Capítulo 21

Inmóvil en la mecedora, Ralph Cottle dijo que vivía en una cabaña destartalada junto al río. El lugar, de dos habitaciones y un porche con vistas, había sido construido en la década de 1930 y desde entonces se estaba viniendo abajo.

Tiempo atrás, unos desconocidos habían utilizado la cabaña para sus vacaciones de pesca. No tenía electricidad. Un cubículo externo servía de baño. La única agua corriente era la del río.

—Creo que para ellos en un primer momento era un lugar donde escapaban de sus mujeres —dijo Cottle—. Un lugar para beber y emborracharse. Y sigue igual.

Una chimenea proporcionaba calor y permitía cocciones sencillas. Todo lo que Cottle utilizaba para alimentarse lo sacaba a cucharadas de una lata caliente.

En su momento había sido propiedad privada. Ahora pertenecía al condado, tal vez expropiada por impuestos atrasados. Como gran parte de los terrenos gubernamentales, apenas estaba cuidado. Ningún burócrata o guardabosques fastidiaba a Ralph Cottle desde el día, once años atrás, en que había vaciado y limpiado la cabaña, colocado su saco de dormir y se había establecido allí de ocupa.

No había vecinos a la vista o al alcance de un grito. La cabaña era un establecimiento aislado, que le iba Cottle como anillo al dedo.

Hasta las 3:45 de la madrugada anterior, cuando un visitante con pasamontañas le despertó bruscamente: entonces lo que parecía una acogedora privacidad se convirtió en un aterrorizante aislamiento.

Cottle se había quedado dormido sin apagar la lámpara de aceite con la que leía novelas del oeste y se emborrachaba hasta caer agotado. A pesar de esa luz, no había captado ningún detalle útil del aspecto del asesino. No podía calcular el peso o la altura de aquel hombre. Aseguró que su voz no tenía características notorias.

Billy intuyó que Cottle sabía más, pero le daba miedo decirlo. La ansiedad que ahora hervía en sus desvaídos ojos azules era tan pura e intensa, si bien no tan inmediata, como el terror que describió de la fotografía de la mujer desconocida a partir de la cual el psicópata había «cosechado» un rostro.

A juzgar por la longitud de sus esqueléticos dedos y por los impresionantes huesos de sus nudosas muñecas, Cottle alguna vez había estado preparado para defenderse. Ahora, según él mismo admitía, era débil, no sólo emocional y moralmente, sino físicamente.

No obstante, Billy se reclinó hacia delante en su silla y trató de ponerlo de su parte:

—Corrobore mi versión ante la policía. Ayúdeme…

—Ni siquiera puedo ayudarme a mí mismo, señor Wiles.

—Alguna vez habrá sabido cómo.

—No quiero recordarlo.

—¿Recordar qué?

—Nada. Ya se lo dije: soy débil.

—Suena como si quisiera ser débil.

Acercando la botellita a sus labios, Cottle sonrió débilmente y, antes de beber un trago, dijo:

—¿Nunca escuchó eso de que los débiles heredarán la tierra?

—Si no quiere hacerlo por usted, hágalo por mí. Pasándose la lengua por los labios, severamente cuarteados por el calor y el efecto deshidratante del whisky, Cottle preguntó:

—¿Por qué tendría que hacerlo?

—Los débiles no se limitan a quedarse mirando cómo destruyen a otro hombre. Los débiles no son lo mismo que los cobardes. Son dos razas distintas.

—Con insultos no logrará que coopere. Yo no insulto. Y no me importa. Sé que no soy nada, y para mí está bien así.

—Que haya venido aquí a hacer lo que él quiere no significa que esté seguro allá en su cabaña.

Mientras enroscaba el tapón de la petaca, Cottle respondió:

—Más seguro que usted.

—Para nada. Usted no tiene nada que hacer. Escuche, la policía le brindará protección.

Una risa seca surgió del borracho.

—¿Por eso usted acudió tan rápido a ellos? ¿Por su protección?

Billy no respondió.

Alentado por el silencio de Billy, Cottle encontró una voz más aguda que resultaba menos mezquina que engreída:

—Usted no es nada, igual que yo, pero todavía no lo sabe. No es nada, no soy nada, no somos nada, y en lo que a mí respecta, si ese psicópata con la cabeza llena de mierda me deja tranquilo, puede hacer lo que quiera con quien sea porque él tampoco es nada.

Mientras observaba cómo Cottle desenroscaba la tapa de la petaca que acababa de enroscar, Billy dijo:

—¿Y qué pasa si lo arrojo de una patada en el culo por esas escaleras y lo echo de mi propiedad? A veces me llama para poner a prueba mis nervios. ¿Y si cuando me llame le digo que usted estaba borracho, incoherente, y que no pude entender nada de lo que dijo?

El rostro bronceado y enrojecido de Cottle no podía empalidecer, pero el pequeño botón de su boca, contraído de satisfacción personal tras su sermón, ahora se aflojó y derramó torpes excusas.

—Señor Wiles, le ruego por favor que no se sienta ofendido ante mis toscos modales. No puedo controlar lo que sale de mi boca más de lo que entra en ella.

—Él quería asegurarse de que me contara lo del rostro en el frasco, ¿no es así?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

—No lo sé. No lo consultó conmigo, señor. Se limitó a poner en mi boca las palabras que debía transmitirle, y aquí estoy, porque quiero vivir.

—¿Por qué?

—¿Señor?

—Míreme, Ralph.

Cottle se encontró con su mirada. Billy dijo:

—¿Por qué quiere vivir?

Como si Cottle nunca antes la hubiese considerado, la pregunta pareció clavar en su mente algo doloroso, algún aspecto todavía inquieto, aún belicoso y amargo que por un momento pareció al fin dispuesto a considerar. Luego sus ojos se volvieron evasivos y aferró con ambas manos la petaca de whisky.

—¿Por qué quiere vivir? —insistió Billy.

—¿Qué más hay aparte de esto? —Evitando los ojos de Billy, Cottle levantó la petaca con ambas manos, como si se tratara de un cáliz.

—Daría otro trago —dijo, como si pidiera permiso.

—Adelante.

Dio un breve sorbo, e inmediatamente otro.

—El tipo quiso que usted me contara lo del rostro en el frasco porque quiere que tenga esa imagen en la cabeza.

—Si usted lo dice.

—La idea es intimidarme, desconcertarme.

—¿Lo está?

En lugar de responder, Billy dijo:

—¿Qué otra cosa más le mandó que me dijera? Como si se dispusiera a ir al grano, Cottle volvió a enroscar el tapón de la petaca y esta vez la puso en el bolsillo de la chaqueta.

—Tendrá cinco minutos para tomar una decisión.

—¿Qué decisión?

—Quítese el reloj y colóquelo sobre la barandilla del porche.

—¿Por qué?

—Para contar los cinco minutos.

—Puedo contarlos con el reloj en la muñeca.

—El reloj en la barandilla es la señal para él de que comenzó la cuenta atrás.

Al norte había bosques, umbrosos y frescos en el caluroso día. A continuación, la hierba verde, luego altos pastizales dorados, más allá unos pocos robles de copa espesa y un par de casas más abajo en la ladera y hacia el este. Hacia el oeste se encontraba la carretera del condado, con árboles y campos tras ella.

—¿Ahora está mirando? —preguntó Billy.

—Prometió que lo haría, señor Wiles.

—¿Desde dónde?

—No lo sé, señor. Por favor, por favor, sólo quítese el reloj y colóquelo sobre la barandilla.

—¿Y si no lo hago?

—No hable así, señor Wiles.

—Pero ¿y si no lo hago?

Su voz áspera alcanzó un tono más agudo cuando Cottle dijo:

—Ya se lo dije: me quitará el rostro, conmigo despierto mientras lo haga. Ya se lo dije.

Billy se puso en pie, se quitó el Timex y lo colocó sobre la balaustrada de manera que la esfera se pudiera ver desde las dos mecedoras.

A medida que el sol se acercaba al cenit de su arco, iba penetrando en el paisaje y creando sombras en todas partes excepto en el bosque. Los árboles, cómplices bajo su manto verde, no revelaban secretos.

—Debe sentarse, señor Wiles.

La claridad caía desde el aire, y un resplandor amarillo distorsionaba los campos y arboledas, forzando a Billy a aguzar la vista a lo largo de los innumerables lugares en los que se podía ocultar un hombre, camuflado bajo la reverberante luz del sol.

—No le encontrará —aseguró Cottle—, y a él no le va a gustar que lo intente. Vuelva, siéntese.

Permaneció de pie junto a la barandilla.

—Acaba de desperdiciar medio minuto, señor Wiles, cuarenta segundos.

Billy no se movió.

—Usted no sabe en qué trampa ha caído —dijo Cottle inquieto—. Cada minuto que él le otorga va a necesitarlo para pensar.

—Entonces hábleme de la trampa.

—Debe permanecer sentado. Por amor de Dios, señor Wiles. —Cottle forzaba su voz del mismo modo que una anciana preocupada habría restregado sus manos—. Él quiere que usted se quede sentado en la silla.

Billy regresó a la mecedora.

—Sólo quiero terminar con esto —añadió Cottle—. Lo único que quiero es hacer lo que me pidió y largarme de aquí.

—Ahora es usted el que pierde tiempo.

Ya había transcurrido uno de los cinco minutos.

—De acuerdo, está bien —convino Cottle—. Ahora es él el que habla. ¿Comprende? Es él.

—Adelante, pues.

Cottle se humedeció nerviosamente los labios. Sacó la petaca de la chaqueta, sin intención de beber por el momento, aferrándola simplemente con ambas manos, como si se tratara de un talismán con el poder oculto de despejar la niebla del whisky que emborronaba sus recuerdos, asegurándole que transmitiría el mensaje con la suficiente claridad como para salvar su rostro de ser conservado en un frasco.

—Mataré a alguien que conoces. Tú seleccionarás para mí a alguien de tu entorno —citó Cottle—. Esta es tu oportunidad de librar al mundo de algún imbécil.

—El retorcido hijo de puta —gruñó Billy, y descubrió que sus manos estaban convertidas en puños, sin nada para golpear.

—Si no escoges un blanco para mí —continuó citando Cottle—, yo elegiré a alguien de tu entorno para matarlo. Tienes cinco minutos para decidir. Tú eliges, si es que tienes los huevos para hacerlo.