Sabía sin lugar a dudas que había cerrado con llave la puerta trasera cuando regresó del garaje con las tenazas. Ahora estaba abierta.
Salió al porche y recorrió con la vista el lado occidental del bosque. Unos pocos olmos en primer plano, los pinos detrás. El sol matinal creaba sombras en la arboleda y alcanzaba rincones oscuros sin iluminarlos demasiado.
Mientras su mirada recorría el verdor en busca del delator reflejo de los cristales de unos prismáticos, advirtió un movimiento. Formas misteriosas se movían entre los árboles, tan fluidas como las sombras de las aves en vuelo, titilando pálidamente cuando el sol las tocaba.
Una sensación extraña le estremeció. Entonces las formas salieron de los árboles y sólo aparecieron ciervos: un macho, dos hembras y un cervatillo.
Pensó que algo los habría asustado en el bosque, pero avanzaron sólo unos pocos metros por su jardín antes de detenerse. Tranquilos como ciervos del paraíso, se dedicaron a pastar entre la hierba tierna.
Al regresar a la casa, Billy cerró con llave la puerta trasera a pesar de que esto ya no le proporcionaba ninguna seguridad. Si el asesino no poseía una llave, entonces tenía en su poder ganzúas y estaba experimentado en su utilización.
Dejando la nota tal cual estaba, Billy abrió la nevera y sacó un zumo de naranja.
Mientras se lo tomaba y tragaba las aspirinas, clavó los ojos en la nota pegada en la nevera. No la tocó.
Puso dos panecillos en la tostadora. Una vez listos, los untó con mantequilla de cacahuete y se los comió en la mesa de la cocina.
Si no leía la nota, si la quemaba y tiraba las cenizas por el sumidero, estaría saliéndose del juego. El primer problema de eso era el mismo que había punzado su conciencia anteriormente: la inacción contaba como una opción.
El segundo problema era que él mismo se había convertido en víctima de un ataque. Y le habían prometido más.
¿Estás preparado para la primera herida?
El psicópata no había subrayado o escrito en cursiva «primera», pero Billy comprendía dónde residía el énfasis. A pesar de tener sus defectos, el autoengaño no era una de ellos.
Si no leía la nota, si se desentendía, estaría aún menos capacitado de lo que estaba ahora para imaginar lo que podría ocurrir. Cuando el hacha cayera sobre él, ni siquiera tendría tiempo de oírla cortar el aire.
Por otra parte, esto no era de ninguna manera un juego para el asesino, algo de lo que se había dado cuenta Billy la noche previa. Privado de su compañero de juego, el psicópata no se limitaría a recoger la pelota e irse a casa. Llevaría hasta el final lo que tuviera en mente.
A Billy le habría gustado tallar hojas de acanto.
Quiso completar un crucigrama. Era bueno en eso.
Lavar la ropa, trabajar en el jardín, limpiar las alcantarillas, pintar el buzón: podía perderse entre las sencillas tareas de la vida cotidiana y buscar consuelo en ellas.
Le habría gustado ir al bar a trabajar y dejar que las horas pasaran en una sucesión de ocupaciones repetitivas y conversaciones inanes.
Todo el misterio que necesitaba —y todo el drama— lo encontraba en sus visitas a Whispering Pines, en las enigmáticas palabras que a veces pronunciaba Barbara y en su persistente creencia de que había una esperanza para ella. No necesitaba nada más. No tenía nada más.
No tenía nada más hasta esto, que no necesitaba ni quería, pero de lo que no podía escapar.
Una vez que se hubo comido los panecillos, llevó el plato y el cuchillo al fregadero. Los lavó, los secó y los guardó en su sitio.
En el baño se quitó la venda de la frente. Cada gancho lo había herido dos veces. Las seis cicatrices se veían rojas y crudas. Lavó las heridas con delicadeza y después volvió a aplicarse alcohol, agua oxigenada y Neosporin. Acto seguido se colocó un vendaje limpio.
Su frente estaba fresca al tacto. Si el anzuelo estaba sucio, sus curas no podrían prevenir una infección, sobre todo si la punta había dañado el hueso.
Estaba a salvo del tétanos. Cuatro años antes, cuando estaba arreglando el garaje para convertirlo en taller de carpintería, se había hecho un corte profundo en la mano izquierda con una bisagra que la corrosión había dejado quebradiza y afilada, por lo que se puso la vacuna contra el tétanos. El tétanos no le preocupaba. No moriría de tétanos.
Tampoco moriría a causa de unas heridas de anzuelos infectados. Esto era una preocupación falsa para que su mente descansara de amenazas más reales y considerables.
Fue a la cocina y arrancó la nota de la nevera. La hizo una bola y se dirigió hacia la basura. Pero, en lugar de tirarla, la alisó sobre la mesa y la leyó.
Quédate en tu casa esta mañana. Un socio mío irá a verte
a las 11:00. Espéralo en el porche delantero.
Si no te quedas en casa, mataré a un niño.
Si informas a la policía, mataré a un niño.
Pareces enfadado. ¿Acaso no te he tendido la mano
de la amistad? Sí, lo he hecho.
Socio. La palabra inquietó a Billy. No le gustaba nada esa palabra.
Rara vez los sociópatas homicidas trabajan en pareja. Los policías los llaman «amigos asesinos». En Los Ángeles, el estrangulador de Hillside resultó ser un par de primos. El francotirador de Washington D.C. eran dos hombres. En la familia Manson se contaban más de dos.
Un simple camarero sólo podía esperar recibir lo mejor de un despiadado psicópata, no de dos.
A Billy no se le pasó por la cabeza ir a la policía. El demente había demostrado su sinceridad dos veces; si desobedecía, mataría a un niño.
En esta ocasión, al menos, disponía de una opción que no implicaba seleccionar a nadie para la muerte.
A pesar de que las cuatro primeras líneas de la nota eran directas, el significado de las dos últimas no era fácil de interpretar.
¿Acaso no te he tendido la mano de la amistad?
La burla era evidente. Billy también detectó un toque provocador que sugería que allí se ofrecía información que le podía resultar útil sólo si era capaz de entenderla.
Releer el mensaje seis veces —ocho, incluso diez— no le aportó ninguna claridad. Sólo frustración.
Con la nota, Billy volvía a tener una prueba. Aunque no era gran cosa y en sí misma no impresionaría a la policía, decidió esconderla en un lugar seguro.
Se dirigió al salón y revisó la colección de libros. En los últimos años para él no había sido nada más que algo que desempolvar.
Escogió En nuestro tiempo. Insertó la nota entre la portada y la dedicatoria y volvió a colocar el ejemplar en la estantería. Pensó en Lanny Olsen, muerto en un sillón con una novela de aventuras en su regazo.
Fue al dormitorio en busca de la Smith & Wesson de treinta y ocho milímetros que escondía bajo la almohada.
Mientras manipulaba la pistola, recordó lo que se sentía al dispararla: el cañón volvía a su sitio, la empuñadura se endurecía contra la carne de la palma y el retroceso viajaba a través de los huesos de la mano y el brazo, sacudiendo la médula como un banco de peces agita el agua.
En un cajón de la cómoda había una caja abierta de munición. Se metió tres balas de repuesto en cada uno de los bolsillos de los pantalones.
Eso parecía suficiente precaución. Viniera lo que viniera, no sería una guerra. Sería algo violento y brutal, pero breve.
Estiró la cama para que diera la impresión de que no había pasado la noche en ella. Aunque no utilizaba cubrecamas, ahuecó las almohadas y dobló las sábanas de modo que quedaron tan estiradas como la piel de un tambor.
Cuando recogió la pistola de la mesilla, recordó no sólo el retroceso, sino también lo que se sentía al matar a un hombre.