Capítulo 34

Mientras Billy se terminaba el bocadillo de jamón sonó el teléfono.

No quería contestar. No solía recibir muchas llamadas de amigos, y Lanny estaba muerto. Sabía quién era. Pero todo tenía un límite.

A la duodécima llamada apartó la silla de la mesa.

El psicópata nunca había dicho nada por teléfono. No quería revelar su voz. Lo único que hacía era escuchar a Billy con un silencio burlón.

A la decimosexta llamada Billy se levantó de la mesa.

Estas llamadas no tenían otro propósito que intimidarle. No tenía sentido atenderlas.

Permaneció junto al teléfono, mirándolo fijamente. A la vigésimo sexta llamada levantó el auricular.

El lector digital no identificaba el origen.

Billy no dijo hola. Escuchó.

Tras unos pocos segundos de silencio en el otro extremo, un chasquido mecánico fue seguido por un silbido. Había ruidos y chirridos que se intercalaban con el silbido: el sonido de una cinta de audio virgen en un aparato de radio.

Cuando llegaron las palabras, eran varias voces diferentes, algunas de hombre, otras de mujer. Nadie decía más de tres palabras, casi siempre sólo una.

A juzgar por el inconstante nivel de volumen y otros detalles, el psicópata había montado el mensaje pegando voces preexistentes, quizá de libros de audio de diferentes lectores.

«Yo… mataré a… una linda pelirroja. Si tú… dices… cárgate a la zorra… yo… la… mataré… rápido. Sino… ella… sufrirá… grandes torturas. Tú… tienes… un minuto… para… decir… cárgate a la zorra. Tú… eliges».

De nuevo se oyó el silbido, y los ruidos, y los chirridos en la cinta virgen…

El mensaje había sido elaborado a la perfección. No le dejaba a un hombre evasivo posibilidad de seguir evadiéndose.

Antes le habían invitado moralmente sólo hasta el punto de que la elección de las víctimas fuera hecha a causa de su inacción, y en el caso de Cottle a causa de su negativa a actuar.

En la elección entre una adorable maestra y una anciana caritativa, las muertes parecían igualmente trágicas a menos que uno tomara partido por la bella en detrimento de la anciana. Tomar una decisión activa tenía como resultado una tragedia ni menor ni mayor que la inacción.

Cuando las posibles víctimas habían sido un soltero «al que el mundo no echará de menos» o una joven madre de dos niños, la mayor tragedia parecía la muerte de la madre. En ese caso, la elección había sido dirigida de modo que la negativa de Billy a acudir a la policía asegurara la supervivencia de la madre, recompensando la inacción y jugando con su debilidad.

Una vez más se le pedía escoger entre dos males, y por consiguiente convertirse en colaborador del psicópata. Pero esta vez la inacción no era una opción viable. Si no decía nada, estaría condenando a la pelirroja a la tortura, a una prolongada y horrenda muerte. Si respondía, le estaría concediendo un grado de clemencia.

No podía salvarla.

Cualquiera de los dos casos significaba la muerte.

Pero una de las muertes sería más limpia que la otra.

La cinta de audio, que seguía corriendo, dejó dos palabras más: «… treinta segundos…».

Billy sentía que no podía respirar, pero sí podía. Notaba como si fuera a ahogarse si intentaba tragar, pero no se ahogó.

«… quince segundos…».

Tenía la boca seca. La lengua se le espesó. No podía creer que pudiera hablar, pero lo hizo: «Cárgate a la zorra».

El psicópata colgó. Billy hizo lo mismo.

Eran colaboradores.

El jamón, el pan y la mayonesa se revolvieron en su estómago.

De haber sospechado que el psicópata realmente se pondría en contacto por teléfono, se podría haber preparado para grabar el mensaje. Ahora era demasiado tarde.

De cualquier modo, la grabación de una grabación no convencería a la policía, a menos que apareciera el cadáver de una pelirroja. Y si eso ocurría, la pista colocada para inculparle lo relacionaría con Billy.

El aire acondicionado funcionaba bien, aunque el aire de la cocina parecía sofocante, claustrofóbico, se atoraba en su garganta y se agarraba a sus pulmones.

Cárgate a la zorra.

Sin conciencia de haber abandonado la casa, Billy se encontró bajando los escalones del porche trasero. No sabía adónde se dirigía.

Se sentó sobre un escalón.

Se quedó mirando al cielo, los árboles, el jardín.

Se miró las manos. No las reconoció.