En febrero, tras la extracción de una muela con las raíces hundidas en el hueso de la mandíbula, el dentista le había recetado a Billy un analgésico, Vicodin. Sólo había utilizado dos de las diez pastillas.
La etiqueta farmacéutica especificaba que la medicación debía ser ingerida con alguna comida. No había cenado, y aun así no tenía apetito. Necesitaba que el medicamento fuese efectivo. Sacó de la nevera las sobras de una lasaña casera.
A pesar de que se le habían cerrado las heridas de la frente con coágulos y la hemorragia se había detenido, el dolor era constante y hacía que cada vez se hiciera más difícil pensar de forma coherente. Decidió no esperar siquiera los pocos minutos necesarios para calentar el plato en el microondas. Colocó el plato frío sobre la mesa de la cocina.
En el bote de pastillas, una etiqueta rosada aconsejaba no consumir bebidas alcohólicas mientras se tomara el analgésico. Al diablo con eso. No tenía intención de conducir un vehículo ni de manejar complicadas máquinas en las próximas horas.
Se tragó la pastilla y se llevó a la boca una porción de lasaña, acompañándolo todo con cerveza Elephant, una marca danesa que se jactaba de tener más alcohol que las demás.
Mientras comía, pensó en la profesora muerta, en Lanny sentado en el sillón del dormitorio, en lo que el asesino haría a continuación.
Esas líneas de pensamiento no eran lo más indicado para el apetito o la digestión. A la profesora y a Lanny ya no se les podía ayudar, y tampoco había forma de predecir el próximo movimiento del psicópata.
En cambio, pensó en Barbara Mandel, sobre todo en cómo había sido la joven, no en cómo era ahora en Whispering Pines. Inevitablemente, estos recuerdos lo llevaron hacia el futuro y comenzó a pensar en lo que le sucedería a ella si él moría.
Recordó el pequeño sobre cuadrado del médico. Lo sacó del bolsillo y lo abrió desgarrando el sobre.
El nombre Dr. Jordán Ferrier aparecía grabado en relieve en el borde superior de la tarjeta color crema. Tenía una caligrafía precisa: Estimado Billy, cuando comenzaste a programar tus visitas a Barbara con el fin de evitarme durante mis guardias habituales, supe que había llegado el momento del informe semestral acerca de su estado. Por favor, llámame a mi oficina para que concertemos una entrevista.
Las gotas resbalaban por la botella de cerveza Elephant. Utilizó la tarjeta del doctor Ferrier como posavasos para proteger la mesa.
—Por qué no llamas tú a mi oficina para una entrevista —gruñó Billy.
La fuente de la lasaña estaba a la mitad. A pesar de no tener hambre, se la comió toda, con ansia, masticando enérgicamente, como si comer pudiera saciar su furia con la misma facilidad que saciaba el hambre.
Finalmente el dolor de la frente se calmó de manera considerable.
Se dirigió al garaje, donde guardaba el equipo de pesca y sacó de la caja unas tenazas.
De nuevo en la casa, después de cerrar con llave la puerta trasera, se dirigió al baño y se examinó la cara frente al espejo. La máscara de sangre se había secado. Parecía un habitante del infierno.
El psicópata había insertado los tres ganchos con cuidado. Aparentemente, había procurado hacer el menor daño posible.
Para un policía desconfiado, semejante ternura habría alentado la teoría de que él mismo se había infligido tales heridas.
En un extremo del gancho se encontraba la curva y la punta. En el otro había un ojo al que se podía atar el lastre. Si tiraba de la punta o del ojo haría que se desgarrara aún más la carne.
Utilizó las tenazas para cortar el ojo de uno de los ganchos. Atrapó la punta con el pulgar y el índice y la extrajo.
Cuando consiguió extraer los tres ganchos, se dio una ducha tan caliente como pudo soportar.
Tras la ducha, esterilizó las heridas lo mejor que pudo con alcohol y luego con agua oxigenada. Se aplicó Neosporin y cubrió las heridas con paños de gasa que fijó con esparadrapo.
A las 4:27 de la madrugada, según el reloj de la mesilla, Billy se metió en la cama. Una cama doble, con dos almohadas. Su cabeza sobre una mullida almohada, la dura pistola bajo la otra.
Ojalá el juicio sobre nosotros no sea demasiado gravoso…
Mientras sus párpados caían por su propio peso, vio a Barbara con la mente, sus pálidos labios pronunciando palabras inescrutables.
Quiero saber lo que dice, el mar. Qué es lo que sigue diciendo.
Se durmió antes de que el reloj indicara que había transcurrido media hora.
En su sueño, Billy estaba en coma, incapaz de moverse o hablar, aunque consciente del mundo a su alrededor. Aparecían médicos en batas de laboratorio y pasamontañas blancos, trabajando en su cuerpo con escalpelos de acero, tallando racimos de sangrientas hojas de acanto.
Un dolor, sordo pero persistente, lo despertó a las 8:40 de la mañana del miércoles.
Al principio no podía distinguir entre la pesadilla del sueño y la de la realidad. Luego pudo hacerlo.
Aunque quería otra pastilla de Vicodin, fue al baño y cogió dos aspirinas de un frasco.
Con la intención de tomar las aspirinas con zumo de naranja, caminó hasta la cocina. Había olvidado meter la fuente de la lasaña en el lavavajillas. La botella vacía de cerveza Elephant seguía sobre la tarjeta del doctor Ferrier.
La luz de la mañana inundaba el ambiente. Las persianas estaban levantadas, y cuando se había ido a la cama permanecían cerradas.
Pegada a la nevera encontró una hoja de papel doblada, el cuarto mensaje del asesino.