En un negocio de aparatos electrónicos de Napa, Billy compró una cámara de vídeo compacta. El equipo se podía utilizar de la manera habitual o se podía programar para compilar series continuas de instantáneas tomadas en intervalos de pocos segundos.
En esa segunda modalidad, cargado con el disco indicado, el sistema era capaz de hacer una grabación de vigilancia durante una semana, de manera similar a la que se utilizaba en los comercios.
Teniendo en cuenta que la ventanilla rota del Explorer no le permitía guardar nada valioso en el vehículo, pagó su adquisición y quedó en pasar a recogerlo media hora más tarde.
Desde la tienda de aparatos electrónicos salió en busca de una máquina expendedora de periódicos. Encontró una frente a la farmacia.
La noticia principal se refería a Giselle Winslow. La maestra había sido asesinada en las primeras horas de la mañana del martes, pero su cuerpo no había sido encontrado hasta última hora de la tarde del martes, menos de veinticuatro horas antes.
El retrato del periódico era distinto del que había aparecido en el libro sobre el regazo de Lanny Olsen, pero era la misma atractiva mujer.
Cogió el periódico y caminó hacia el ala principal de la biblioteca del condado. El ordenador de su casa ya no disponía de acceso a Internet, y la biblioteca ofrecía ambas cosas.
Estaba solo entre las filas de mesas de trabajo. Otros lectores se encontraban frente a sus textos o buscando libros por las estanterías. Tal vez la aceptación de las «alternativas de lectura» no se convertiría en el futuro de las bibliotecas después de todo.
Cuando había estado escribiendo ficción utilizaba la red para investigar. Más tarde le había proporcionado distracción, un escape. En los últimos dos años no había navegado en absoluto por la red.
Entretanto, las cosas habían cambiado. El acceso era más veloz. Las búsquedas también eran más rápidas y sencillas.
Billy escribió en un buscador. Como no aparecieron resultados, modificó los términos de la búsqueda, y luego los volvió a cambiar.
Las leyes sobre la edad para beber alcohol variaban según los Estados. En muchas jurisdicciones, Steve Zillis no habría sido lo suficientemente mayor como para atender un bar, así que Billy quitó camarero de barra del buscador.
Steve llevaba trabajando en el bar sólo cinco meses. Él y Billy nunca habían intercambiado biografías.
Billy recordaba vagamente que Steve había ido a la universidad. No podía recordar dónde. Añadió estudiante al buscador.
Tal vez la palabra asesinato era demasiado restrictiva. La reemplazó por actos delictivos.
Obtuvo un resultado. Del Denver Post.
La historia databa de cinco años y ocho meses atrás. A pesar de que Billy se había propuesto no leer en este descubrimiento nada más de lo que realmente contuviera, la información le pareció relevante.
Ese mes de noviembre, en la Universidad de Colorado de Denver, había desaparecido una estudiante llamada Judith Sarah Kesselman, de dieciocho años. En principio, al menos, no había señales de actos delictivos.
En lo que parecía ser el primer fragmento periodístico acerca de la joven desaparecida, otro estudiante de la universidad, Steven Zillis, de diecinueve años, aparecía citado diciendo que Judith era «una chica maravillosa, compasiva y atenta, amiga de todo el mundo». Se preocupaba porque «Judi es demasiado responsable como para irse un par de días sin contar a nadie sus planes».
Otra búsqueda relacionada con Judith Sarah Kesselman produjo una lista de resultados. Billy se preparó mentalmente para descubrir que el cadáver de la chica había sido descubierto sin rostro.
Recorrió los artículos, leyendo al principio con atención. A medida que el material se volvía repetitivo, comenzó a leerlo rápidamente.
Amigos, parientes y profesores de Judith Kesselman aparecían citados a menudo. Steven Zillis no volvía a ser mencionado.
A juzgar por el valor del material de que disponía Billy, nunca se había encontrado ninguna pista de Judith. Se había esfumado por completo, como si hubiera saltado de este universo a otro.
La frecuencia de la cobertura periodística iba disminuyendo según se acercaba a la Navidad. Se interrumpía de pronto con el camino de año.
Los medios de comunicación dan más prioridad a los cadáveres que a los cuerpos desaparecidos, la sangre va antes que el misterio. Siempre hay violencia nueva y excitante.
El último fragmento estaba fechado en el quinto aniversario de la desaparición de Judith. Su lugar natal era Laguna Beach, California, y el artículo aparecía en el Archivo del Condado de Orange.
Un columnista, compasivo ante el drama sin resolver de la familia Kesselman, escribía de manera conmovedora sobre su imperecedera esperanza de que Judith todavía estuviese viva. De alguna manera. En algún lugar. Y que algún día regresara a casa.
Ella había estudiado música. Tocaba bien el piano y la guitarra. Le gustaba la música gospel. Y los perros. Y los largos paseos por la playa.
La prensa había proporcionado dos fotos suyas. En ambas se la veía juguetona, divertida y amable.
A pesar de que Billy nunca había conocido a Judith Kesselman, no podía soportar la promesa encerrada en ese rostro jovial. Evitó mirar sus fotografías.
Imprimió varios artículos para revisarlos más tarde. Los dobló y los metió en el periódico que había cogido de la máquina expendedora.
Mientras salía de la biblioteca, al pasar junto a las mesas de lectura, un hombre dijo:
—Billy Wiles, cuánto tiempo sin verte.
En una silla frente a una de las mesas, con una sonrisa de oreja a oreja, estaba sentado el sheriff John Palmer.