Capítulo 14

Caminó a paso ligero colina abajo por el arcén de la calle, preparado para esconderse entre la vegetación del borde de la calzada en caso de que aparecieran luces.

Frecuentemente miraba hacia atrás. Hasta donde podía percibir, nadie lo seguía.

La noche sin luna favorecía a un perseguidor. También habría favorecido a Billy, pero él se sentía expuesto por las estrellas.

En la casa de las rejas, el perro que había visto antes corrió una vez más de un lado a otro, suplicando a Billy con un quejido. Parecía desesperado.

Simpatizó con el animal y comprendió su condición. Sin embargo, su caso y la necesidad de elaborar una estrategia no le permitían detenerse y consolar a la bestia.

Por otra parte, toda expresión de ansiada amistad se mostraba tras una enorme dentadura. Toda sonrisa revela los dientes.

De modo que continuó bajando por la calle, mirando de vez en cuando hacia atrás y agarrando firmemente la pistola, y luego giró a la izquierda hacia el prado, donde bordeó el césped por temor a las serpientes.

Una pregunta se imponía más urgentemente que otras: ¿era el asesino alguien que conocía o un extraño?

Si el demente había estado en la vida de Billy mucho antes de la primera nota y era un oculto sociópata que ya no podía mantener sus impulsos homicidas en secreto, identificarlo podía ser difícil pero no imposible. El análisis de las relaciones y la búsqueda de un recuerdo anómalo podrían desenterrar pistas. El razonamiento deductivo y la imaginación con toda probabilidad le ayudarían a esbozar el rostro, a explicar el retorcido motivo.

En el caso de que el loco fuera un extraño que había elegido a Billy por azar para el tormento y la destrucción, la labor detectivesca sería mucho más difícil. Imaginar un rostro nunca visto y sondear un motivo de la nada no resultaría tan fácil.

No mucho tiempo atrás en la historia del mundo, la violencia cotidiana —dejando a un lado las atrocidades de las naciones en guerra— era en gran medida de naturaleza personal. Las peleas, la defensa del honor, el adulterio, las disputas por dinero despertaban los impulsos asesinos.

En el mundo moderno, y más aún en el posmoderno, y más incluso en el post posmoderno, gran parte de la violencia se había vuelto impersonal. Los terroristas, las bandas callejeras, los sociópatas solitarios, los sociópatas en grupos y plegados a una visión utópica mataban gente que no conocían, contra la que no tenían una queja fundamentada, sólo por el hecho de llamar la atención, de establecer una afirmación, de intimidar, o incluso por el vértigo de hacerlo.

El psicópata, ya fuera conocido o desconocido para Billy, era un adversario temible. A juzgar por todas las pruebas, era atrevido pero no inconsciente, psicopático pero con autocontrol, astuto, ingenioso, sagaz, con una mente barroca y maquiavélica.

En contraste, Billy Wiles se hacía camino en el mundo tan sencilla y discretamente como podía. Su mente no era barroca, sus deseos no eran complejos. Sólo esperaba vivir, y vivir con una esperanza cautelosa.

Mientras se apresuraba a través del alto césped, que rozaba sus piernas y parecía susurrar palabras conspirativas de brizna en brizna, sintió que tenía más en común con un ratón de campo que con una lechuza de pico afilado.

El gran roble de extensa copa se hizo visible. Cuando Billy pasó debajo de él, presencias invisibles se agitaron entre las ramas sobre su cabeza, poniendo a prueba su capacidad de ocultamiento, pero no hubo alas que emprendieran vuelo.

Detrás del Ford Explorer, la iglesia surgía como una escultura de hielo hecha con agua con trazos de fósforo.

Al acercarse, abrió el jeep con el control remoto, que le respondió con dos leves pitidos y un guiño doble de las luces de estacionamiento.

Se metió dentro, cerró la puerta y bajó los seguros. Acto seguido tiró la pistola sobre el asiento del copiloto.

Cuando intentó meter la llave para encender el motor, algo le disuadió. Habían pegado al volante con cinta adhesiva un pedazo de papel doblado.

Una nota. La tercera.

El asesino debía de haber estado aparcado junto a la autopista, vigilando el desvío hacia la casa de Lanny Olsen, para ver si Billy se tragaba el anzuelo.

El vehículo estaba cerrado. El psicópata sólo podía haber entrado rompiendo una ventanilla, pero ninguna estaba rota. La alarma del jeep no había sonado.

Hasta entonces, cada momento de esta pesadilla se había sentido de manera muy real. Pero el descubrimiento de esta tercera nota parecía empujar a Billy contra una membrana que dividía el mundo real de la fantasía.

Con un terror como de ensueño, Billy quitó la nota del volante y la desdobló.

Las luces del interior, que se habían activado automáticamente al subir al coche, todavía estaban encendidas, porque acababa de cerrar con llave. El mensaje —una pregunta— aparecía de forma clara y concisa.

¿Estás preparado para tu primera herida?