visitar la casa, no volvería nunca, ni se quedaría a dormir. Ser capaz de hacer nudos con los rabos de las cerezas con la lengua no era suficiente para asegurar una vida de tórridos romances.
La habitación de invitados no tenía muebles, sólo cuatro maniquíes. Todos eran de mujeres desnudas, sin peluca, calvas. Tres habían sido alterados.
Uno yacía de espaldas, sobre el suelo, en el centro de la habitación. Empuñaba dos cuchillos. Cada uno había sido clavado en su garganta, como si se hubiera apuñalado dos veces a sí mismo. Entre sus piernas había sido perforado un agujero. También entre las piernas había una barra con una punta de lanza de una reja de hierro forjado. El extremo afilado de la barra había sido insertado en la rudimentaria vagina.
En lugar de pies, el maniquí tenía otro par de manos. Ambas piernas estaban torcidas para permitir que las manos adicionales sostuvieran la barra de hierro.
Un tercer par de manos crecía a la altura de la muñeca desde el pecho. Trataban de agarrar el aire, buscando con ansia, como si el maniquí fuera insaciable.