La culpa se extiende en el miedo a que se extienda, dijo alguien, tal vez Shakespeare, quizá O. J. Simpson. Billy no podía recordar quién había captado tan bien con palabras ese pensamiento, pero advertía la verdad en el aforismo y ahora la sentía con intensidad.
En la casa, el sargento Napolitino subió los escalones y cruzó el porche, pasando por encima de la petaca y lo que quedaba del whisky derramado que todavía no se había evaporado.
—Demasiada cara de poli —dijo Sobieski.
—¿Perdón?
—Vince. Es demasiado inexpresivo. Te mira con esa cara de nada, como de cemento, pero en realidad no es tan imbécil como parece.
Al compartir el nombre de pila de Napolitino, Sobieski parecía darle confianza a Billy.
Astutamente alerta ante el engaño y la manipulación, Billy sospechó que el sargento no le daba más confianza que la que ofrece una araña a un escarabajo desprevenido.
En la casa, Vince Napolitino desapareció tras la puerta principal, que estaba abierta.
—Vince todavía conserva demasiados tics de la academia —continuó Sobieski—. Cuando esté un poco más curtido, no se pasará tanto.
—Se limita a hacer su trabajo —dijo Billy—. Puedo entenderlo. No es grave.
Sobieski permanecía en el camino porque todavía creía, al menos a medias, que Billy era sospechoso de algún crimen. Si no los dos oficiales habrían revisado la casa juntos. El sargento Sobieski estaba allí por si Billy intentaba escapar.
—¿Cómo te encuentras?
—Estoy bien —respondió Billy—. Sólo me siento estúpido por haberles metido en todo este problema.
—Me refería a tu estómago —dijo Sobieski.
—No lo sé. Tal vez comí algo en mal estado.
—No puede ser el chile de Ben Vernon —dijo Sobieski—. Esa cosa es tan fuerte que cura cualquier enfermedad conocida por la ciencia.
Comprendiendo que un hombre inocente, sin nada que temer, no permanecería escudriñando ansiosamente la casa a la espera de que Napolitino terminara de registrarla, Billy se colocó de espaldas a ella y recorrió con la vista el valle hasta los viñedos, que reverberaban en el resplandor dorado y que llegaban a las montañas que se perdían entre la bruma azul.
—Pudo ser el cangrejo —dijo Sobieski.
—¿Cómo?
—Cangrejo, camarones, langosta… si están un poco pasados pueden provocar un verdadero desarreglo.
—Anoche cené lasaña.
—Eso suena bastante seguro.
—Tal vez no mi lasaña —dijo Billy, intentando equipararse a la aparente despreocupación de Sobieski.
—Vamos Vince —dijo el sargento con un deje de impaciencia—. Ya sé que eres concienzudo, compadre. A mí no me tienes que demostrar nada. —Luego le preguntó a Billy—: ¿Tienes desván?
—Sí.
El sargento suspiró.
—Querrá revisarlo.
Desde el oeste, una bandada de pequeñas aves llegó planeando bajo y luego se elevó, para volver a planear. Eran pájaros carpinteros, muy activos para el calor que hacía.
—¿Estabas buscando uno de éstos? —preguntó Sobieski.
El oficial le ofreció un paquete abierto de caramelos de menta.
Por un instante Billy se quedó desconcertado, hasta que comprendió que sus manos estaban nuevamente en los bolsillos, acariciando las balas. Sacó las manos de los pantalones.
—Me temo que ya es un poco tarde —dijo, pero aceptó el caramelo.
—Deformación profesional, como dicen —contestó Sobieski—. Siendo camarero, estarás todo el día rodeado de botellas.
Con el caramelo en la boca, Billy dijo:
—En realidad no bebo demasiado. Me desperté a las tres de la mañana, no pude desconectar, preocupado por cosas que de todos modos no puedo controlar, y pensé que uno o dos tragos me iban a dejar fuera de combate.
—Todos tenemos noches así. Yo las llamo «escalofríos nocturnos». Pero no las puedes solucionar a base de copas. Una buena taza de chocolate caliente te puede curar cualquier insomnio, pero ni siquiera eso funciona con los escalofríos nocturnos.
—Como la bebida no hizo su efecto, me seguía pareciendo la única manera de pasar la noche. Hasta la mañana.
—Lo aguantas bien.
—¿Eso crees?
—No se te ve como una cuba.
—No lo estoy. Reduje la cantidad en las últimas horas, tratando de beber con calma para evitar una resaca.
—¿Es ése el truco?
—Es uno de los trucos.
Era fácil hablar con el sargento Sobieski; demasiado fácil.
Los pájaros carpinteros planeaban bajo de nuevo en dirección a ellos, viraban repentinamente y se elevaban para volver a girar; eran treinta o cuarenta ejemplares volando como si poseyeran una única mente.
—Son un verdadero incordio —se quejó Sobieski. Con sus puntiagudos picos, los pájaros carpinteros de esa zona preferían casas, establos e iglesias del condado de Napa para tallar elaborados diseños en cornisas de madera, arquitrabes, aleros y tablas.
—Aquí nunca me molestan —dijo Billy—. Este lugar está lleno de cedros.
Mucha gente consideraba tan hermosa la labor destructiva de estos pájaros que la madera dañada no se reemplazaba hasta que la intemperie y el tiempo la deshacían.
—¿No les gusta el cedro? —preguntó Sobieski.
—No lo sé. Por lo menos no les gusta el mío.
Una vez perforada la madera, los carpinteros colocan bellotas en muchos de los agujeros, en lo más alto del edificio, para que el sol pueda calentarlas. Tras unos pocos días, el pájaro regresa para escuchar las bellotas. Si oye ruido en el interior, la abre a picotazos para comer las larvas que viven dentro. Todo por el hogar.
Los pájaros carpinteros y los sargentos harán su trabajo. Despacio, sin tregua, lo harán.
—No es una casa tan grande —dijo Billy, permitiéndose sonar levemente impaciente, tal como imaginaba que lo haría un hombre inocente.
Cuando el sargento Napolitino regresó, no lo hizo por la puerta principal. Apareció por el lado sur de la casa, por donde estaba el garaje.
No se acercó con una mano sobre su pistola. Quizá eso era una buena señal.
Como si acabaran de vislumbrar a Napolitino, los pájaros se alejaron hacia el cielo.
—Tiene usted un buen taller de carpintería —le dijo a Billy—. Puede hacer de todo ahí.
De algún modo el joven sargento lo dijo como si Billy hubiera podido utilizar las herramientas para desmembrar un cuerpo.
Mirando hacia el valle, Napolitino prosiguió:
—Tiene una vista fabulosa desde aquí.
—Es agradable —respondió Billy.
—Es el paraíso.
—Sí —corroboró Billy.
—Me sorprende que tenga todas las persianas bajadas.
Billy se había relajado demasiado pronto. De forma no del todo coherente dijo:
—Lo hago cuando hace este calor… el sol.
—Hasta en los lugares de la casa donde no pega el sol.
—En un día radiante como éste, lidiando con una jaqueca de whisky, lo único que quieres es oscuridad.
—Ha ido reduciendo el ritmo de alcohol por la mañana —dijo Sobieski a Napolitino—, para tratar de ponerse sobrio y evitar la resaca.
—¿Ése es el truco? —preguntó Napolitino.
—Es uno de los trucos —respondió Billy.
—Se está bien y fresco ahí dentro.
—El fresco también ayuda —explicó Billy.
—Rosalyn dijo que se quedó sin aire acondicionado.
Billy había olvidado esa pequeña mentira, un minúsculo filamento en esta enorme red de engaños.
—Se detiene un par de horas, luego arranca, después se para de nuevo. No sé si no será un problema del compresor.
—Se supone que mañana hará un calor infernal —informó Napolitino, todavía observando el valle—. Será mejor que consiga un técnico, si no es que ya están ocupados hasta Navidad.
—Yo mismo voy a echarle un vistazo más tarde —dijo Billy—. Soy bastante hábil con esas cosas.
—No se haga el listo con ningún aparato hasta que no esté del todo sobrio.
—No. Esperaré.
—Sobre todo con cosas eléctricas.
—Voy a hacerme algo de comer. Eso ayuda. Tal vez incluso ayude a mi estómago.
Napolitino finalmente miró a Billy.
—Siento haberlo tenido aquí fuera bajo el sol, con su dolor de cabeza y demás.
El sargento parecía sincero, conciliador por primera vez, pero sus ojos eran tan fríos, oscuros y temibles como los cañones de un par de pistolas.
—Todo fue culpa mía —respondió Billy—. Ustedes se limitan a hacer su trabajo. Ya les dije de seis maneras distintas que soy un idiota. No se puede decir de otra forma. Siento de veras haberles hecho perder el tiempo.
—Estamos aquí «para servir y proteger» —contestó Napolitino con una ligera sonrisa—. Incluso pone eso en la puerta del coche.
—Me gusta más cuando pone «los mejores oficiales que el dinero puede comprar» —dijo el sargento Sobieski, arrancando una risa a Billy pero sólo una vaga mirada censora a Napolitino—. Billy, tal vez sea el momento de dejar de emborracharte como una cuba y cambiar a la comida.
Billy asintió.
—Tienes razón.
Mientras caminaba hacia la casa, sintió que ellos lo observaban. No miró atrás.
Su corazón se había mantenido relativamente tranquilo. Ahora volvía a latir con fuerza.
No podía creer en su buena suerte. Temió que no durara.
Cuando llegó al porche, cogió el reloj de la balaustrada y se lo colocó en la muñeca. Se agachó para recoger la petaca; no encontró la tapa. Posiblemente habría rodado por el porche o bajo una mecedora.
Metió las tres galletitas dentro de la caja vacía de Ritz que estaba sobre la mesa, que en su momento había ocultado la pistola del treinta y ocho. Recogió el vaso de Coca Cola.
Esperaba oír los motores de los coches patrulla, pero no escuchó nada.
Sin mirar atrás, llevó el vaso, la caja y la botella dentro. Cerró la puerta y se apoyó contra ella.
Fuera el día seguía tranquilo, los motores en silencio.