Capítulo 16

El sedante perdió su efecto. Como un torno golpeando un tambor, el dolor poco a poco sacó a Billy de la inconsciencia.

Notaba en la boca como si hubiese tomado jarabe mezclado con lejía. Dulce y amargo. La vida misma.

Por un momento no supo dónde estaba. En principio no le preocupó. Despertado de un letargo, se sentía bañado por un sueño artificial y deseaba volver a él.

Finalmente el dolor implacable le obligó a preocuparse, a mantener los ojos abiertos, a analizar la sensación y a tratar de orientarse. Se encontraba acostado de espaldas sobre una superficie dura; el aparcamiento de la iglesia.

Podía oler los aromas débiles del alquitrán, el aceite, el combustible. La vaga fragancia de nueces y resina que el roble despedía en lo alto en la oscuridad. Su propio sudor ácido.

Al pasar la lengua por los labios, sintió el sabor de la sangre.

Cuando se secó la cara, Billy la encontró pegajosa, con una sustancia viscosa que probablemente fuera una mezcla de sudor y sangre. En la oscuridad, no podía ver lo que había recogido con la mano.

El dolor se concentraba sobre todo en su cuero cabelludo. En un principio supuso que se debía al efecto prolongado de los tirones que le habían dado.

Un malestar cada vez más intenso, acompañado de una serie de punzadas aún más agudas, se extendía por toda su cabeza, aunque no desde la coronilla, donde su pelo había sido severamente puesto a prueba, sino desde la frente.

Cuando pudo levantar una mano y explorar vacilante el origen del dolor, encontró algo duro y filamentoso que sobresalía de su frente, unos centímetros por debajo del nacimiento del pelo. A pesar de que al tacto era suave, despertó un espasmo de dolor agudísimo que le hizo gritar.

¿Estás preparado para tu primera herida?

Dejó la exploración de la herida para más tarde, hasta que pudiera ver el daño que le había causado.

La herida no sería mortal. El psicópata no había intentado matarlo, solamente herirlo, tal vez dejarle una cicatriz.

El respeto de Billy hacia su adversario había crecido hasta el punto de que no pensaba que pudiera cometer errores, al menos errores graves.

Se incorporó. El dolor le atravesó la frente, y volvió a hacerlo cuando se puso de pie.

Se quedó parado balanceándose, vigilando el aparcamiento. Su asaltante se había ido.

Altas en la noche como un racimo de estrellas móviles, las luces de un avión bramaron por el oeste. Si hacía esa ruta probablemente se tratara de un transporte militar dirigiéndose a una zona en guerra. Una zona en guerra distinta a la que se estaba librando allí.

Abrió la puerta del Explorer.

Los fragmentos del cristal de seguridad estaban desparramados por el asiento. Cogió una caja de pañuelos de papel de la guantera y la utilizó para barrer los pringosos despojos que había sobre el tapizado.

Buscó la nota que había estado pegada en el volante. Evidentemente el asesino se la había llevado.

Encontró la llave bajo el pedal del freno. Cogió la pistola del suelo del asiento del copiloto.

Le habían permitido conservar el arma para lo que quedaba del juego. El psicópata no le tenía miedo.

La sustancia con la que le habían dormido —cloroformo o alguna otra clase de anestesia— tenía un efecto prolongado. Al inclinarse hacia adelante se sintió mareado.

Sentado al volante, con la puerta cerrada y el motor encendido, le preocupó no estar en condiciones de conducir.

Encendió el aire acondicionado, apuntando dos salidas de ventilación hacia el rostro.

Mientras esperaba a que se le pasara el mareo, las luces del interior se apagaron de forma automática y volvió a encenderlas.

Torció el espejo retrovisor para examinarse la cara. Se veía como un demonio pintado: rojo oscuro, pero con los dientes brillantes; rojo oscuro, pero con el blanco de los ojos anormalmente níveo.

Cuando volvió a ajustar el espejo, pudo ver al fin el origen de su dolor.

Verlo no significó creerlo de inmediato. Prefirió pensar que el marco de la anestesia iba acompañado de alucinaciones.

Cerró los ojos y respiró hondo un par de veces. Luchó por aclarar la imagen en su mente, y al volver a mirarse deseó no ver lo mismo.

Nada había cambiado. A lo largo de la frente, unos centímetros por debajo del nacimiento del pelo, tres largos anzuelos de pesca se clavaban en su carne. La punta dentada de cada gancho sobresalía de la piel, así como la varilla. La curva de cada gancho permanecía bajo la delgada carne de su frente.

Tembló y desvió la vista del espejo.

Hay días de duda, sobre todo en las noches solitarias, en las que incluso los devotos se preguntan si son herederos de un reino mayor que la tierra y si conocerán la misericordia o si en cambio no son más que animales como los otros, sin otra herencia que el viento y la oscuridad.

Así era esta noche para Billy. Había conocido otras parecidas. La duda siempre se había desvanecido. Se dijo a sí mismo que se desvanecería una vez más, a pesar de que esta vez era más fría y parecía más susceptible de dejar una marca más profunda.

Al principio el psicópata había parecido un jugador para quien el asesinato era un deporte. Los anzuelos de pesca en la frente, empero, no estaban pensados como una mera jugada; y esto no era un juego.

Para el psicópata, estas muertes eran algo más que asesinatos, pero ese algo más no era una jugada de ajedrez ni de póquer. El homicidio tenía para él un significado simbólico, y lo perseguía con una intención más seria que la de divertirse. Tenía alguna meta secreta más allá de los propios asesinatos, un objetivo que esperaba cumplir.

Si juego era la palabra equivocada, Billy necesitaba encontrar la correcta. Hasta que no la supiera, jamás comprendería al asesino, y no podría encontrarlo.

Con el pañuelo de papel se limpió con cuidado los coágulos de sangre de las cejas, quitándolos casi por completo de los párpados y las pestañas.

La visión de los anzuelos de pesca había aclarado su mente. Ya no se sentía mareado.

Sus heridas necesitaban atención médica. Encendió las luces delanteras y salió del aparcamiento de la iglesia.

Cualquiera que fuese el objetivo final del psicópata, cualquiera que fuese el simbolismo que pretendía adjudicarle a los anzuelos, también habría esperado que Billy acudiera a un médico. El médico exigiría una explicación de los ganchos, y cualquier respuesta de Billy complicaría aún más su situación.

Si decía la verdad, se estaría relacionando con los asesinatos de Giselle Winslow y Lanny Olsen. Sería el sospechoso principal.

Sin ninguna de las tres notas, no podía ofrecer pistas de la existencia del psicópata.

Las autoridades no considerarían los anzuelos como pista creíble, ya que se preguntarían si no se trataba de un caso de automutilación. Los asesinos a veces se infligían heridas como coartada para representar el papel de víctimas y por consiguiente desviar las sospechas.

Conocía el cinismo con el que algunos policías considerarían sus dramáticas y extravagantes aunque superficiales heridas. Lo sabía con exactitud.

Además, Billy solía salir de pesca. Pescaba truchas. Estos considerables ganchos tenían la medida indicada para pescar un gran ejemplar si se utilizaba una carnada viva en lugar de una mosca. Entre sus aparejos de pesca en casa tenía anzuelos idénticos a los que ahora le hacían sangrar.

No se atrevió a consultar a un médico. Tendría que curarse él mismo.

Eran las 3:30 de la madrugada y no circulaba absolutamente nadie por las carreteras rurales. La noche era tranquila, pero el jeep levantaba sus propios remolinos, que penetraban por la ventanilla rota. Bajo las luces halógenas del jeep, los viñedos llanos, las laderas cubiertas de vides y los picos boscosos se sucedían familiares ante sus ojos pero, kilómetro a kilómetro, se volvieron tan ajenos a su corazón como cualquier yermo extranjero.