¿Estás preparado para tu primera herida?
Como si un dispositivo einsteniano hubiese puesto el tiempo a cámara lenta, la nota se deslizó entre sus dedos y pareció flotar, flotar como una pluma hacia su regazo. La luz se apagó.
En un trance de terror, estirando la mano derecha para alcanzar la pistola que se encontraba en el asiento del copiloto, Billy se giró asimismo lentamente hacia la derecha, con la intención de mirar por encima de su hombro hacia el oscuro asiento trasero.
Parecía haber muy poco espacio allí atrás para que se ocultara un hombre; sin embargo, Billy se había metido en el coche a toda velocidad, sin aliento.
A tientas, extendió la mano en busca de su esquiva pistola y con las yemas rozó la culata cuadriculada del arma… y la ventanilla de la puerta del conductor estalló.
Cuando el cristal de seguridad se deshizo en una punzante masa sobre su pecho y muslos, la pistola resbaló de entre sus dedos y cayó al suelo.
Mientras los cristales caían, antes de que Billy pudiera volver la cara hacia la embestida, el psicópata irrumpió dentro del coche y le agarró de un mechón del pelo, en la coronilla, retorciéndolo y tirando con fuerza.
Atrapado por el volante y el salpicadero, mientras le seguían tirando sin piedad del pelo, incapaz de arrastrarse hacia el asiento del copiloto para buscar la pistola, clavó sus uñas sobre la mano que lo retenía, pero sin efecto porque estaba protegida por un guante de cuero.
El psicópata era fuerte, despiadado, implacable.
El pelo de Billy ya habría sido arrancado de raíz. El dolor resultaba insoportable. Se le nubló la vista.
El asesino quería empujarlo hacia fuera y hacia adentro a través de la ventanilla rota.
Billy notó que la nuca raspaba con el marco de la ventanilla. Otro raspón violento le obligó a apretar los dientes y le hizo emitir un grito ronco.
Se aferró al volante con la mano izquierda y al respaldo de su asiento con la derecha, intentando resistir. Sentía que le iban a arrancar un buen manojo de pelo. Se lo arrancarían, y él quedaría libre.
Pero el pelo no cedió, y él no quedó libre, por lo que pensó en la bocina. Si tocaba la bocina, si daba un bocinazo, aparecería ayuda y el psicópata huiría.
Al instante advirtió que sólo el cura de la vicaría podría escucharlo, y si se presentaba, el asesino no huiría. No, le dispararía al sacerdote en la cara tal como había disparado a Lanny.
Tal vez habían transcurrido diez segundos desde que la ventana estallara y la nuca de Billy fuera inexorablemente arrastrada a través de la ventanilla.
El dolor rápidamente se había hecho tan intenso que las raíces del pelo parecían extenderse a lo largo de su rostro —ya que la cara le dolía del mismo modo, tan sensible como si la hubieran alcanzado las llamas— e incluso también hacia sus hombros y brazos, puesto que en cuanto las tenaces raíces cedieran, asimismo lo haría la fuerza de aquellos músculos.
La nuca se resentía con el contacto del marco de la ventanilla. Numerosos fragmentos del cristal de seguridad le rasgaban la piel.
Ahora le estaban empujando la cabeza hacia atrás. ¡Con qué rapidez podían cortarle la garganta, con qué facilidad se podía quebrar su columna vertebral!
Dejó de aferrarse al volante. Buscó a sus espaldas a tientas la manija de la puerta.
Si pudiera abrirla y empujar con la suficiente fuerza, podría hacer perder el equilibro al asaltante, derribarlo y o bien conseguir zafarse de sus garras o quedarse definitivamente sin pelo.
Para alcanzar la manija —resbaladiza por el sudor de los dedos— debía torcer el brazo por detrás de manera tan dolorosa y estirar la mano haciendo un giro tan difícil que no tenía espacio de acción suficiente para llevar a cabo tal empresa.
Como si intuyera la intención de Billy, el psicópata apoyó todo su peso contra la puerta.
Ahora la cabeza de Billy estaba casi por completo fuera del coche, y de pronto una cara apareció sobre él, mirándolo desde arriba. Una presencia sin rasgos. Un fantasma encapuchado.
Pestañeó para aclarar la vista.
No era una capucha, sino un pasamontañas oscuro.
Incluso con una luz tan pobre, Billy pudo ver la mirada febril que centelleaba a través de los agujeros del pasamontañas.
Algo se derramó sobre su nariz, algo húmedo, frío, acre y sin embargo dulce; un penetrante olor medicinal.
Tragó aire asustado; luego intentó contener la respiración, pero aquella respiración ya lo había perdido. Humos astringentes quemaban sus fosas nasales. Su boca rezumaba saliva.
La cara enmascarada pareció inclinarse hacia la suya, como una luna oscura que muestra sus cráteres al acercarse.