Mientras se mantenía con los oídos bien abiertos junto a las escaleras, Billy comenzó a sentir un fuerte dolor en las sienes. Notó que sus dientes estaban más apretados que un torno.
Intentó relajarse y respirar por la boca. Giró la cabeza de lado a lado, haciendo trabajar los tensos músculos del cuello.
La tensión podía ser buena si la utilizaba para mantenerse concentrado y alerta. El miedo podía paralizar, pero también afilar el instinto de supervivencia.
Regresó al dormitorio principal.
Al acercarse a la puerta, de pronto pensó que el cuerpo y el libro habían desaparecido. Pero no, Lanny seguía sentado en el sillón.
Billy cogió dos pañuelos de una caja que había sobre una de las mesillas. Utilizándolos como guante improvisado, retiró la mano del cadáver del libro. Sin mover el libro, lo abrió en el lugar marcado por la fotografía.
Esperaba encontrar oraciones o párrafos que hubieran sido señalados de algún modo, otro mensaje. Pero el texto estaba impoluto.
De nuevo ayudándose con el pañuelo de papel, recogió la fotografía, una instantánea de una joven rubia y hermosa. No había nada en la imagen que ofreciera una pista acerca de su profesión, pero Billy supo que había sido profesora.
Posiblemente su asesino había encontrado esa instantánea en la casa de la chica, en Napa, antes o después de destrozar brutalmente toda su belleza.
Sin duda el psicópata había dejado la fotografía en el libro para confirmar a las autoridades que los dos asesinatos habían sido obra del mismo hombre. Se estaba jactando. Reclamaba el mérito que se había ganado.
La única sabiduría que podemos esperar adquirir es la sabiduría de la humildad…
El psicópata no había aprendido esa lección. Quizá su imposibilidad para aprenderla lo condujera a su caída.
Si era posible sentir el corazón destrozado a causa del destino de un extraño, la fotografía de esta joven mujer habría cumplido con ese cometido si Billy la hubiese contemplado demasiado tiempo. La puso de nuevo en el libro y la dejó atrapada entre sus páginas amarillentas.
Después de colocar la mano del cadáver sobre la portada, como estaba, juntó en su puño los dos pañuelos de papel. Se dirigió al baño de la habitación, tiró de la cadena con los pañuelos y acto seguido los arrojó al remolino de agua del inodoro.
Se quedó junto al sillón del dormitorio, sin estar seguro de qué hacer a continuación.
Lanny no se merecía que lo dejaran allí solo sin el beneficio de una plegaria o de justicia. Si bien no era un amigo íntimo, había sido un amigo. Por otra parte, era el hijo de Pearl Olsen, y sólo eso significaba bastante.
Con todo, llamar a la comisaría de policía, aunque fuera de forma anónima, y denunciar el crimen podía ser una equivocación. Ellos querrían una explicación por la llamada que se había hecho desde esa casa a la de Billy justo después del asesinato, y todavía no había decidido qué les diría.
Otros aspectos, cosas que él ignoraba, podrían señalarlo a él con el dedo de la sospecha. Prueba circunstancial.
Tal vez la intención última del asesino era implicar a Billy en estos y otros asesinatos.
Sin lugar a dudas, el psicópata veía esto como un juego. Las reglas, si las había, sólo las conocía él, igual que únicamente él sabía la definición de victoria. Conseguir el premio, capturar al rey, apuntarse la última jugada podría significar, en este caso, que Billy fuera condenado a cadena perpetua por ninguna causa racional, ni siquiera por el hecho de que el psicópata mismo escapara de la justicia, sino por pura diversión.
Teniendo en cuenta que ni siquiera podía distinguir la forma del campo de juego, a Billy no le agradaba la idea de ser interrogado por el sheriff John Palmer.
Necesitaba tiempo para pensar. Al menos unas pocas horas. Hasta el amanecer.
—Lo siento —le dijo a Lanny.
Apagó una de las lámparas de al lado de la cama y luego la otra.
Si la casa estaba iluminada como la tarta de cumpleaños de un centenario en medio de la noche, alguien podría notarlo. Y hacerse preguntas. Todos sabían que Lanny Olsen era de los que se acostaban temprano.
La vivienda se encontraba en el punto más alto y solitario de una calle cortada. Prácticamente nadie conducía hasta allí a menos que se dirigiera expresamente a ver a Lanny, y no era probable que nadie lo visitara en las próximas ocho o diez horas.
La noche había convertido el martes en miércoles. El miércoles y el jueves eran los días libres de Lanny. Nadie lo echaría de menos en el trabajo hasta el viernes.
No obstante, uno por uno, Billy volvió a recorrer todos los dormitorios del primer piso y apagó igualmente todas sus luces, así como las de las escaleras, desconfiado ante la oscuridad a sus espaldas.
Una vez en la cocina, cerró con llave la puerta que daba al porche.
Su intención era llevarse la llave de repuesto de Lanny.
A medida que recorría una vez más la planta baja, apagó todas las luces, incluso los troncos de gas de la chimenea del despacho, utilizando el cañón de la pistola para apretar los interruptores.
De pie en el porche, cerró asimismo la puerta y limpió el picaporte.
Se sintió observado cuando bajaba las escaleras. Registró el jardín, los árboles y echó una última ojeada a la casa.
Todas las ventanas estaban a oscuras, y la noche era negra. Billy se alejó de esa cerrada oscuridad hacia una oscuridad abierta bajo el cielo color tinta en el que las estrellas parecían flotar, temblar.