Capítulo 25

Una luz fluorescente fuerte dibujaba una capa de falso rocío sobre los ojos abiertos de Cottle.

El borracho estaba sentado sobre la tapa del inodoro, recostado contra la cisterna, con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. Sus podridos dientes amarillos enmarcaban una lengua que tenía un aspecto rosado lechoso y se hallaba ligeramente agrietada por la deshidratación de la perpetua embriaguez.

Billy se quedó sin aliento, atontado; luego salió del baño hacia el pasillo, observando el cadáver a través del marco de la puerta.

No retrocedió a causa de ningún mal olor. Cottle no había vaciado sus intestinos ni su vejiga en sus postreros estertores. Seguía desaliñado pero no sucio: lo único de su persona de lo que parecía haber estado orgulloso.

Pero Billy no podía respirar en el baño, era como si se hubiese sacado todo el aire de ese lugar, como si el hombre muerto hubiese sido asesinado por un súbito vacío que ahora amenazaba con asfixiar al propio Billy.

En el pasillo pudo respirar de nuevo. Pudo comenzar a pensar.

Por primera vez advirtió el mango del cuchillo que sobresalía de la arrugada chaqueta de Cottle. Un mango amarillo claro. La hoja había sido introducida desde un ángulo elevado entre las costillas del lado izquierdo, clavándola hasta la empuñadura. Le había perforado el corazón, deteniéndolo.

Billy sabía que la hoja medía quince centímetros. El cuchillo amarillo era suyo. Lo guardaba en su maletín de pesca en el garaje. Era un cuchillo de pesca con filo de sierra para limpiar y filetear truchas.

El asesino no estaba en el bosque ni oculto entre la vegetación, ni en la casa de al lado observándolo con la mira telescópica de su rifle. Todo eso era mentira, y el borracho se lo había creído.

Cuando Cottle se acercó al porche delantero, el psicópata debió de entrar por la puerta trasera. Mientras Billy y su visitante estaban sentados en las mecedoras, su adversario había estado dentro de la casa, a pocos metros de ellos.

Billy se había negado a elegir a alguien de su entorno como próxima víctima. Según lo prometido, el asesino tomó entonces la decisión con sorprendente premura. Si bien Cottle era lo más cercano a un extraño, innegablemente estaba en la vida de Billy. Y ahora en su casa. Muerto.

En menos de un día y medio, en sólo cuarenta y una horas, tres personas habían sido asesinadas. Con todo, a Billy esto seguía pareciéndole el primer acto; quizá se trataba del final del primer acto, pero su instinto le decía que todavía quedaban por delante acontecimientos importantes.

Ante cada situación, él había hecho lo que parecía más sensato y prudente, sobre todo considerando su historia personal. Su sentido común y prudencia, sin embargo, jugaban a favor del asesino. Hora tras hora, Billy Wiles se alejaba cada vez más de cualquier atisbo de seguridad.

En Napa el demente había colocado pistas para incriminarlo en la casa donde Giselle Winslow había sido asesinada. Pelos de la rejilla de su ducha. Y no sabía qué más.

Seguro que también había dejado pistas incriminatorias en casa de Lanny Olsen. El marcapáginas del libro bajo la mano muerta de Lanny seguramente no era otra cosa que una fotografía de Giselle Winslow, que conectaba los crímenes. Ahora en su baño se desplomaba un cadáver del que sobresalía un cuchillo que le pertenecía.

Aquí, en medio del verano, Billy se sentía como si estuviera sobre una ladera helada, en lo más profundo de una niebla fría, quieto en un salvaje deslizamiento, pero ganando una velocidad que, segundo a segundo, amenazaba su equilibrio.

Al principio, el descubrimiento del cadáver de Cottle impactó a Billy, paralizándolo mental y físicamente. Ahora se le ocurrían diversas opciones de actuación, y permanecía en pie presa de la indecisión.

Lo peor que podía hacer era actuar de manera precipitada. Necesitaba pensar, intentar prever las consecuencias de cada una de sus opciones. No podía permitirse más errores. Su libertad dependía de su ingenio y su valentía. Su supervivencia, de otras tantas cosas.

Al volver a entrar al baño, se dio cuenta de que no había sangre. Tal vez eso quería decir que Cottle no había sido asesinado allí. Tampoco había notado rastros de violencia en otros lugares de la casa.

Esta señal le hizo concentrarse en el mango del cuchillo. La sangre oscura empapaba el ligero traje de verano alrededor del punto de penetración, pero la mancha no era tan grande como se habría esperado.

El asesino había acabado con Cottle de un solo golpe. Sabía precisamente cuándo y cómo clavar la delgada hoja entre las costillas. El corazón se había detenido al primer o segundo latido después de ser alcanzado, lo que reducía la hemorragia.

Las manos de Cottle yacían sobre su regazo, con una palma arriba y la otra encima, como si hubiera muerto aplaudiendo a su asesino. Aunque casi oculto, había algo atrapado entre sus manos.

Cuando Billy aferró una esquina del objeto y tiró para liberarlo de las manos del cadáver, descubrió un disquete de ordenador: rojo, de alta densidad, de la misma marca que él utilizaba cuando trabajaba con el ordenador.

Estudió el cuerpo desde distintos ángulos. Dio una vuelta lentamente, revisando el baño en busca de cualquier pista que el asesino pudiera haber dejado bien intencionadamente o bien sin querer.

Más tarde o más temprano, probablemente tendría que palpar los bolsillos de la chaqueta y de los pantalones de Cottle. El disquete le daba una excusa para postergar esa ingrata tarea.

Una vez en el despacho, tras dejar la pistola y el disquete sobre el escritorio, quitó la funda protectora de su anticuado ordenador. Prácticamente no lo había utilizado en cuatro años.

Curiosamente nunca lo había desenchufado. Suponía que eso se debería a una expresión inconsciente de su obstinada —si no frágil— esperanza de que Barbara Mandel algún día se recuperase.

En su segundo año de facultad, cuando comprendió que casi nada de lo que aprendía allí le ayudaría a convertirse en el escritor que quería ser, abandonó la carrera. Había realizado diversos trabajos manuales, escribiendo diligentemente en su tiempo libre.

A los veintiún años tuvo su primer trabajo como camarero de barra, que resultó ser ideal para un escritor. Veía material para sus novelas en cada cliente.

Desarrolló su talento con paciencia, vendiendo más de una colección de relatos cortos, que tuvieron una buena acogida, a varias revistas. Cuando tenía veinticinco años, un editor importante quiso reunir todos los relatos en un libro. La antología se vendió modestamente pero consiguió elogios de la crítica, lo que le sugirió que el bar no sería para siempre su principal ocupación.

Cuando Barbara apareció en la vida de Billy, no sólo le aportó ánimo sino también inspiración. Por el solo hecho de conocerla, por amarla, encontró una voz más auténtica y clara para su prosa.

Escribió su primera novela, y su editor respondió con entusiasmo. Las correcciones sugeridas por el editor eran menores, un mes de trabajo.

Entonces perdió a Barbara a causa del coma. La voz más auténtica y clara de su prosa no se había perdido junto con ella. El podía seguir escribiendo.

El deseo de escribir, no obstante, le fue desapareciendo, y la voluntad de escribir, y todo interés en narrar. Ya no quería explorar la condición humana a través de la ficción, porque tenía una experiencia demasiado dura de ella en la realidad.

Durante dos años, su agente y su editor tuvieron paciencia. Pero el mes de trabajo de su manuscrito se convirtió para él en algo más que una vida de trabajo. No pudo hacerlo. Devolvió el anticipo y canceló el contrato.

Al encender el ordenador, aunque sólo fuera para enterarse de lo que el asesino había dejado en manos de Ralph Cottle, sintió que traicionaba a Barbara, a pesar de que ella habría rechazado —incluso se habría burlado— semejante pensamiento.

Se sintió un poco sorprendido cuando la máquina, tras tanto tiempo sin utilizarse, al momento volvió a la vida. La pantalla se aclaró y apareció el logotipo del sistema operativo mientras la música de inicio surgía de los altavoces.

El ordenador debía de haberse utilizado más recientemente de lo que pensaba. El hecho de que el disquete fuera de la misma marca que los que había sin utilizar en uno de los cajones de su escritorio le sugirió que de hecho podía ser uno de los suyos y que el psicópata había redactado su último mensaje desde ese mismo teclado.

Por extraño que parezca, este descubrimiento lo espantó incluso más de lo que lo había hecho encontrar el cadáver en el baño.

Apareció el menú de inicio, por mucho tiempo olvidado pero familiar. Como él había escrito su novela en Microsoft Word, probó primero con ese programa.

La elección resultó ser acertada. El asesino también había escrito su mensaje en Word, y apareció en el acto.

El disquete contenía tres documentos. Antes de que Billy pudiera leer el texto sonó el teléfono.

Supuso que sería el psicópata.