A pesar de que Billy Wiles no llevaba reloj, supo que el tiempo estaba corriendo tan rápido como el agua por un colador.
En el dormitorio deslizó a un lado una de las puertas del armario. Nadie.
El espacio bajo la cama era demasiado estrecho. Nadie se escondería allí abajo ya que no era posible salir con rapidez; un escondite como ése sería una trampa. Además, no había colcha que tapara con el borde ese hueco.
Mirar bajo la cama sería una pérdida de tiempo. Billy se dirigió hacia la puerta. Regresó a la cama y se arrodilló. Una tontería.
El psicópata se había ido. Estaba loco, pero no lo bastante como para permanecer allí después de llamar al 911 y colgar.
De nuevo en el pasillo, Billy se apresuró a alcanzar la puerta del baño. Cottle estaba allí sentado, solo.
La cortina de la ducha estaba descorrida. Si hubiera estado corrida, habría sido el primer lugar para revisar.
Un enorme armario estaba ocupado por la caldera. No ofrecía opciones.
El salón. Un espacio abierto, fácil de revisar con un vistazo.
Entre los armarios de la cocina había uno alto y estrecho para escobas. Nada.
Abrió con energía la puerta de la despensa. Latas de conserva, cajas de pasta, botellas de salsa picante, reservas para la casa. Nada donde se pudiera ocultar un hombre.
De nuevo en el salón, metió la pistola bajo uno de los cojines del sofá. No dejaba una marca visible, pero cualquiera que se sentara sobre él lo percibiría.
Había dejado la puerta principal abierta. Una invitación. Antes de volver al cuarto de baño la cerró.
Cottle, con su cabeza echada hacía atrás, la boca abierta y sus manos juntas sobre las piernas como si aplaudiera, podría parecer que estaba tarareando melodías del oeste y marcando el ritmo.
El cuchillo serró los huesos cuando Billy lo sacó de la herida. La sangre cubría la hoja.
Con unos pocos pañuelos de papel que cogió de una caja junto al lavabo repasó el cuchillo hasta dejarlo limpio. Hizo una bola con los pañuelos y los puso sobre la cisterna del váter.
Plegó la hoja dentro de la empuñadura amarilla y dejó el cuchillo junto a la bañera.
Cuando movió el cadáver a un lado del váter, la cabeza cayó hacia delante y una exhalación gaseosa escapó de entre los labios de Cottle, como si hubiese muerto inhalando y su último aliento hubiera quedado atrapado hasta ese momento en la garganta.
Enganchó sus brazos bajo los del cadáver e, intentando evitar la zona empapada de sangre de la chaqueta, lo levantó del váter.
Delgado a base de una dieta de alcohol, Cottle apenas pesaba más que un adolescente. Cargarlo sería muy difícil, no obstante, porque era de piernas largas.
Afortunadamente, el rigor mortis no había comenzado a actuar. Cottle estaba manejable, flexible.
Billy arrastró el cuerpo fuera del baño deslizándose hacia atrás. Los talones de las zapatillas del muerto chirriaban por los azulejos del suelo. También protestaron contra el pulido piso de caoba que iba desde el pasillo al despacho, durante todo el recorrido hasta el escritorio, bajo el que dejó el cadáver.
Billy se escuchó a sí mismo respirar agitado, no tanto por agotamiento como por profunda angustia.
El tiempo volaba, volaba como un río que se precipita por una cascada.
Tras empujar la silla giratoria a un lado, sepultó el cadáver en el espacio del escritorio destinado a las piernas. Debía flexionar las piernas del muerto para que encajara.
Volvió a colocar la silla frente al ordenador, empujándola lo más que pudo.
El escritorio era profundo y tenía el frente tapado. Cualquiera que entrara en el cuarto debía rodear el mueble y mirar con absoluta intención para ver el cadáver.
Incluso en ese caso, con la silla y dependiendo del ángulo de visión, una mirada casual no desvelaría necesariamente el macabro secreto.
Las sombras serían de ayuda. Billy apagó las luces del techo. Solo dejó encendida la lámpara del escritorio.
De nuevo en el baño, advirtió una mancha de sangre en el suelo. No la había visto antes de mover a Cottle.
Su corazón era un caballo desbocado golpeando contra las paredes de su pecho.
Un error. Si cometía un solo error allí, todo terminaría para él.
Su percepción temporal estaba trastornada. Sabía que habían pasado sólo unos pocos minutos desde que comenzara a revisar la casa, pero sentía como si hubiesen transcurrido diez o quince minutos.
Deseó tener a mano su reloj. No se atrevía a tomarse el tiempo necesario para recuperarlo de la barandilla del porche delantero.
Limpió la sangre del suelo con un trozo de papel higiénico. Las baldosas quedaron limpias, pero una pálida decoloración permaneció en las junturas. Parecía óxido, no sangre. Eso era lo que él quería creer.
Arrojó al váter el trozo de papel higiénico y los pañuelos que había utilizado para limpiar la hoja del cuchillo y tiró de la cadena.
El arma asesina yacía sobre la encimera junto al lavabo. La metió bien en el fondo del botiquín, detrás de frascos de crema para afeitar y aceites bronceadores.
Al cerrar la puerta del botiquín de forma tan apresurada y tan fuerte, tanto que sonó como un disparo, supo que necesitaba mantener un mayor control sobre sí mismo.
Enséñanos a que nos importe y a que no nos importe. Enséñanos a estar sentados tranquilos.
Lograría calmarse si recordaba su verdadero propósito. Éste no era el infinito ciclo de idea y acción, ni la preservación de su libertad, y ni siquiera de su vida. Debía vivir para que ella pudiera vivir, indefensa pero a salvo, indefensa y durmiendo y soñando pero no sujeta a ninguna indignidad, a ningún mal.
Él era un hombre superficial. A menudo se había demostrado esa verdad.
Frente al sufrimiento, no había tenido la fuerza de voluntad para desarrollar su talento para escribir. Rechazó el talento no una vez, sino infinidad de ellas, ya que los dones concedidos por el poder que le había otorgado el suyo son ofrecidos permanentemente y pueden quedarse en nada sólo si son permanentemente rechazados.
En su sufrimiento, se había visto humillado por las limitaciones del lenguaje, lo cual era necesario. También había sido derrotado por las mismas limitaciones, cosa que podía haberse evitado.
Él era un hombre superficial. No poseía en su interior la capacidad de preocuparse profundamente por multitudes, de aceptar al prójimo en su corazón sin reservas. El poder de compasión era en él simplemente una habilidad, y su potencialidad parecía estar satisfecha por su preocupación por una mujer.
Debido a su superficialidad, se consideraba un hombre débil, tal vez no tanto como Ralph Cottle, pero tampoco fuerte. Se había sentido estremecido, aunque no sorprendido, cuando el desgraciado le dijo: «Veo que usted es un poco como yo».
La mujer durmiente, segura y soñando, era su verdadera razón de ser y su única esperanza de redención. Para eso debía preocuparse y no preocuparse; debía quedarse quieto.
Más tranquilo que cuando cerró de un portazo el botiquín, Billy revisó una vez más el baño. No encontró rastros del crimen.
El tiempo seguía siendo como un río que fluía, como una rueca en movimiento.
Rápida pero meticulosamente, recorrió el camino que había trazado arrastrando el cadáver en busca de otras manchas de sangre como la del baño. Encontró una.
Dudando de sí mismo, recorrió raudo el dormitorio, el salón y la cocina una vez más. Intentaba verlo todo con los ojos suspicaces de la ley.
Sólo quedaba por revisar el porche delantero. Lo había dejado para el final porque era menos urgente que ocultar el cadáver.
Por si no tenía tiempo de arreglar el porche, cogió de un armario de la cocina la botella de bourbon con la que había mezclado la cerveza Guinness la noche del lunes. Bebió directamente de la botella.
En lugar de tragar, deslizó el whisky entre sus dientes, por toda la boca, como si se tratara de un enjuague bucal. Cuanto más tiempo retuviera el alcohol, más quemaría sus encías, la lengua, las mejillas.
Escupió en el fregadero antes de recordar cómo se hacían gárgaras.
Se enjuagó la boca con otro trago que también dejó agitarse en la garganta durante varios segundos.
Con dificultad pero sin ahogarse, escupió el segundo trago en la pila justo cuando el golpe esperado sonó en la puerta delantera, fuerte y claro.
Habrían transcurrido cuatro minutos desde su conversación con Rosalyn Chan. Tal vez cinco. Parecía una hora; parecían diez segundos.
Mientras llamaban a la puerta, Billy abrió el agua fría para lavar los rastros de su enjuague del fregadero. La dejó correr.
En la quietud que siguió a la llamada, tapó la botella de bourbon y la volvió a guardar en el armario.
De nuevo frente a la pila, cerró el grifo mientras volvían a llamar.
Contestar a la primera lo habría hecho parecer nervioso. Esperar una tercera llamada habría dado la sensación de que no pensaba abrir.
Mientras cruzaba el salón recordó examinar sus manos. No vio nada de sangre.