Capítulo 29

—¿Es una venda? —insistía el sargento Napolitino. A pesar de que el pelo le caía sobre la frente, no ocultaba del todo los paños de gasa ni el esparadrapo.

—Tuve un pequeño accidente con el serrucho —dijo Billy, gratamente sorprendido por la rapidez con la que se le había ocurrido una mentira aceptable.

—Parece grave —dijo el sargento Sobieski.

—No lo es. No es nada. Tengo un taller de carpintería en el garaje. Yo me encargué de toda la carpintería de la casa. La otra noche estaba trabajando, cortando una plancha de nogal, y había un nudo en la madera. La hoja lo rompió y unas cuantas astillas me dieron en la frente.

—Así puede perder un ojo —advirtió Sobieski.

—Llevo gafas protectoras. Siempre las uso.

Napolitino preguntó:

—¿Ha visto a un médico?

—No. No hace falta. Sólo son unas astillas. Me las saqué con unas pinzas. Diablos, la única razón por la que necesito vendas es que me lastimé más con las pinzas cuando sacaba las astillas que cuando éstas me saltaron.

—Tenga cuidado de que no se infecten.

—Las humedecí con alcohol y agua oxigenada. Me puse Neosporin. Estoy bien. Estas cosas pasan.

Billy sintió que les convencía. Lo que decía no le sonaba a sus propios oídos como un hombre bajo coacción con un problema de vida o muerte.

El sol era un horno, una fragua, y el calor que provenía del coche lo cocía como si estuviera en un microondas, pero permanecía tranquilo.

Cuando el interrogatorio tomó un rumbo negativo y más agresivo, no se dio cuenta del cambio en el acto.

—Señor Wiles —dijo Napolitino—, ¿llamó luego a información?

—¿Si hice qué?

—Después de marcar por error el 911 y cortar, ¿llamó usted al 411 como pretendía?

—No, sólo me quedé sentado durante un minuto pensando en lo que había hecho.

—¿Se quedó sentado durante un minuto pensando que había marcado por error el 911?

—Bueno, no un minuto completo. Lo que fuera. No quería volver a meter la pata. Me encontraba un poco mal. Es el estómago, como le dije. Entonces Rosalyn me llamó.

—Antes de que usted pudiera llamar al 411 de información, ella le devolvió la llamada.

—Así es.

—Después de su conversación con la operadora del 911…

—Rosalyn.

—Sí. Después de su conversación con ella, ¿llamó entonces al 411?

La compañía telefónica cobraba el servicio por cada llamada al 411. Si él había hecho esa llamada tendrían un registro.

—No —respondió Billy—. Me sentía como un idiota. Necesitaba un trago.

La referencia al trago surgió con espontaneidad, no como si intentara venderles su supuesta embriaguez. Pensó que sonaba natural, convincente.

Napolitino preguntó:

—¿Qué número necesitaba para tener que llamar al 411?

Billy comprendió que estas indagaciones ya no se relacionaban con su bienestar y seguridad. Un antagonismo velado coloreaba las preguntas de Napolitino de manera sutil pero inequívoca.

Billy se preguntó si debía reconocer abiertamente este nuevo giro y cuestionar su actitud. No quería parecer culpable.

—Steve —dijo él—. Necesitaba el número de Steve Zillis.

—¿Él es…?

—Es un camarero del bar.

—¿Lo reemplaza cuando está enfermo? —preguntó Napolitino.

—No. Trabaja en el turno que sigue al mío. ¿Cuál es el problema?

—¿Por qué necesitaba llamarlo?

—Solo quería avisarle de que iba a faltar y de que cuando él llegara se iba a encontrar con un lío de cosas para lavar porque Jackie había estado atendiendo la barra solo.

—¿Jackie? —preguntó Napolitino.

—Jackie O'Hara. Es el dueño. Está cubriendo mi turno. Jackie no limpia continuamente la barra como debería. La pila de platos y las bebidas derramadas se amontonan tanto que el que viene después necesita quince minutos frenéticos para que vuelva a ser un lugar aceptable para trabajar.

Cada vez que Billy tenía que dar una respuesta más larga y explicativa sentía un temblor en la voz. No creía que fuera fruto de su imaginación; pensaba que los sargentos también podían notarlo.

Tal vez todos sonaban así cuando hablaban con policías de servicio por un lapso prolongado de tiempo. Quizá la incomodidad era natural.

Sin embargo, lo que no era natural era gesticular demasiado, sobre todo en el caso de Billy. Durante sus respuestas más largas se dio cuenta de que utilizaba demasiado las manos, no podía controlarlas.

A la defensiva pero intentando mostrarse natural, deslizó las manos dentro de los bolsillos del pantalón. Sus dedos encontraron en cada bolsillo tres cartuchos del calibre treinta y ocho, su munición de repuesto.

Napolitino dijo:

—De modo que usted quiso avisar a Steve Zillis de que se encontraría con una pila de platos.

—Así es.

—¿No tiene el número de teléfono del señor Zillis?

—No lo llamo muy a menudo.

Ya no estaban enfrascados en un inocente juego de preguntas y respuestas. Todavía no habían descendido al nivel de un interrogatorio, pero iban en camino.

Billy no terminaba de comprender por qué tenía que ser así; salvo quizá porque sus respuestas y su comportamiento no ayudaban a exculparlo como pensaba.

—¿El número del señor Zillis no está en la guía?

—Supongo. Pero a veces es más fácil llamar al 411.

—A menos que marque por error el 911 —dijo Napolitino.

Billy decidió que no responder sería mejor que parecer un idiota, como había hecho antes.

Si la situación empeoraba hasta el punto de que ellos decidieran registrarlo, o simplemente palparlo, le encontrarían los cartuchos en los bolsillos.

Se preguntó si sería capaz de dar una explicación sobre las balas con otra mentira fluida y convincente. En ese momento no se le ocurría ninguna.

Pero no podía creer que la situación llegara hasta ese punto. Los oficiales estaban allí porque creían que podía estar en peligro. Sólo debía convencerlos de que estaba a salvo y se retirarían.

Algo de lo que había dicho —o de lo que no había dicho— los dejaba con dudas. Si sólo pudiera encontrar las palabras adecuadas, las palabras mágicas, los sargentos se irían. Ahora, allí, volvía a luchar contra sus limitaciones de lenguaje.

A pesar de lo real que parecía el cambio de actitud de Napolitino, una parte de Billy sostenía que sólo lo estaba imaginando. El esfuerzo por disimular su nerviosismo había sesgado su percepción, poniéndolo un poco paranoico.

Se aconsejó permanecer tranquilo, tener paciencia.

—Señor Wiles —dijo Napolitino—, ¿está absolutamente seguro de que usted mismo marcó el 911?

A pesar de que Billy podía comprender la frase, no le encontró sentido. No podía captar la intención que yacía tras la pregunta y, teniendo en cuenta todo lo que les había dicho hasta ese momento, ya no sabía qué respuesta esperaban de él.

—¿Existe alguna remota posibilidad de que alguien más en su casa haya hecho esa llamada al 911? —lo presionó Napolitino.

Por un instante Billy pensó que de algún modo ellos estaban enterados de lo del psicópata, pero entonces comprendió. Comprendió.

La pregunta del sargento Napolitino había sido pronunciada con vistas a eventuales cargos legales, según el procedimiento policial. Lo que él quería preguntarle a Billy era más directo: Señor Wiles, ¿está usted reteniendo a alguien en su casa bajo coacción? ¿Acaso esa persona se liberó el tiempo suficiente para marcar el 911 y luego usted le arrebató el auricular de la mano y colgó, con la esperanza de que no se hubiera establecido la comunicación?

Para hacer esa pregunta de forma más clara de lo que lo había hecho, Napolitino tendría que haberle informado primero a Billy sobre sus derechos constitucionales a permanecer en silencio y a tener un abogado presente durante el interrogatorio.

Billy Wiles se había convertido en un sospechoso.

Estaba al borde de un precipicio.

Billy nunca había conjeturado opciones y consecuencias tan febrilmente, consciente de que cada segundo de vacilación lo hacía parecer más culpable.

Por fortuna, no tuvo que simular una expresión de asombro. Su mandíbula debió de parecer desquiciada.

Sin confiar en su habilidad para fingir ira o siquiera indignación ante cualquier convicción, Billy en cambio representó una genuina sorpresa:

—Dios santo, ¿no creerá usted…? Usted cree que… Dios santo. Soy el último tipo que esperaría ser confundido con Hannibal Lecter.

Napolitino no dijo nada.

Tampoco Sobieski.

Los ojos de ambos estaban tan fijos como el eje de un giroscopio en movimiento.

—Comprendo que ustedes tengan que considerar esa posibilidad —dijo Billy—. Lo comprendo. De veras. Está bien. Entren si quieren. Echen una mirada.

—Señor Wiles, ¿nos está invitando a registrar su casa en busca de intrusos o algo parecido?

Sus yemas acariciaban los cartuchos de los bolsillos, mientras su imaginación se detenía en la forma indeterminada de Cottle bajo el escritorio…

—Busquen lo que quieran —dijo afablemente, como aliviado al comprender al fin lo que esperaban de él—. Adelante.

—No le estoy pidiendo registrar su domicilio, señor Wiles. ¿Comprende la situación?

—Claro. Lo sé. Está bien. Adelante.

Si los invitaba a entrar, cualquier pista que encontrasen podría ser utilizada en un tribunal. Si en cambio entraban sin invitación, sin un permiso o sin una razón adecuada para creer que alguien pudiera estar en peligro dentro, un tribunal rechazaría esa misma prueba.

Los sargentos considerarían la cooperación de Billy, generosamente ofrecida, como una decisiva señal de inocencia.

Se sintió lo bastante relajado como para sacar las manos de los bolsillos.

Si se mostraba abierto, tranquilo y lo bastante alentador, ellos podrían determinar que no tenía nada que esconder. Se marcharían sin molestarse en registrar la casa.

Napolitino miró a Sobieski, y éste asintió.

—Como se va a sentir mejor si lo hago, echaré un breve vistazo por la casa, señor Wiles.

El sargento Napolitino rodeó la parte delantera del coche patrulla y se encaminó hacia los escalones del porche, dejando a Billy con Sobieski.