En el porche delantero había dos mecedoras de teca con almohadones de color verde oscuro. Billy rara vez necesitaba la segunda silla.
Esa mañana, vestido con una camiseta blanca y unos pantalones, se sentó en la más alejada de los escalones del porche. No se meció. Permaneció quieto.
A su lado había una mesa de cóctel de teca. Sobre ella yacía un posavasos de corcho y encima un vaso de Coca Cola.
No había probado el refresco. Lo había preparado para distraerse, para evitar coger la caja de galletitas Ritz. Ésta no contenía otra cosa que la pistola con silenciador. Sólo quedaban tres galletas, apiladas sobre la mesa, junto a la caja.
Brillante, claro y caluroso, el día era demasiado seco para agradar a los vinicultores, pero a Billy le gustaba.
Desde el porche, entre los aromáticos cedros, podía ver un largo trecho de la carretera rural que se elevaba suavemente hacia su casa y continuaba más allá. No había mucho tráfico. Distinguió algunos de los vehículos, pero no supo a quiénes pertenecían.
Elevándose del abrasador asfalto, reverberantes fantasmas del calor hechizaban la mañana.
A las 10:53 apareció una figura en la distancia, a pie. Billy no esperaba que el socio llegara caminando. Supuso que no era el hombre.
Al principio la figura podía haber sido un espejismo. El asfixiante calor lo distorsionaba, lo hacía disolverse como si se tratara de un reflejo en el agua. Por un momento pareció evaporarse, luego reapareció.
Bajo la intensa luz, parecía alto y delgado, anormalmente delgado, como si se tratara de un espantapájaros que ahuyentaba a las aves con sus ojos de botones.
Se desvió de la carretera del condado y siguió por la calle. Atravesó el césped y, a las 10:58, llegó adonde comenzaba la escalera del porche.
—¿Señor Wiles? —preguntó.
—Sí.
—Supongo que me está esperando.
Tenía la voz destemplada, ronca, de quien ha marinado su laringe en whisky y la ha cocinado a fuego lento con años de humo de cigarrillo.
—¿Cómo se llama? —preguntó Billy.
—Mi nombre es Ralph Cottle, señor.
Billy pensó que no le respondería. Si el tipo se escondía tras un nombre falso, John Smith habría sido suficiente. Ralph Cottle sonaba real.
Cottle era tan delgado como el calor distorsionante lo había hecho parecer a distancia, pero no tan alto. Su escuálido cuello parecía a punto de quebrarse bajo el peso de la cabeza.
Llevaba zapatillas de tenis blancas oscurecidas por el tiempo y la mugre. Brillante por zonas y deshilachado en los puños, su liviano traje de verano color cacao colgaba de él con no más gracia de la que habría colgado de una percha. Su camisa de poliéster era holgada, estaba manchada y le faltaba un botón.
Se trataba de ropa de saldo del más barato de los tugurios, y él le había dado un prolongado uso.
—¿Puedo pasar a la sombra, señor Wiles?
Parado al pie de las escaleras, daba la impresión de que el peso del sol podía derribarlo. Parecía demasiado frágil para representar una amenaza, pero uno nunca podía fiarse.
—Hay una silla para usted —dijo Billy.
—Gracias, señor. Aprecio su gentileza.
Billy se puso más tenso a medida que Cottle subía las escaleras, pero se relajó un poco cuando el hombre se sentó en la otra mecedora.
Cottle tampoco se meció, como si hacer mover la silla fuera una tarea más extenuante de lo que podía resistir.
—¿Le molesta si fumo, señor? —le preguntó.
—Sí. Me molesta.
—Comprendo. Es un hábito desagradable.
De un bolsillo interior de la chaqueta, Cottle sacó una petaca de Seagram's y desenroscó el tapón. Sus huesudas manos temblaban. No preguntó si podía beber. Se limitó a dar un trago.
Aparentemente, tenía suficiente control sobre su dependencia de la nicotina como para ser educado. La petaca, por otra parte, le indicaba cuándo era necesario acudir a ella, y él no podía desobedecer a su voz interior.
Billy sospechó que había otras botellitas metidas en los demás bolsillos, junto con cigarrillos y cerillas, y posiblemente un par de porros. Eso explicaba por qué llevaba traje con el calor que hacía: no era sólo ropa, sino un lugar en el que transportar sus múltiples vicios.
El trago no mejoró el color de su cara. Su piel ya estaba bronceada por un exceso de sol y colorada debido a una intrincada red de vasos capilares reventados.
—¿Cuánto ha tenido que andar? —preguntó Billy.
—Sólo desde el desvío. Hice autostop y me dejaron allí. —Billy se quedó estupefacto, ya que Cottle agregó—: Me conoce mucha gente por esta zona. Saben que soy inofensivo, desaliñado pero no sucio.
De hecho, el pelo rubio se veía limpio, aunque despeinado. También estaba afeitado, con la cara curtida lo bastante fuerte como para resistir raspones incluso con la maquinilla empuñada por una mano tan inestable.
Su edad era difícil de determinar. Podría tener cuarenta o sesenta, pero no treinta o setenta.
—Es un hombre muy malo, señor Wiles.
—¿Quién?
—El que me envió.
—Usted es su socio.
—Tanto como un mono.
—Así es como lo llamó: socio.
—¿Acaso le parezco un mono?
—¿Cómo se llama?
—No lo sé. No quiero saberlo.
—¿Qué aspecto tiene?
—No le vi la cara. Espero no vérsela nunca.
—¿Llevaba pasamontañas? —adivinó Billy.
—Sí, señor. Y ojos que miraban con la frialdad de una serpiente. —Su voz se quebró en sintonía con sus manos, y volvió a tomar un trago de la botella.
—¿De qué color tiene los ojos? —preguntó Billy.
—A mí me parecían tan amarillos como la yema de huevo, pero eso era sólo por la luz que los iluminaba.
Recordando el encuentro en el aparcamiento de la iglesia, Billy dijo:
—Había mucha luz para que yo pudiera ver el color… sólo noté un brillo fogoso.
—No soy un hombre tan malo, señor Wiles. No soy como él. Lo que yo soy es débil.
—¿Por qué ha venido aquí?
—Dinero, entre otras cosas. Me pagó ciento cuarenta dólares, todo en billetes de diez.
—¿Ciento cuarenta? ¿Regateó con él esos cuarenta?
—No, señor. Ésa fue la suma exacta que me ofreció. Dijo que eran diez dólares por cada año de su inocencia, señor Wiles. En silencio, Billy lo contempló con atención. Los ojos de Ralph Cottle habrían sido alguna vez de un azul vibrante. Tal vez el alcohol los había desvaído, ya que eran los ojos azules más pálidos que había visto, como el azul desmayado de la parte más alta del cielo, donde hay demasiada poca atmósfera para proporcionar colores ricos y donde el vacío más allá apenas está oculto. Tras un momento, Cottle interrumpió el contacto de sus miradas, miró el jardín, los árboles, el camino.
—¿Sabe lo que eso significa? —Preguntó Billy—. ¿Mis catorce años de inocencia?
—No, señor. Y no es de mi incumbencia. Él sólo quería que lo tuviera en cuenta para decírselo.
—Usted dijo que era el dinero «entre otras cosas». ¿Qué más Hay?
—Me habría matado si no hubiera venido a verle.
—¿Amenazó con matarlo?
—Él no amenaza, señor Wiles.
—Suena como una amenaza.
—Él sólo dice lo que es, y usted sabe que es verdad. Si yo no venía a verle, moriría. Y además no de muerte fácil.
—¿Sabe usted lo que hizo él? —preguntó Billy.
—No, señor. Y no me lo diga.
—Ahora somos dos los que sabemos que él es real. Podemos corroborar mutuamente nuestras historias.
—Ni siquiera se atreva a hablar de ese modo.
—¿No se da cuenta? Él cometió un error.
—Desearía ser su error —dijo Cottle—, pero no lo soy. Usted piensa demasiado en mí, y no debería.
—Pero hay que detenerlo —dijo Billy.
—Yo no voy a ser quien lo haga. No soy el héroe de nadie. No me diga lo que hizo él. Ni se atreva.
—¿Por qué no habría de hacerlo?
—Ése es su mundo. No el mío.
—Hay un solo mundo.
—No, señor. Hay billones de mundos. El mío es distinto del suyo, y así seguirá siendo.
—Estamos sentados aquí, en el mismo porche.
—No, señor. Parece el mismo porche, pero son dos, ¿de acuerdo? Usted sabe que es así. Puedo verlo en su persona.
—¿Ver qué?
—Veo la forma en que usted se parece un poco a mí.
Impresionado, Billy respondió:
—Usted no puede ver nada. Ni siquiera es capaz de mirarme.
Ralph Cottle volvió a buscar los ojos de Billy.
—¿No vio la cara de mujer en el frasco, como un medusa?
La conversación de pronto se había desviado del tema principal en una extraña dirección.
—¿Qué mujer? —preguntó Billy.
Cottle volvió a dar otro sorbo de la petaca.
—Dijo que la tenía en ese frasco desde hacía tres años.
—¿Frasco? Mejor que deje de darle a la petaca, Ralph. Lo que dice no tiene mucho sentido.
Cottle cerró los ojos con una mueca, como si pudiera ver lo que ahora describía.
—Es un frasco de dos cuartos, tal vez más grande, con una tapa enorme. El cambia regularmente el formaldehído para evitar que se oscurezca.
Más allá del porche, el cielo era cristalino. Lejos, bajo la luz clara, un halcón solitario volaba en círculos, limpio como una sombra.
—El rostro tiende a plegarse sobre sí mismo —continuó Cottle—, así que al principio lo que se ve no es un rostro. Es como algo marino, apretado pero blando. Entonces él mueve con cuidado el frasco, hace girar suavemente el contenido, y el rostro… florece.
La hierba del pastizal es dulce y verde, luego más alta y dorada donde sólo la naturaleza se ocupa de ella. Ambas producen fragancias distintas, cada cual áspera y agradable a su manera.
—Al principio se reconoce una oreja —prosiguió Ralph Cottle—. Las orejas están fijas, y el cartílago les da forma. También hay cartílago en la nariz, pero no logra conservar tan bien la forma. La nariz es sólo un bulto.
Desde las alturas resplandecientes, el halcón descendió formando un círculo cada vez más estrecho, describiendo silenciosas y armónicas curvas.
—Los labios están llenos, pero la boca no es más que un agujero, y los ojos son agujeros. No hay pelo, porque él corta únicamente de una oreja a otra, desde el borde de la frente hasta el extremo de la barbilla. No se puede saber si se trata de una cara de mujer o de hombre. Él dice que ella era hermosa, pero no hay belleza en el frasco.
Billy dijo:
—Es sólo una máscara, látex, un truco.
—No, es real. Es tan real como un cáncer terminal. El dice que fue el segundo acto de una de sus mejores representaciones.
—¿Representaciones?
—Tiene cuatro fotografías de la cara. En la primera, ella está viva. Después, muerta. En la tercera, el rostro aparece arrancado a medias. En la cuarta, la cabeza, su pelo, están ahí, pero el tejido suave de su rostro ha desaparecido, sólo queda hueso, la sonrisa de una calavera.
Pasando de sus gráciles volteretas a un descenso en picado, el halcón se abalanzó sobre el pastizal.
La botellita le indicó a Ralph Cottle que necesitaba una nueva dosis, y bebió para fortalecer los cimientos de su valor desmoronado. Tras una inspiración, dijo:
—En la primera fotografía, cuando ella estaba viva… tal vez era tan bonita como él dice. No es tan fácil de determinar porque… ella es puro terror. El miedo le hace fea.
El pastizal, anteriormente inmóvil bajo el calor paralizante, se agitó brevemente en un determinado lugar, donde las plumas golpeaban los tallos.
—El rostro en esa primera imagen —dijo Cottle— es peor que el del frasco. Mucho peor.
El halcón salió de entre la hierba y se elevó. Sus garras sostenían algo pequeño, quizá un ratón de campo, que se resistía aterrorizado, o no. A esa distancia, no se podía estar seguro.
La voz de Cottle era como una lima raspando contra una madera añeja.
—Si no hago exactamente lo que quiere, prometió poner mi cara en un frasco. Y mientras la prepara, me mantendrá vivo, y despierto.
En el claro y diáfano cielo, el halcón, que se elevaba de nuevo, era tan negro y nítido como una sombra. Sus alas removían el aire radiante, y las altas corrientes de aire parecían las corrientes prístinas de un río por el que él nadaba, y menguaba, y desaparecía, tras matar sólo lo necesario para sobrevivir.