Capítulo 31

Una súbita superstición le advirtió a Billy que mientras permaneciera con la espalda contra la puerta, los sargentos Napolitino y Sobieski no se irían.

Se dirigió a la cocina sin dejar de prestar atención. Tiró la caja de Ritz al cubo de la basura.

Todavía atento, vació lo que quedaba de whisky de la botella en el fregadero e hizo lo propio con el refresco del vaso. Tiró la botella a la basura y metió el vaso en el lavavajillas.

Como para entonces seguía sin escuchar que los motores se hubieran puesto en marcha, la curiosidad lo atormentó con implacable persistencia.

La casa, con todas las persianas bajadas, se le hizo más y más claustrofobia. Tal vez saber que escondía un cadáver le daba la sensación de estar encogiéndose hasta alcanzar las dimensiones de un ataúd.

Se dirigió al salón, muy tentado de levantar una, o mejor, todas las persianas. Pero no quería que los sargentos pensaran que las levantaba para observarlos y que su continuada presencia lo alarmaba.

Con cautela, torció el borde de una de las persianas. No se encontraba en un ángulo desde donde pudiera ver el camino.

Se trasladó a otra ventana, lo intentó de nuevo y vio a los dos hombres de pie junto al coche de Napolitino, donde los había dejado. Ninguno de los oficiales miraba hacia la casa.

Parecían estar enfrascados en una conversación. Aunque no daban la sensación de estar discutiendo sobre béisbol.

Se preguntó si Napolitino había pensado en buscar en el taller de carpintería la plancha de nogal de uno por seis a medio cortar con el agujero del nudo. El sargento no habría encontrado ese tamaño de madera, desde luego, porque no existía.

Cuando Sobieski giró la cabeza hacia la casa, Billy soltó la persiana de inmediato. Esperaba haber sido lo bastante rápido.

Hasta que se fueran, Billy no podía hacer nada más que preocuparse. Sin embargo, resultaba extraño que, con todas las cosas que le quedaban por resolver, todo el nerviosismo que lo acosaba se concentrara en la extravagante idea de que el cuerpo de Ralph Cottle ya no descansaba bajo el escritorio del despacho, donde lo había dejado.

Para mover el cadáver, el asesino tendría que haber regresado a la casa mientras los dos oficiales hablaban con Billy en el camino, antes de que él hubiese regresado a la casa. El psicópata había demostrado sangre fría, pero eso habría sido una imprudencia, si no una temeridad.

Pero si el cadáver había sido movido, entonces tendría que encontrarlo. No podía arriesgarse a esperar a que apareciera por sorpresa en un momento inconveniente y comprometedor.

Billy sacó la pistola de debajo del cojín del sofá.

Cuando abrió el cargador y comprobó que seguían las seis balas, se repitió que eso era un acto de sana sospecha y no un signo de progresiva paranoia.

Siguió por el pasillo mientras en su interior aumentaba la inquietud y, cuando cruzó el umbral del despacho, el corazón le golpeaba el pecho con fuerza.

Apartó la silla del escritorio. Empotrado en el pequeño espacio destinado para las piernas, entre los suaves pliegues de su holgado y arrugado traje, Ralph Cottle parecía una nuez acoplada dentro de su cáscara.

Pocos minutos antes, Billy no habría podido imaginar que alguna vez se sentiría aliviado de encontrar un cadáver en su casa.

Sospechaba que sobre el cuerpo de Cottle habría varias pruebas, sutiles pero innegables, que llevaban directamente a él. Incluso aunque se tomaba tiempo para una meticulosa inspección del cadáver, seguramente se le escaparía uno u otro detalle incriminatorio.

El cuerpo debía destruirse o enterrarse donde jamás fuera encontrado. Billy todavía no había decidido cómo deshacerse de él; pero incluso mientras trataba de asimilar los crecientes frentes de su crisis, en los oscuros rincones de su mente tenían lugar escenas macabras.

Al encontrar el cuerpo tal como lo había dejado, también descubrió la pantalla del ordenador encendida. Había cargado el disquete que había encontrado entre las manos muertas de Cottle, pero antes de estar en condiciones de ver lo que contenía, Rosalyn Chan había llamado para preguntarle si acababa de marcar el 911.

Arrastró la silla del escritorio frente al mueble una vez más. Se sentó ante el ordenador, metiendo las piernas bajo la silla, lejos del cadáver.

El disquete contenía tres documentos. El primero se llamaba POR QUÉ, sin signos de interrogación.

Cuando abrió el documento, vio que era breve:

Porque yo, también, soy un pescador de hombres.

Billy leyó la frase tres veces. No sabía qué podría significar, pero las heridas de los anzuelos de su frente volvieron a abrasarle.

Reconoció la referencia religiosa. Cristo había sido llamado pescador de hombres.

La conclusión más sencilla era que el asesino podría ser un fanático religioso que creía escuchar voces divinas que le pedían que matara, pero por lo general las deducciones más fáciles eran erróneas. Un profundo razonamiento inductivo requería más de un particular para generalizar.

Por otra parte, el psicópata poseía una habilidad para la duplicidad, una facultad para la confusión, un talento para el engaño y un genio para establecer enigmas cuidadosamente elaborados. Prefería lo oblicuo a lo recto, lo tortuoso a lo directo.

POR QUÉ.

Porque yo, también, soy un pescador de hombres.

No se podía suponer el verdadero y completo significado de esa frase, y no digamos determinarlo, ni con cientos de lecturas, y menos con el poco tiempo que Billy podía dedicar a su análisis.

El segundo documento se llamaba CÓMO. Demostraba ser no menos misterioso que el primero:

Crueldad, violencia, muerte.

Movimiento, velocidad, impacto.

Carne, sangre, hueso.

A pesar de no tener rima ni métrica, la tríada casi parecía ser la estrofa de un verso. Como en la más alambicada poesía, el significado no se encontraba a primera vista.

Billy tuvo la extraña sensación de que esas tres líneas eran tres respuestas y que si simplemente supiera las preguntas, también conocería la identidad del asesino.

Que esa impresión fuese una intuición de la que se pudiera fiar o simplemente una idea delirante, ahora no tenía tiempo para considerarlo. El cuerpo de Lanny todavía esperaba su disposición final, al igual que el de Cottle. Billy estaba medio convencido de que si miraba el reloj, vería las agujas de los minutos y las horas avanzar como si fueran segundos.

El tercer documento del disquete llevaba el nombre de CUÁNDO, y justo en el momento en que lo estaba abriendo, el cadáver junto a sus rodillas atrapó su pie.

De haber podido respirar, Billy habría pegado un grito. Cuando la exhalación atrapada explotó fuera de su garganta, no obstante, advirtió que la explicación era menos sobrenatural de lo que parecía en principio.

El hombre muerto no lo había atrapado; en su nerviosismo, Billy había apretado su pie contra el cadáver. Volvió a colocar los pies bajo la silla.

En la pantalla el documento titulado CUÁNDO ofrecía un mensaje que requería menos interpretación que POR QUÉ y CÓMO.

Mi último asesinato: medianoche del jueves.

Tu suicidio: poco después.