El jardín delantero enrejado no tenía césped, sino una exuberante alfombra de tréboles y, bajo los hermosos brotes de los pimenteros, flores silvestres.
Dando sombra al camino principal, un túnel de árboles aparecía cubierto de flores. Una silenciosa orquesta de pimpinelas elevaba sus aromáticas campanas hacia el sol.
El arqueado entramado que formaba el túnel, un anticipo de la puesta de sol, conducía a un soleado patio con macetas llenas de granadas y valerianas rojas.
La casa era una construcción de estilo español. Modesta pero agradable, se notaba que era mantenida con ternura.
Sobre la puerta roja principal estaba pintada la silueta negra de un ave. Sus alas estaban desplegadas, en ángulo de ascenso.
Nada más llamar Billy a la puerta, ésta se abrió como si lo hubieran estado esperando.
—Hola Billy —dijo Ivy Elgin sin sorpresa, como si lo hubiera visto por la ventana de la puerta. Pero no había ventana.
Iba descalza, con unos pantalones caquis cortados para resultar más cómodos y una holgada camiseta roja sin ninguna publicidad. Aunque hubiera estado encapuchada y cubierta por completo, Ivy igualmente habría sido una lámpara para cualquier polilla.
—No estaba muy seguro de encontrarte —dijo él.
—Libro los miércoles. —Se alejó de la puerta.
Dudando en el lado soleado del umbral, Billy dijo:
—Sí, pero tienes tu vida.
—Estaba pelando pistachos en la cocina.
Se dio la vuelta y se adentró en la casa, confiando en que Billy la siguiera como si lo hubiera hecho mil veces. Esta era la primera vez que iba.
Una pesada cortina y una lámpara de pie con una pantalla de seda color zafiro daban forma a las sombras del salón.
Billy echó un vistazo al oscuro suelo de madera de abeto, al mobiliario de tela de angora de color negro azulado, a la alfombra estilo persa. Las obras de arte parecían datar de la década de 1930.
Hizo algo de ruido sobre el suelo de madera, pero Ivy no; cruzó el salón como si una corriente de aire separara las suelas de sus pies de las tablas de abeto, como lo haría una mosca al cruzar un estanque.
En la parte trasera de la casa, la cocina presentaba las mismas dimensiones que el salón e incluía una zona para comer.
Encimeras de madera, puertas de armarios acristaladas, un suelo de baldosas blancas con un diamante negro en el centro, todo de una calidad indescriptible, lo hicieron pensar en los pantanos y en el encanto de Nueva Orleans.
Entre la cocina y la puerta del porche trasero dos ventanas permanecían abiertas para ventilar. Sobre una de ellas había un enorme pájaro negro. La perfecta quietud del ave sugería taxidermia. Pero en ese momento sacudió la cabeza.
Aunque Ivy no dijo nada, Billy se sintió invitado a sentarse a la mesa, e incluso cuando se sentaba, ella puso un vaso de hielo frente a él. Luego cogió una jarra de la mesa y sirvió té.
Sobre el hule de cuadros blancos y rojos había otro vaso de té, un plato con cerezas frescas, un molde de tarta lleno de nueces y un recipiente medio lleno con los pistachos pelados.
—Tienes una bonita casa —dijo Billy.
—Era de mi abuela. —Cogió tres cerezas del plato—. Me crió ella.
Ivy hablaba con suavidad, como siempre. Ni siquiera en el bar levantaba la voz, pero nunca dejaba de hacerse entender.
Aunque no era cotilla, Billy se sorprendió al escucharse preguntar en un tono de voz parecido al de ella:
—¿Qué le pasó a tu madre?
—Murió en el parto —respondió Ivy mientras alineaba las cerezas en el alféizar de la ventana junto al pájaro—. Mi padre sencillamente se fue.
El té estaba endulzado con néctar de melocotón y una pizca de menta.
Cuando Ivy regresó a la mesa, se sentó y continuó pelando las nueces. El pájaro miró a Billy e ignoró las cerezas.
—¿Es una mascota? —preguntó Billy.
—Nos pertenecemos mutuamente. Es difícil que se atreva a pasar de la ventana, pero cuando lo hace, respeta mis reglas de limpieza.
—¿Cómo se llama?
—Todavía no me lo ha dicho. Algún día lo hará.
Hasta ahora, Billy nunca se había sentido tan cómodo y a la vez tan desorientado. De otro modo, no habría hecho una pregunta tan extraña como ésta:
—¿Qué vino primero, el pájaro de verdad o el de la puerta principal?
—Llegaron juntos —contestó ella, respondiéndole de una forma no menos extraña que la pregunta.
—¿Qué es? ¿Una corneja?
—Es algo más señorial que eso. Es un cuervo, y quiere que creamos que no es otra cosa.
Billy no sabía qué responder a eso, así que no dijo nada. Se sentía cómodo en el silencio, y por lo visto ella también.
Se dio cuenta de que había perdido la sensación de urgencia con la que se había ido de Whispering Pines. El tiempo ya no parecía correr; de hecho, allí ni siquiera parecía importar.
Por fin el pájaro se puso manos a la obra con las cerezas, utilizando su pico para separar la pulpa del hueso con gran destreza.
Los largos y huesudos dedos de Ivy parecían trabajar lentamente, si bien añadía pistachos pelados al recipiente con bastante velocidad.
—Esta casa es tan tranquila… —comentó Billy.
—Porque las paredes no se saturaron con años de charla inútil.
—¿No?
—Mi abuela era sorda. Nos comunicábamos con el lenguaje de signos y por medio de la escritura.
Más allá del porche trasero había un florido jardín en el que todos los brotes eran de color rojo, azul oscuro o púrpura real. Si una hoja se agitaba, si un grillo se afanaba por allí, si una abeja rodeaba una rosa, ningún sonido se adentraba por las ventanas abiertas.
—Seguro que prefieres un poco de música —dijo Ivy—, pero yo no.
—¿No te gusta la música?
—En el bar tengo de sobra.
—A mí me gusta la música country. Y el swing. Los Texas Top Hands, Bob Wills y los Texas Playboys.
—De cualquier manera siempre hay música si te mantienes lo suficientemente quieto como para escucharla.
Billy no debía de estar lo bastante silencioso.
Mientras sacaba la foto de la mantis muerta de su bolsillo y la colocaba sobre la mesa, Billy dijo:
—Encontré esto en el suelo de la habitación de Barbara en Whispering Pines.
—Te la puedes quedar si quieres.
No supo cómo interpretar la frase.
—¿Fuiste a visitarla? —preguntó Billy.
—A veces me siento a su lado.
—No lo sabía.
—Se portó muy bien conmigo.
—No comenzaste a trabajar en el bar hasta un año después de que ella entrara en coma.
—La conocía de antes.
—¿Ah, sí?
—Se portó muy bien conmigo cuando mi abuela se estaba muriendo en el hospital.
Barbara había sido enfermera, y muy buena además.
—¿Cada cuánto la visitas? —preguntó Billy.
—Una vez al mes.
—¿Por qué nunca me lo has dicho, Ivy?
—Entonces habríamos tenido que hablar de ella, ¿no?
—¿Hablar de ella?
—Hablar de cómo está, de lo que sufrió. ¿Acaso eso te da paz? —preguntó Ivy.
—¿Paz? No. ¿Cómo podría darme paz?
—¿Recordar cómo era ella antes del coma te da paz?
Billy lo pensó.
—A veces.
La mirada de Ivy se desplazó de los pistachos y sus extraordinarios ojos color brandy se encontraron con los suyos.
—Entonces ahora no hablemos de ello. Sólo recuerda cuándo.
Cuando terminó con dos cerezas, el cuervo hizo una pausa para desplegar sus alas. Se abrieron y se cerraron en silencio.
Billy volvió a mirar a Ivy, que había vuelto a concentrarse en lo que estaba pelando con las manos.
—¿Por qué llevaste esta foto cuando fuiste a visitarla? —preguntó.
—Llevo a todas partes las fotos más recientes de animales muertos.
—¿Pero por qué?
—Aruspicina —le recordó ella—. Las leo. Pronostican.
Billy dio un sorbo a su té.
El cuervo lo observaba con el pico abierto, como a punto de graznar. No produjo ningún sonido.
—¿Qué es lo que pronostican sobre Barbara? —preguntó Billy.
La serenidad y el aspecto de vidente de Ivy ocultaban o bien el cálculo de su respuesta o bien, en cambio, si vacilaba sólo porque sus pensamientos estaban divididos entre el aquí y el ahora y algún otro lugar.
—Nada.
—¿Nada de nada?
Había dado su respuesta. No dio ninguna otra.
En la foto, sobre la mesa, la mantis no le decía nada a Billy.
—¿De dónde sacaste la idea de leer en cosas muertas? —preguntó—. ¿De tu abuela?
—No. Ella no lo aprobaba. Era una católica devota y anticuada. Para ella creer en lo oculto era un pecado. Ponía en peligro el alma inmortal.
—Pero tú no estás de acuerdo.
—En parte sí y en parte no —contestó Ivy con más suavidad que de costumbre.
Una vez que el cuervo terminó con la tercera cereza, dejó los huesos desnudos uno al lado del otro sobre el alféizar de la ventana, como en respuesta a las reglas domésticas de pulcritud y orden.
—Jamás escuché la voz de mi madre —dijo Ivy.
Billy no supo cómo interpretar esa frase, y luego recordó que su madre había muerto en el parto.
—Desde que era muy pequeña —prosiguió—, sabía que mi madre tenía algo muy importante que decirme.
Billy reparó de repente en el reloj de la pared. No tenía segundero, ni minutero ni manecillas para la hora.
—Esta casa fue siempre muy tranquila —dijo Ivy—. Muy tranquila… Aquí aprendes a escuchar. —Billy escuchaba—. Los muertos tienen cosas que decirnos.
Con sus ojos de antracita pulida, el cuervo escrutaba a su ama.
—La pared es más fina aquí —prosiguió ella—. La pared entre los mundos. Un espíritu puede hablar a través de ella si realmente lo necesita.
Empujando a un lado las cáscaras vacías y dejando caer los pistachos en el recipiente, hizo la más suave sinfonía de sonidos, más suave incluso que el hielo que se derretía en los vasos del té.
—A veces —comenzó Ivy—, por la noche o en un momento particularmente silencioso, o durante el crepúsculo, cuando el horizonte se traga al sol y lo silencia por completo, sé que ella me llama. Casi puedo reconocer su voz… pero no sus palabras. Todavía no.
Billy pensó en Barbara hablando desde el abismo de su sueño artificial, sus palabras sin sentido para todos los demás, y para él, sin embargo, llenas de enigmáticos sentidos.
Encontraba a Ivy Elgin tan perturbadora como fascinante. Si su inocencia por momentos parecía acercarse a lo inmaculado, Billy se obligó a advenirse de que en su corazón, como en el corazón de todo hombre y mujer, debería haber una cámara que la luz no alcanzaba, donde el tranquilizador silencio no podía ser perturbado.
No obstante, sin tener en cuenta lo que él mismo pudiera creer sobre la vida y la muerte, y a pesar de cualquier motivo impuro que Ivy pudiera esconder, si es que de hecho escondía alguno, Billy sintió que era sincera en su creencia de que la madre trataba de ponerse en contacto con ella, que seguiría intentándolo y que al final lo lograría.
Y lo que era más importante: ella lo impresionaba tanto, no desde la razón, sino desde el juicio de su inconsciente adaptable, que era incapaz de calificarla de mera excéntrica. En esta casa, la pared entre los mundos bien podía haberse desgastado y aclarado tras tantos años de silencio.
Sus predicciones basadas en la aruspicina eran pocas veces acertadas. Culpaba de esto a su incompetencia para leer los signos, y no toleraba comentarios de que el arte de la adivinación era inútil en sí.
Billy ahora comprendía su obstinación. Si uno no podía leer el futuro en la condición única de cada cosa muerta, también podía ser cierto que los muertos no tuvieran nada que decirnos y que una niña esperando oír la voz de la madre perdida jamás la entendería por muy bien que la escuchara o por muy silenciosa y atenta que se mantuviera.
Y así ella estudiaba fotos de zarigüeyas muertas junto al camino, de mantis muertas, de pájaros caídos del cielo.
Caminaba en silencio por la casa, pelaba pistachos en silencio, le hablaba suavemente al cuervo o no le dirigía la palabra, y por momentos la quietud se convertía en un perfecto silencio.
Un silencio semejante acababa de caer ahora sobre ellos, pero Billy lo rompió.
Menos interesado en el análisis de Ivy que en su reacción, observándola incluso más atentamente de lo que lo hacía el pájaro, Billy dijo:
—A veces los asesinos psicópatas conservan recuerdos para no olvidar a sus víctimas.
Como si el comentario de Billy no hubiera sido más extraño que una referencia al calor, Ivy hizo una pausa para dar un sorbo al té y luego retomó sus pistachos.
Billy sospechaba que nada de lo que alguien pudiera decirle a Ivy jamás despertaría en ella una reacción de sorpresa, como si supiera siempre las palabras que se iban a decir antes de que fueran pronunciadas.
—Me enteré de un caso —continuó él— en el que un asesino en serie cortó la cara de una víctima y la conservó en un frasco de formaldehído.
Ivy recogió las cáscaras de la mesa y las tiró en una lata de desperdicios que había junto a su silla. En realidad no las tiró, sino que las depositó de forma que no sonaran.
Al observar a Ivy, Billy no pudo decidir si ella había oído antes algo sobre el criminal del rostro o si era una novedad para ella.
—Si te encontraras con ese cuerpo sin rostro, ¿qué leerías en él? No me refiero al futuro, sino acerca de él, del asesino.
—Teatro —dijo ella sin vacilar.
—No sé si te entiendo.
—Que le gusta el teatro.
—¿Por qué dices eso?
—El drama de arrancar un rostro —dijo ella.
—No logro ver la relación.
Cogió una cereza del plato.
—El teatro es engaño. Ningún actor se interpreta a sí mismo.
Billy sólo pudo decir «de acuerdo» y esperar.
—En cada papel —prosiguió ella—, un actor asume una identidad falsa.
Ivy se llevó la cereza a la boca. Un momento después, escupió el hueso en la palma de su mano y tragó la fruta. Si pretendía insinuar que el hueso era la última realidad de la cereza o no, eso fue lo que él infirió.
Una vez más Ivy se encontró con sus ojos.
—Él no quería la cara porque fuera una cara. La quería porque era una máscara.
Sus ojos eran más hermosos que inteligibles, pero Billy no pensaba que sus propias reflexiones la asustaran tanto como lo asustaban a él. Tal vez cuando uno se pasa la vida escuchando las voces de los muertos no se estremece con tanta facilidad.
—¿Quieres decir que a veces, cuando está solo y con ganas, la saca del frasco y se la pone? —preguntó.
—Quizá. O tal vez sólo la quería porque le recordaba un drama importante de su vida, alguna representación que le gustaba.
Representación.
Esa palabra se la había recalcado Ralph Cottle. Puede que Ivy la hubiera repetido a conciencia o con absoluta inocencia. No podía saberlo.
Continuaba mirándole.
—¿Crees que todos los rostros son máscaras, Billy?
—¿Y tú?
—Mi abuela, muda, tan dulce y cordial como un santo, no dejaba de tener sus secretos. Eran secretos inocentes, hasta encantadores. Su máscara era casi tan transparente como el cristal; pero aun así llevaba una.
Billy no sabía lo que le estaba contando ni qué pretendía que dedujese de lo que decía. No creía que por preguntarle de forma directa obtuviese una respuesta más directa.
No significaba necesariamente que ella quisiera engañarlo. Su conversación era con frecuencia más alusiva que directa, y no a propósito sino por su naturaleza. Todo lo que ella decía sonaba límpido como una nota de campana y al mismo tiempo poco claro para la interpretación.
A menudo los silencios decían más que las palabras que pronunciaba, algo que posiblemente tenía sentido en una chica criada por una sorda.
Si había entendido medio bien, Ivy no lo estaba engañando de ninguna manera. ¿Pero entonces por qué acababa de sugerir que todo rostro, incluido el suyo, era una máscara?
Si Ivy visitaba a Barbara sólo porque había sido amable hace tiempo y llevaba fotos de animales muertos a Whispering Pines sólo porque las llevaba a todas partes, entonces la foto de la mantis no tenía relación con la trampa en la que Billy se encontraba y ella no tenía conocimiento del psicópata.
En ese caso, podía levantarse, irse y hacer lo que le urgía. Sin embargo, permaneció sentado a la mesa.
Ivy había bajado una vez más los ojos hacia los pistachos y sus manos habían retomado la tranquila y útil tarea de pelar.
—Mi abuela era sorda de nacimiento —dijo Ivy—. Nunca oyó hablar una palabra y no sabía cómo articularlas.
Observando sus delgados dedos, Billy sospechó que los días de Ivy estaban llenos de tareas útiles: ocuparse del jardín, mantener su hermosa casa en su actual perfecto estado, cocinar; y evitaba la pereza a toda costa.
—Nunca oyó tampoco una risa, pero es cierto que sabía cómo reír. Tenía una agradable risa contagiosa. Nunca la escuché llorar hasta que tuve ocho años.
Billy interpretó la obsesiva diligencia de Ivy como un reflejo de la suya propia, y lo comprendió perfectamente. Aparte de si podía o no confiar en ella, le agradaba.
—Cuando era mucho más joven —dijo Ivy—, no terminaba de entender lo que significaba que mi madre hubiera muerto en el parto. Pensaba que de alguna manera yo la había matado, que era la responsable de su muerte.
El cuervo volvió a desplegar sus alas en la ventana, tan silenciosamente como lo había hecho antes.
—Tenía ocho años cuando comprendí que no era culpable —prosiguió Ivy—. Cuando le transmití mi descubrimiento a mi abuela, la vi llorar por primera vez. Esto suena curioso, pero yo pensaba que cuando ella llorara, iba a ser el sollozo de un mudo total, nada más que lágrimas y espasmos ahogados en el silencio. Pero su llanto era tan normal como su risa. En lo que respecta a esos dos sonidos, no era una mujer distinta a los que pueden oír y hablar; era una más de la comunidad.
Billy pensaba que Ivy hechizaba a los hombres con su belleza y sexualidad, pero el hechizo que producía venía de un lugar más profundo.
Comprendió lo que ella pretendía revelar sólo cuando se escuchó pronunciar las siguientes palabras:
—Cuando tenía catorce años disparé a mi madre y a mi padre.
Sin levantar la vista, dijo:
—Lo sé.
—Los maté.
—Lo sé. ¿Alguna vez has pensado que uno de ellos pudiera querer hablar contigo a través de la pared?
—No. Nunca. Y, por Dios, espero que no lo quieran hacer.
Ella pelaba, él observaba, y al rato Ivy comentó:
—Debes irte.
Por su tono quería decir que se podía quedar pero que comprendía que debía irse.
—Sí —convino él, y se levantó de la silla.
—Estás metido en un lío, ¿verdad, Billy?
—No.
—Me estás mintiendo.
—Sí.
—Y eso es todo lo que vas a decirme.
Billy no dijo nada.
—Viniste aquí en busca de algo. ¿Lo has encontrado?
—No estoy seguro.
—A veces —aseguró ella— uno puede oír con tanta intensidad el más delicado de los sonidos que ni siquiera escucha los sonidos más fuertes.
Pensó en la frase por un momento y luego dijo:
—¿Me acompañas a la puerta?
—Ya conoces el camino.
—Deberías cerrar con llave cuando me vaya.
—La puerta se cierra sola.
—Eso no es suficiente. Antes de que se haga de noche deberías echar la llave. Y cerrar las ventanas.
—No le tengo miedo a nada —respondió ella—. Nunca lo he tenido.
—Yo siempre he tenido miedo.
—Lo sé. Durante veinte años.
Al salir, Billy hizo menos ruido sobre los tablones de madera que al entrar. Cerró la puerta principal, comprobó que quedaba bien cerrada y siguió el camino ensombrecido por los árboles hasta la calle, dejando a Ivy Elgin con su té y sus pistachos, con el atento cuervo a sus espaldas, en el silencio de la cocina en la que el reloj no tenía manecillas.